Mi tío es un sujeto querible, medio sordo y obstinado en escucharse solo a sí mismo.
Años atrás solía desplazarse a
bordo de un torino azul; una aeronave en toda la regla, según su concepto. Y
aunque el resto del mundo cometía el sacrilegio de verlo como un auto, para mi
tío era un avión y lo conducía como tal. Cruzaba las calles cual bólido azul,
dejando atrás una airada y unánime retahíla de gestos obscenos e insultos,
algunos incluso en otros idiomas. Dado que su sordera le impedía atender tales
expresiones, él sonreía desde la ventanilla, indiferente a la estela que la
entretela de su paso dejaba en el camino.
A su estable sordera, harto
debatible según algunos damnificados, cabe añadir el beneficio accesorio de un
optimismo infundado, delirante, propio de quien jamás atendió (ni atenderá) una
opinión que lo contradiga. Ni que lo diga. Por lo tanto, circula por esta vida
a bordo de un jet de cuatro ruedas, satisfecho y feliz, con el ego en alto y
una generosidad limítrofe con la prodigalidad lisa y llana.
El pasaporte a tan disputable aproximación al laissez faire,
laissez passer, lo consiguió,
como suelen darse los radicales giros de timón en la vida, de un modo accidental:
en una aciaga oportunidad en la que se entregaba a la práctica de paracaidismo,
los artefactos encargados de parar su caída se negaron a cumplir su función sin aviso previo.
Mi tío relata que ante la
gravedad de la situación y lo cerca que se vio de la superficie
terrestre -y abajo de ella, en breve-, atinó a acomodar su cuerpo para caer de
pie, calculando que, si bien podría quebrarse algunos huesos, con suerte y
viento a favor, sobreviviría.
Sobrevivió.
Fue tapa en todos los diarios del
lugar. Sus huesos se quebraron por mayoría absoluta, pero ninguno con
consecuencias espantosas. Simplemente, estuvo un año internado en el hospital.
Algunos lenguaraces descomedidos comentaban que las enfermeras se negaban a atenderlo ya que, transcurrida la
primera semana de internación, cayó en la ingrata costumbre de declarárseles
con coloridos versos, siempre los mismos. Cómo lógica consecuencia, solo
ingresaba a su habitación un fornido enfermero encargado de recoger debajo de
su cama los cadáveres de botellas de vino que, en cantidad sorprendente
reposaban vacías de vida, una vez que se retiraban las visitas de sus
compañeros de armas.
Para cuando le dieron el alta, la
única enfermera que se prestó a sus propuestas presenció como partía con su
sonrisa tipo James Bond, ajeno a las expectativas románticas que
desató en ella. El enfermero, conmovido, le regaló una botella de vino.
Fueron tantas las soldaduras que
cosecharon sus huesos que la Aeronáutica lo pasó a retiro.
Así, mediante el sencillo trámite de haber sobrevivido a un paracaídas que se negó a parar la caída, no le quedó más opción que dedicarse a la dolce vitta. En este derrotero, a sus cuarenta años, soltero, dueño de una estampa que cortaba la respiración de las damas y no tanto, exhibida desde su metro ochenta y cinco, no dejó andanza ni andadura sin degustar.
Lo primero que hizo fue alquilarse
un mono ambiente en el bajo de la ciudad, muy cerca del puerto, en un barrio
donde abundaban los piringundines bizarros, bares concurridos por intelectuales
trasnochados, whiskerías que aglutinaban marineros y trabajadoras de la noche,
con más algunos pubs en los que se congregaban apasionados detractores políticos
de izquierda y de derecha repartidos según el recinto, el día, la hora y el
informe meteorológico.
Tal como él veía las cosas,
sostenía -y sostiene aún, a sus ochenta y tantos años- que volvió a nacer. En
consecuencia, ajustó su comportamiento a dicha norma.
En la mañana se ejercitaba, por
necesidad y por mandato del traumatólogo, en la rehabilitación de su sistema
óseo. A eso de las once se dirigía al sauna, donde componía el país con
colegas de armas. Ya tipo doce del mediodía, un aperitivo en el comedor del club
le permitía hacer sociales incluso con los mozos, que se desarmaban en
atenciones, conocedores de las generosas propinas que incluía su sordera.
Aunque algunas malas lenguas dicen
que sólo escuchaba lo que le convenía, según el tema. Cuando la cosa pintaba
negra y se le venían reproches, la sordera se le agudizaba en grado relevante al punto que daba media vuelta y se iba sin más trámites y meneando la cabeza
en un gesto de abatimiento e incomprensión, dejando a los indignados de turno
vociferando a sus espaldas barbaridades inmerecidas para un caballero como él,
en súbita e indolente retirada.
Luego del almuerzo regado por un
vino blanco liviano, caminaba hasta su departamento en busca de la siesta
reparadora.
Pasadas las seis de la tarde ya
pensaba mejor y daba inicio a los preparativos para sus misiones de vuelo
nocturno: una afeitada impecable, camisa blanca inmaculada, corbata de seda
italiana en tonos sobrios, ambo de corte italiano también, gris o azul, y
zapatos lustradísimos, a la última moda. Completaba su atuendo un toque de
colonia inglesa y otro de gomina, cuidando el efecto
Bond en el renegrido jopo que caía sobre su frente.
Luego de una cena en el club y la sobremesa con amigotes en la que decidían el orden de la noche,
migraban rumbo a los pubs de los alrededores, en una recorrida que podría
denominarse Nocturno Express.
El problema lo constituía el
último bar de la expedición: invariablemente resultaba visitado por mi tío en soledad, dado que en cada parada anterior los acompañantes se habían
ido perdiendo uno a uno, algunos en la bruma del sueño, otros en la del
alcohol, y otros, más suertudos, en algunos brazos acogedores.
Pero él tenía una resistencia increíble a las bebidas espirituosas, ganada en sus meses de internación. De lo que no se libraba era de los efectos miorrelajantes que le producía la acumulación de whisky a cierta altura de la noche: se le soltaba la lengua. Es así que casi siempre hacía pie en el lugar equivocado, a la hora errada y en el momento injusto.
Complacido y sonriente se acodaba en la barra del bar de
turno a esperar el final de la noche con el último whisky por toda compañía,
entregándose a la conversación más próxima sin que lo llamaran. Y sin advertir
los inequívocos signos de sus contertulios. Que eran ideológicamente opuestos.
Tampoco sobrios, aunque sí más que él.
Palabra va, palabra viene, mi tío
acababa vociferando sus ideas en peligrosa minoría, logrando sin esfuerzo una
tensa concentración de miradas turbias y efervescentes de más de media docena
de iracundos listos para tirársele encima. Rápido de reflejos y sin abandonar
su inefable sonrisa naif, enseguida oponía la defensa de su sordera que, a veces, resultaba. Otras, lo
agarraban entre todos y lo sentaban en la puerta de calle, mientras el dueño
del lugar telefoneaba a la policía dando cuenta de los disturbios causados por
un borracho.
Los guardianes del orden acudían
encantados y prestos a la convocatoria, conocedores del teatro cotidiano que
seguía: recriminándole el comportamiento indigno de un hombre de su presencia,
lo levantaban como podían y lo arrastraban hasta dejarlo
sentado en el cordón de la vereda. Ante el contacto con el exterior mi tío
recuperaba momentáneamente la lucidez y exhibía su credencial de rango.
Funcionaba automáticamente: en un contundente cambio de actitud, los agentes se
le cuadraban y lo
transportaban en el móvil policial hacia su bulín. Una vez adentro, y luego de
embolsar la generosa propina preparada en la mesa de luz,
ensayaban la venia de despido y partían.
Con el transcurso del tiempo
llegaron a acostarlo y arroparlo y, aunque no me consta, se comenta que en más
de una ocasión le dejaron preparado el termo con café y le cantaron el arrorró.
Hacia el mediodía siguiente, su jornada
recomenzaba sin variantes.
Es que a mi tío, si hay que
reconocerle algún hábito, es el apego indeclinable a su rutina. Y él jamás
traicionó ese mandato.
Un tío muy especial, siempre hay uno en la familia que merece un hermoso relato como este que hoy compartes. Un placer leerte. Saludos.
ResponderEliminarHola, Sandra.
EliminarYa lo creo que era un tío muy especial mi tío, ¡jaja! Me alegro que hayas disfrutado la lectura.
Un beso
"Sus huesos se quebraron por mayoría absoluta" o,
ResponderEliminar"En este nuevo derrotero… puedo asegurar que no dejó andanza ni andadura sin degustar" son sólo dos muestras de tu agudeza humorística, ¡porque el relato está repleto!, ja, ja.
No he dejado de sonreír hasta llegar casi al final, donde una pequeña sensación de tierna tristeza me ha invadido al comprobar aquello de "genio y figura hasta la sepultura".
Recalco la maestría de tu estilo literario al construir este personaje tan singular, tan vivo, tan a pie de calle, pero sobre todo, con tanto humor y a la vez ternura. Una descripción admirable, a la altura de cualquier grande de la literatura.
Resumiendo, un goce de lectura.
Un abrazo, y encantada de que te hayas animado a poner un nuevo trabajo.
Hola, Volarela.
EliminarGracias por tu amable comentario, me da gusto que hayas pasado un buen momento leyendo las andanzas de mi tío.
Un abrazo grande de este mi lado del Atlántico.
Llego un poco al azar, Mónica, atraído por algún comentario leído en blog amigo.
ResponderEliminarMe maravilla tu riqueza y lúcida sensibilidad escribiendo. Qué historia tan singular la que aquí nos cuentas en relación a tu tío... Sorprendente tu estilo sobrio, riguroso, de vigor formal a la vez que de gran amenidad.
Gracias por permitirme este intrusismo.
Un abrazo.
Teo
Hola, Teo.
EliminarBienvenido a mi blog.
Muchas gracias por tus amables apreciaciones, me da gusto que hayas disfrutado esta sencilla lectura.
Un saludo desde el otoño argentino.
Me encanta! Yo adoro la rutina. Me hubiera llevado bien con ese tío tuyo. Excelente texto.
ResponderEliminarHola, Amparo.
EliminarOh, haberlo sabido y te lo presentaba, ¡jaja! De ese modo hubieras sido un personaje en mis relatos algo desopilantes sobre mi tío; sus andanzas dan para varios tomos.
Gracias por pasarte y por tus palabras.
Un abrazo.
Me encanta la descripción de esta familia. Un abrazo y feliz semana.
ResponderEliminarHola, Rocío. Jaja, no hay como la familia, dicen por ahí. Gracias por tus palabras. Un abrazo.
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