Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

sábado, 15 de marzo de 2025

La tentación

         Por fin, último día de clases.

         Adiós a la escuela secundaria.

   Juan y Fausto coincidieron en el tren y conversaban sobre su futuro. Juan estudiaría abogacía. Fausto emprendería un negocio de inmediatas y jugosas ganancias, según sus palabras.

       —¿Quieres sumarte como socio? Solo aportarías un capital de inicio.

Juan comentó que su familia nunca le solventaría algo que no fuera el estudio.

—¿Cuál es ese negocio? —inquirió, con curiosidad.

—Compraventa de piezas de autos, sin pasar por la aduana —soltó Fausto, guiñando un ojo. Y bajando la voz, agregó:

—Si te interesa, considera tomar “prestado” dinero de tu casa; podrás reponerlo enseguida sin que lo adviertan.

—Me lo pensaré.

Se despidió apurado; era el cumpleaños de su madre.

                                                       ***

Juan, abogado, treinta y ocho años, llegó a la estación de ferrocarril algo nervioso. Venía del aeropuerto, debía abordar el tren y, desde la terminal, trasladarse hasta su pueblo en el taxi de Tito, quien lo estaría esperando.

Se acomodó en un banco. La formación venía con retraso.

Mientras esperaba le sobrevino una fatiga inexplicable y percibió enrarecido el entorno, como intangible. Lo atribuyó al extenso viaje.    

Respiró profundo. Era una tarde serena y perfumada por el incipiente verano.

El arrullo de los pájaros en la solitaria estación calmó su ánimo. Los recuerdos de su niñez y de la sonrisa de su madre fueron acunándolo en un sosiego nostálgico y dulce.

El roce de un viajero ubicándose a su lado lo devolvió a la realidad.  Consultó la hora; era tardísimo y ni noticias del tren. Pronto anochecería.  

Al costado del andén, una cabina albergaba un teléfono público del siglo pasado que, desde su vigilante reposo, parecía burlarse de su suerte.

“¡Vaya matusalén telefónico!”.

Con el viajero criticaron la informalidad del servicio ferroviario. “Hay que armarse de paciencia”, ironizó Juan.

El otro asintió con la cabeza al tiempo que le alargaba la mano.

—Soy Ángel. Creo que también necesitamos templanza —declaró, sonriendo —. Voy a San Sebastián de Garabandal.

—Yo, Juan. Un gusto. También mi destino es Garabandal —respondió, devolviéndole el gesto, mientras hacía girar una caja de regalo apoyada en sus rodillas.

—Parece un obsequio importante — observó Ángel.

—¿Este paquete? Sí. Contiene dos tazas de consomé; son para mi madre, hoy es su cumpleaños. Espero llegar a tiempo. Aunque… Quizás es demasiado tarde —balbuceó Juan, como para sí.

—¿Por qué dice eso? —indagó el otro.

—Tuvimos una terrible discusión a mis dieciocho años y me largué. Desde entonces… —un sollozo ahogado lo obligó a interrumpirse —desde entonces no he vuelto a hablarle. Ni siquiera sabe que logré recibirme; empecé a estudiar después de aquel desgraciado episodio.

—Pídale perdón, dele un abrazo —sugirió Ángel, conmovido ante la aflicción de aquel hombre que, de pronto, parecía un niño atormentado.

—¡Cómo quisiera volver el tiempo atrás para evitarle aquellas amargas horas por mi causa! —se sinceró Juan—. ¿Por qué me perdonaría?

 —Ya lo habrá hecho.  Estará esperándolo. ¿Recuerda la parábola del hijo pródigo? — lo animó Ángel, palmeándole el hombro con calidez.

La demora del tren se eternizó mientras Juan daba rienda suelta a sus remordimientos hablando del consomé que le preparaba su madre los mediodías; de la confianza que había depositado en él que, sin embargo, la defraudó; del dolor infligido…

Debió quedarse dormido ya que despertó de mañana, solo y sin noticias del tren.

La extraña fatiga había desaparecido, así como el ambiente enrarecido.

Recordó a Tito, el taxista; tenía que hablarle para avisarle del retraso, pero su móvil estaba muerto.

Se sintió perdido en esa estación atemporal.

Su mirada tropezó con el viejo teléfono público. Se preguntó si funcionaría. “De conservar el cableado, podría ser”, se esperanzó.

Introdujo una moneda y discó.

—¿Aló?  —respondió una voz del otro lado.

“Increíble”.

—¿Taxi? ¿Tito? Soy Juan. El tren…

—¿Cómo que taxi Tito? ¡Mi hijo tiene tres años! ¿Quién habla allí? —le interrumpió un hombre, con enfado.

Estupefacto, Juan cortó. Pero el teléfono empezó a llamar.

Decidió ignorarlo.

Se sentó a fin de evaluar los hechos. Tito el taxista, ¿un infante? La insistencia del aparato no lo dejaba pensar. 

Optó por atender.

—Quien seas, ¡deja de llamar! —gritó, alterado.

—Soy Ángel, Juan. Escúchame: vendrá un tren; abórdalo ya que no habrá otro.  En la terminal te esperará un auto para llevarte a Garabandal.

La comunicación se cortó bruscamente dejando a Juan sumido en el desconcierto.

El silbido del tren aproximándose anuló sus cavilaciones.

Subió con alivio. Al rato lo invadió una alegría adolescente.

Reflexionó sobre la propuesta de Fausto; la rechazaría.

Un niño pasó repartiendo estampas del ángel de la guarda; el rostro de la figura le resultó familiar. Se rio de tal disparate.

No veía la hora de abrazar a su madre, de anunciarle que ingresaría a la universidad y, sobre todo, de regalarle las dos tazas para consomé.


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