Por fin, último día de clases.
Adiós a la escuela secundaria.
Juan y Fausto coincidieron en el tren y conversaban
sobre su futuro. Juan estudiaría abogacía. Fausto emprendería un negocio de
inmediatas y jugosas ganancias, según sus palabras.
—¿Quieres sumarte como socio? Solo
aportarías un capital de inicio.
Juan
comentó que su familia nunca le solventaría algo que no fuera el estudio.
—¿Cuál
es ese negocio? —inquirió, con curiosidad.
—Compraventa
de piezas de autos, sin pasar por la aduana —soltó Fausto, guiñando un ojo. Y
bajando la voz, agregó:
—Si
te interesa, considera tomar “prestado” dinero de tu casa; podrás reponerlo
enseguida sin que lo adviertan.
—Me
lo pensaré.
Se
despidió apurado; era el cumpleaños de su madre.
***
Juan,
abogado, treinta y ocho años, llegó a la estación de ferrocarril algo nervioso.
Venía del aeropuerto, debía abordar el tren y, desde la terminal, trasladarse hasta
su pueblo en el taxi de Tito, quien lo estaría esperando.
Se
acomodó en un banco. La formación venía con retraso.
Mientras
esperaba le sobrevino una fatiga inexplicable y percibió enrarecido el entorno,
como intangible. Lo atribuyó al extenso viaje.
Respiró
profundo. Era una tarde serena y perfumada por el incipiente verano.
El
arrullo de los pájaros en la solitaria estación calmó su ánimo. Los recuerdos
de su niñez y de la sonrisa de su madre fueron acunándolo en un sosiego
nostálgico y dulce.
El
roce de un viajero ubicándose a su lado lo devolvió a la realidad. Consultó la hora; era tardísimo y ni noticias
del tren. Pronto anochecería.
Al
costado del andén, una cabina albergaba un teléfono público del siglo pasado
que, desde su vigilante reposo, parecía burlarse de su suerte.
“¡Vaya
matusalén telefónico!”.
Con
el viajero criticaron la informalidad del servicio ferroviario. “Hay que armarse
de paciencia”, ironizó Juan.
El
otro asintió con la cabeza al tiempo que le alargaba la mano.
—Soy
Ángel. Creo que también necesitamos templanza —declaró, sonriendo —. Voy a San
Sebastián de Garabandal.
—Yo,
Juan. Un gusto. También mi destino es Garabandal —respondió, devolviéndole el
gesto, mientras hacía girar una caja de regalo apoyada en sus rodillas.
—Parece
un obsequio importante — observó Ángel.
—¿Este
paquete? Sí. Contiene dos tazas de consomé; son para mi madre, hoy es su cumpleaños.
Espero llegar a tiempo. Aunque… Quizás es demasiado tarde —balbuceó Juan, como
para sí.
—¿Por
qué dice eso? —indagó el otro.
—Tuvimos
una terrible discusión a mis dieciocho años y me largué. Desde entonces… —un
sollozo ahogado lo obligó a interrumpirse —desde entonces no he vuelto a hablarle.
Ni siquiera sabe que logré recibirme; empecé a estudiar después de aquel
desgraciado episodio.
—Pídale
perdón, dele un abrazo —sugirió Ángel, conmovido ante la aflicción de aquel
hombre que, de pronto, parecía un niño atormentado.
—¡Cómo
quisiera volver el tiempo atrás para evitarle aquellas amargas horas por mi
causa! —se sinceró Juan—. ¿Por qué me perdonaría?
—Ya lo habrá hecho. Estará esperándolo. ¿Recuerda la parábola del hijo
pródigo? — lo animó Ángel, palmeándole el hombro con calidez.
La
demora del tren se eternizó mientras Juan daba rienda suelta a sus
remordimientos hablando del consomé que le preparaba su madre los mediodías; de
la confianza que había depositado en él que, sin embargo, la defraudó; del dolor
infligido…
Debió
quedarse dormido ya que despertó de mañana, solo y sin noticias del tren.
La
extraña fatiga había desaparecido, así como el ambiente enrarecido.
Recordó
a Tito, el taxista; tenía que hablarle para avisarle del retraso, pero su móvil
estaba muerto.
Se
sintió perdido en esa estación atemporal.
Su
mirada tropezó con el viejo teléfono público. Se preguntó si funcionaría. “De
conservar el cableado, podría ser”, se esperanzó.
Introdujo
una moneda y discó.
—¿Aló?
—respondió una voz del otro lado.
“Increíble”.
—¿Taxi?
¿Tito? Soy Juan. El tren…
—¿Cómo
que taxi Tito? ¡Mi hijo tiene tres años! ¿Quién habla allí? —le interrumpió un
hombre, con enfado.
Estupefacto,
Juan cortó. Pero el teléfono empezó a llamar.
Decidió
ignorarlo.
Se
sentó a fin de evaluar los hechos. Tito el taxista, ¿un infante? La insistencia
del aparato no lo dejaba pensar.
Optó
por atender.
—Quien
seas, ¡deja de llamar! —gritó, alterado.
—Soy
Ángel, Juan. Escúchame: vendrá un tren; abórdalo ya que no habrá otro. En la terminal te esperará un auto para
llevarte a Garabandal.
La
comunicación se cortó bruscamente dejando a Juan sumido en el desconcierto.
El
silbido del tren aproximándose anuló sus cavilaciones.
Subió
con alivio. Al rato lo invadió una alegría adolescente.
Reflexionó
sobre la propuesta de Fausto; la rechazaría.
Un
niño pasó repartiendo estampas del ángel de la guarda; el rostro de la figura le
resultó familiar. Se rio de tal disparate.
No
veía la hora de abrazar a su madre, de anunciarle que ingresaría a la
universidad y, sobre todo, de regalarle las dos tazas para consomé.
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