Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

jueves, 28 de marzo de 2024

Orfandad

 



Te emboscó la traición

como la niebla apura,

sedienta,

la transparencia de la luz.

 

Y fuiste noche y ofrenda.

De la sombra, un Hombre,

de la piedad, sudor y aliento.

De tu pecho exhausto,

clamor y ausencia.

Y en tu mirada

umbral de eternidad.

 

También aridez,

siembra y semilla

en la corteza de tus manos.

Y en el árbol sometido,

perdón que se derrama

y se recoge.

 

Espléndida desmemoria

en tus pasos que se alejan,

que trillan,

que trituran,

que agotan el madero

del indulto conclusivo.

 

Mientras,

te desnudas en sangre.

 

Tu sangre

que oscurece.

Que es claustro y es luto,

que es llaga y cobijo.

 

Desconsolado de ángeles,

el cielo se desploma.

Hay lágrimas y prisa inútil

en tus altares desiertos

de plegaria y contrición.

 

De rodillas,

 se alejan credos,

esperanza y caridad.

Los ángeles agonizan

en ríos de dolor universal.

 

Quebrantada la tierra,

junto con tus vestidos

se ha rasgado el cielo.

Apenas agua y sangre

llevas por abrigo.

 

Tiembla la noche,

se confunde el día.

 

Miserables,

se lamentan las horas

sumidas en ahogo,

mudanza y soledad.

 

Dios se ha ido.

Arrasado en llanto,

se ha llevado el tiempo.

 

Y te tragan las tinieblas,

como el beso apura,

sediento,

del cáliz, la traición.

 

Olvido de la piedad y la ternura.

Olvido del planeta.

 

Es la hora de la tristeza final.

Largo es el sueño de Getsemaní.



martes, 17 de octubre de 2023

A Linda



Desde que te fuiste - así tan rápido, supongo que por reclamo de tu cielo- sobre la casa ha bajado un silencio inusual. Tus chiches están callados y cabizbajos, de tanto agobio y soledad se  encerraron en un cajón; allí adentro simulan jugar con vos. 

La cortina se ha quedado quieta esperando que pases, atisba el balcón por si te trajera un vuelo de ángeles y su atisbo es eterno. 

La reja, la Enamorada del Muro y las Alegrías buscan consuelo en los Lacitos de Amor. Éstos se estiran, se prodigan en caricias por si acaso pasaras, por las dudas de algún milagro, de esos que se recrean en el corazón. 

Sé que estarás jugando a los bolos en la montaña, aquí nomás. Ya viste lo cerca que está el Cielo, aunque por esas cosas del ropaje humano no lo podamos tocar, tal vez por ausencia de pureza. 

Pero tu recuerdo es otra clase ausencia. Es exceso de presencia que interroga. 

¿Ves? Como tus chiches, como vos, las palabras a veces se sacan la lengua. Mientras, en el piano del alma solo suenan, negras, las teclas.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Dulce noche

  



Un aire dulce abraza la noche,

cautiva a los pastores; los reyes

desarmados son de inicuas leyes;

del cielo la luna es gentil broche.

 

Al Niño mira José, arrobado.

Suave inocencia que se derrama

sobre los caminos donde Dios llama

y recoge en silencio amado.

 

A Belén ángeles risueños bajan.

Desde cuerda de plata desmigajan

ternuras, esperanzas sobrepujan.

 

De María Siembra y Cosechador,

se postran tres sabios ante el Amor

que es todo luz, auxilio y candor.

 


BENDECIDA NAVIDAD A TODOS

jueves, 15 de diciembre de 2022

Radhi, un milagro de Navidad

 

 Radhi no experimentaba miedo. Tampoco coraje.

 Las sensaciones lo habían abandonado hacía tiempo, desplazadas por la saturación del horror en aquel rincón de África.

 Sólo quería terminar. Sus movimientos se sucedían nerviosos, enérgicos, mimetizándose con los ruidos nocturnos. Hasta que un resonar de detonaciones lo puso en alerta.

Durante un instante permaneció inmóvil, aguzando los sentidos.

 Con sigilo viró sobre sí escudriñando las profundidades de la oscuridad… Nada. Las sombras yacían impávidas en la quietud del amanecer inminente.

 Sin embargo, el silencio era tan abrumador que un sudor frío recorrió su cuerpo lastimado. Podía oler la trampa de la muerte más que cualquier otra cosa.

 Tras un momento de vacilación, retomó la acción con furia, desbordado por lágrimas interminables.

 Junto con la última palada de tierra sobre los cuerpos de su madre y de su hermana, asesinadas por los bárbaros, la inmediatez del espanto ya no necesitó confirmación. El fragor inconfundible de las ametralladoras y las camionetas repletas de fanáticos drogados de barbarie, enardecidos bajo el estímulo de estribillos revolucionarios, se aproximaban a paso agigantado.

 Radhi no dudó. El instinto de conservación más precario bastó para que escapara de allí en una marcha frenética, dificultada su visión tanto por lágrimas propias como por la sangre todavía fresca de sus muertas queridas.

 La ciudad, reducida a cenizas y escombros, albergaba hordas de verdugos listos para el exterminio de la etnia condenada, hasta hace poco, vecina y hermana.

 Radhi intentaba poner la mayor distancia entre él y el momento de su propia muerte. Ni por asomo se le ocurría la vida como opción. Aferrado al saco de mirra que su madre llevaba al morir, corrió directo al puerto, como todos. Como si el mar fuera una providencia milagrosa.

 A sus espaldas, la milicia separatista se entretenía saqueando lo poco que quedaba en pie, avanzando cada vez más cerca del puerto, en el que aún se apostaban algunas fuerzas internacionales garantes de la paz, aunque sin autorización para intervenir en la contienda interna.

 Radhi no se detuvo hasta llegar al espigón principal. El tránsito se veía complicado por la tripulación de un buque mercante que, aunque recién atracado, se aprestaba a soltar amarras en un brusco cambio de decisión. Y de rumbo. Nada ilógico, ante la cercanía de la masacre imperante.

 Radhi observó la desesperación en los rostros de los miserables refugiados en las dársenas, el desconcierto y el pánico desatado entre las tropas de la ONU, el caos en los escasos mercados y estimó que estaba ante el principio del fin. Ese bastión ya no era garante de nada. También el espanto de aquella tripulación era patente, mientras intentaba soltar amarras a toda prisa. No se lo pensó dos veces. El también metió los dedos, sumándose a un puñado de marineros que luchaba contra los nudos enganchados en los fierros del malecón. Ese insólito escollo resultó determinante para su suerte. Conocía ese malecón como la palma de sus manos. En un santiamén se colgó debajo del muelle y fueron sus manos precisamente las que, hábiles, liberaron de ataduras a la embarcación urgida por abandonar cuanto antes aquel infierno ajeno.

Quien parecía el capitán, un hombre rudo y dueño de una mirada intimidante, clavó sus ojos en la amarra redimida, para luego fijarlos en Radhi. No le resultó difícil adivinar las intenciones de ese adolescente que apenas se tenía en pie. Sin decir palabra lo empujó a cubierta. De inmediato, al grito de “a la mar”, zarpó el buque a toda máquina, dejando atrás aquella tierra de infamias.

 Radhi siguió al hombre por instinto, sin apartarse de él ni un solo minuto.

 Un poco de ron sobre sus heridas y otro poco en su garganta, una cucheta en la cabina más recóndita, comida diaria y nada de preguntas a cambio del aseo de cocina, baños y pasarelas a discreción del capitán, le supieron a gloria. Sólo le fue retenido el saco con mirra, que le sería devuelto al dejar la nave. Radhi no protestó. Bien sabía que volvería a sus manos oportunamente. No obstante, luego de cuarenta días con sus noches, estaba irreconocible debido a las infecciones de heridas que, pese a los cuidados recibidos, no habían cicatrizado.

 Es así que al arribar al puerto de destino, la nave depositó retazos de sus dieciocho años junto a su único equipaje –el saco de mirra- en una tierra extranjera. Pero que, a juzgar por las apacibles idas y venidas de los barcos y la disposición de las gentes, olía a paz. A rutina diaria.

 ¡Ah, qué tesoro, la rutina diaria! Aún la ajena, la extranjera, la incomprensible. Era una bendición. Y si lo esperable sucedía en libertad, era sinónimo de felicidad. De vida. Para él, así era. Ya había abandonado la idea de que nada podía ser peor que lo vivido. Siempre podría sobrevenir algo peor. Por eso valoró el ajetreo indiferente de ese puerto desconocido, en el que su anonimato le proporcionó un improvisado y bienvenido cobijo.

 Lo primero que hizo fue ocuparse de sus heridas rebeldes empapándolas con mirra. Al poco tiempo cicatrizaron sin problema.

 La providencia se inclinó a su favor. Siendo su lengua de origen el francés, quedó excluido de los esfuerzos que alcanzaban a otros polizones y mendigos que rondaban el puerto de Buenos Aires. La sensación de una educación superior que trasmitía con sus gestos, palabras y actitudes, le abrieron enseguida caminos de aceptación.

 Muy pronto se ubicó en la taberna portuaria propiedad de un matrimonio conformado por un ex marino francés, Joseph, y Marie, una bordadora de seda a tiempo parcial. Allí recibiría cama, comida y una paga justa por asear el lugar y atender a la clientela.

 Joseph y Marie ocupaban casi todo su tiempo libre en buscar una solución médica para su único hijo de casi un año –Emanuel- que padecía de sordomudez congénita. No se resignaban al futuro de silencio que aguardaba al niño y pasaban visitando especialistas en procura de un milagro para Emanuel. Así que Radhi sería de gran ayuda para ellos.

 Aunque el joven ingresó a sus vidas bajo el sufrido perfil de los desplazados, Joseph advirtió enseguida los curiosos efectos que producía en cualquier ambiente la presencia del muchacho. Clientes y proveedores expresaban lo bien que se sentían cuando eran atendidos por Radhi. Otro detalle llamó asimismo su atención. En la primera jornada de trabajo, Radhi sufrió una quemadura bastante fea en la muñeca izquierda. Sin embargo, al día siguiente la herida ya era una cicatriz en vías de desaparición.

 La inmediatez de la Nochebuena interrumpió sus elucubraciones. Las tareas se duplicaron con los preparativos de la cena especial que se ofrecería a los concurrentes, casi todos nostálgicos marinos de paso, alejados de sus tierras de origen.

 Un problema aparte lo trajo la iluminación del pesebre dispuesto en la esquina del comedor que daba a la terraza. Las luces navideñas, todas de alegres tonalidades, iluminaban los personajes del Belén, generando una muy adecuada ambientación. Pero la lamparilla mayor que debía coronar el ángel de la Paz, no encendía. A Marie se le dio por girarla, consiguiendo que se apagara el resto de las luces. Riendo, Joseph reparó el fallo, comentando que tampoco era tan importante la lámpara para el ángel.

 Ya en la tarde del 24 de diciembre, se le confió a Radhi el cuidado del pequeño Emanuel, dado que sus padres debían disponer lo necesario para el menú de la noche.

 Joseph y Marie no dejaron detalle librado al azar y la comida salió perfecta.

 Pese a ello, el festejo culminó en un grotesco emporio de la loza y de comensales beodos dirigiéndose unos a otros los más variados adjetivos; totalmente alejados de los sentimientos que debieran de imperar en tan magna noche. Finalmente, cada cual marchó a su cueva con el alma manchada, aunque con la esperanza intacta. No se comprende. Pero así sucedió ese 24 de diciembre. Aunque Joseph aseguraba, bastante molesto que, si Radhi se hubiera encargado del servicio, otras habrían sido las consecuencias. Este, sin embargo, debió cuidar de Emanuel.

 Una vez dormido el niño y ya entrada la madrugada del 25, Radhi quedó a cargo de lavar la loza y adecentar el recinto. Para cuando acabó con la faena, un silencio pacífico y reparador cayó sobre la casa como un liviano y piadoso manto de perdón.

 Radhi suspiró. Se quitó despacio el delantal mientras recorría el lugar con la mirada. Advirtió con sorpresa que la lamparilla fallada, la que coronaba el ángel de la Paz, esparcía ahora, impávida y risueña, una serena luz azul sobre el pesebre.

 Encogiéndose de hombros ante el misterio, salió a la terraza y se enfrascó en la bóveda celeste, recordando a su madre y a su hermana en las Nochebuenas en familia, cuando todavía creía en la bondad del mundo. Ese mismo que de un zarpazo traicionero le había quitado lo que más quería, anulando sus polos y entregándolo –con la sumisión de los muertos- al primer barco que se le cruzó, sin distinción de banderas.

Ensimismado en tales reflexiones, Radhi no advirtió la presencia de Emanuel que se había acercado gateando, colgándosele de la pierna. Ahora le dirigía una mirada tan suplicante y elocuente en su mutismo, que el corazón del joven se comprimió de dolor al pensar en el silencio cruel que, en su sordomudez, recaía sobre esa criatura inocente. Inquieto ante la insistente mirada del niño, acarició con ternura sus mejillas rosadas disponiéndose a devolverlo a la cuna, pero la gravedad y firmeza de esos ojos infantiles anclados en los suyos lo descolocaron por completo. Pensativo, lo observó a su vez. Predominaba en él la certidumbre de que ese momento era el efecto de un evento mayor.  

 Mientras Radhi trataba de componer sus ideas, Emanuel se había hecho del saco de mirra y lo manipulaba con interés. El joven se lo quitó con la excusa –mediante gestos- de abrirlo; cosa que efectivamente hizo, extrayendo un puñado de mirra. Luego, sujetando con suavidad la carita del niño, aplicó el polvo rojizo en los oídos y labios infantiles, al tiempo que oraba al Dios recién nacido.

 Emanuel quedó dormido con placidez. Su manito aferraba el saco del especial polvo, sin que Radhi atinara a entender en qué momento se lo había agenciado. Sonrió ladeando la cabeza y arropó al niño junto al pesebre, dispuesto a continuar sus interrumpidas cavilaciones.

 Pero entonces se percató de la potencia de la luz. Frunció el ceño confundido. Más la confusión mudó hacia el asombro cuando la lamparilla del ángel que presidía el Nacimiento lo encandiló, convertida en una brillante luz índigo que, habiendo ganado intensidad, se asemejaba a una estrella.

 (Un lucero semejante guiaba a tres magos hacia el Niño de Belén).

 Por asociación mecánica de ideas escrutó el firmamento en busca de alguna respuesta. Pero un fuerte e inusual viento lo sorprendió, envolviéndolo de pies a cabeza, mientras era acunado por dulcísimos coros que entonaban himnos de alabanza.


En el día de su cumpleaños número uno, Emanuel amaneció dormido junto al pesebre, tal como lo había dejado Radhi. Marie se alarmó al hallar a su hijo fuera de la cuna y lo sacudió levemente. El niño despertó y su mano se abrió soltando el saco de mirra. Al ver el rostro preocupado de Marie, sonrió pícaramente. 

Una vocecita infantil salió por primera vez de su garganta:

 — Mama, ¿ete bebé e el nene? —preguntó con la claridad esperable, mientras señalaba al Niño Jesús de cerámica que yacía en el pesebre.

 Marie lo miró estupefacta.

— Mama, ¿ete bebé e el nene?

 Marie no atinaba a articular palabra. Emanuel en tanto, repetía la pregunta una y otra vez, atento a una respuesta que tardaba en llegar.

 Marie, inundada en lágrimas, ahora sonreía como una enajenada. Finalmente reaccionó.

— Sí, mi amor. ¡No! Espera… ¡Sí, sí! Ese bebe es el nene —decidió, balbuceante y feliz, mientras abrazaba a su hijo loca de alegría.

— ¡Joseph, ven! ¡Ha sucedido un milagro! 

 ***


 En tierras de Belén, el carpintero y su mujer estaban cansados de peregrinar en busca de un alojamiento complicado a causa del desplazamiento constante de gentes, con motivo del decreto de César Augusto “para que toda tierra habitada se registrase”. Un pastor, advertido de que la mujer estaba encinta en grado avanzado, cedió el pesebre de sus animales a la pareja de caminantes. Y allí se instalaron.

 Muy cerca, unos reyes astrónomos seguían el rumbo trazado por una estrella de extraordinario brillo, escoltada por un ángel.

 Aunque algunos aseguraban que en realidad la alineación de Júpiter con Saturno era la que dotaba al fenómeno cósmico de tan particular resplandor, lo que daba pie a discusiones sin fin entre los parroquianos de las tabernas.

 Pero los reyes estaban seguros. Venían siguiendo la estrella desde Oriente y conocían su significado: Júpiter, la estrella del príncipe del mundo y Saturno -la estrella de Palestina- se encontraban en la constelación de Piscis, evidencia del final de los tiempos. Y esta señal era de una única lectura. El Salvador, el Señor del final de los tiempos, nacería este año en Palestina *. Persuadidos de lo extraordinario de ese suceso irrepetible, los sabios se dirigían a adorarlo.

 El trayecto, sin embargo, fue largo y agotador.

 De los tres extranjeros, el más sufrido era el que provenía de África. Baltasar verdaderamente acusaba un cansancio extremo. Aún así, se aseguraba a cada instante que la caja de mirra a ofrendar se encontrara a buen recaudo.

 Baltasar afirmaría, tiempo después, que el viaje había sido muy fatigoso para él; tanto, que albergaba la alocada idea de que, tras adorar al pequeño Jesús, ante una orden de Éste, un ángel lo había transportado a otras dimensiones.

 Los pobladores de los altos en el trayecto, cuando escuchaban tal explicación de boca de Baltasar, se miraban entre sí con inteligencia. “Nunca nos reímos tanto, como de esta historia”, fue por un tiempo el comentario jocoso más popular.

 

***

 

Marie y Joseph no saben cómo hacer callar a Emanuel… Tampoco les interesa en verdad.

  Radhi nunca más apareció, pero por esas insondables motivaciones que sólo el corazón conoce, la pareja no se extrañó. Ni siquiera lo buscaron, adivinando que no lo hallarían en ningún momento de este tiempo.

Ambos están persuadidos que Radhi tuvo que ver con la curación milagrosa de su hijo. Y se sienten agradecidos. Saben que es mejor callar ciertos milagros. A veces utilizan un poco de mirra que toman del saco, en casos de heridas graves. Y por inadmisible que parezca, su cantidad no disminuye.

Por eso tampoco se preguntan a qué se debe que cada año, al colocar la luz del ángel de la Paz que preside el Belén, esta despide una intensa luminosidad índigo sobre Aquel que tiene el nombre sobre todo nombre.

El saco de mirra reposa en el mismo lugar donde lo dejara la mano abierta de Emanuel, junto a un pesebre que no volvió a desarmarse, en reconocimiento a Quien derramó sus bendiciones sobre su pequeño, a través de Radhi.

 Porque, aunque perfumada, la mirra tiene forma de lágrima y es de color rojizo. Como la sangre.

 Y, porque mientras tales señales persistan, ellos intuyen que Radhi se encuentra cerca. Aunque bajo otra clase de luz.

*

sábado, 5 de noviembre de 2022

Eclipse de luna

 

El tiempo, manso y diligente, conduce un eclipse de luna en esta noche del extremo sur apenas turbada por el canto de grillos y chicharras, anunciando más calor todavía.

Como una bailarina que despliega su abanico, la luna llena ensombrece con gracia. En suave recogimiento formula su plegaria adentro de una capilla donde pintores invisibles libran batallas en la oscuridad. Ella es ahora frágil penitente del firmamento violáceo en retirada ante un ejército de azules. 

Todo se detiene por un momento bajo los párpados de Dios.

Sopla un viento atrevido que arranca susurros a los pinos, hace graznar a los patos y deshoja secretos en los ventanales.

Al rato, la esposa del sol se descubre poco a poco. Reaparece con estola de plata y se dona entera, grávida y redonda. Huyen las sombras. 

Los sapos enloquecen de ternura y saltan hacia el reflejo lunar en la laguna. 

Mientras, ella reanuda, pálida y virginal, su eterno viaje, destinada a ser faro, puerto y despedida.

sábado, 2 de abril de 2022

Mi tío

 

Mi tí­o es un sujeto querible, medio sordo y obstinado en escucharse solo a sí mismo.

 

Años atrás solía desplazarse a bordo de un torino azul; una aeronave en toda la regla, según su concepto. Y aunque el resto del mundo cometía el sacrilegio de verlo como un auto, para mi tío era un avión y lo conducí­a como tal. Cruzaba las calles cual bólido azul, dejando atrás una airada y unánime retahí­la de gestos obscenos e insultos, algunos incluso en otros idiomas. Dado que su sordera le impedí­a atender tales expresiones, él sonreí­a desde la ventanilla, indiferente a la estela que la entretela de su paso dejaba en el camino.

 

A su estable sordera, harto debatible según algunos damnificados, cabe añadir el beneficio accesorio de un optimismo infundado, delirante, propio de quien jamás atendió (ni atenderá) una opinión que lo contradiga. Ni que lo diga. Por lo tanto, circula por esta vida a bordo de un jet de cuatro ruedas, satisfecho y feliz, con el ego en alto y una generosidad limítrofe con la prodigalidad lisa y llana.

 

El pasaporte a tan disputable aproximación al laissez faire, laissez passer, lo consiguió, como suelen darse los radicales giros de timón en la vida, de un modo accidental: en una aciaga oportunidad en la que se entregaba a la práctica de paracaidismo, los artefactos encargados de parar su caída se negaron a cumplir su función sin aviso previo.

 

Mi tí­o relata que ante la gravedad de la situación y lo cerca que se vio de la superficie terrestre -y abajo de ella, en breve-, atinó a acomodar su cuerpo para caer de pie, calculando que, si bien podría quebrarse algunos huesos, con suerte y viento a favor, sobreviviría.

 

Sobrevivió.

 

Fue tapa en todos los diarios del lugar. Sus huesos se quebraron por mayoría absoluta, pero ninguno con consecuencias espantosas. Simplemente, estuvo un año internado en el hospital.

 

Algunos lenguaraces descomedidos comentaban que las enfermeras se negaban a atenderlo ya que, transcurrida la primera semana de internación, cayó en la ingrata costumbre de declarárseles con coloridos versos, siempre los mismos. Cómo lógica consecuencia, solo ingresaba a su habitación un fornido enfermero encargado de recoger debajo de su cama los cadáveres de botellas de vino que, en cantidad sorprendente reposaban vací­as de vida, una vez que se retiraban las visitas de sus compañeros de armas.


Para cuando le dieron el alta, la única enfermera que se prestó a sus propuestas presenció como partí­a con su sonrisa tipo James Bond, ajeno a las expectativas románticas que desató en ella. El enfermero, conmovido, le regaló una botella de vino.

 

Fueron tantas las soldaduras que cosecharon sus huesos que la Aeronáutica lo pasó a retiro.

 

Así­, mediante el sencillo trámite de haber sobrevivido a un paracaídas que se negó a parar la caída, no le quedó más opción que dedicarse a la dolce vitta. En este derrotero, a sus cuarenta años, soltero, dueño de una estampa que cortaba la respiración de las damas y no tanto, exhibida desde su metro ochenta y cinco, no dejó andanza ni andadura sin degustar.


Lo primero que hizo fue alquilarse un mono ambiente en el bajo de la ciudad, muy cerca del puerto, en un barrio donde abundaban los piringundines bizarros, bares concurridos por intelectuales trasnochados, whiskerí­as que aglutinaban marineros y trabajadoras de la noche, con más algunos pubs en los que se congregaban apasionados detractores polí­ticos de izquierda y de derecha repartidos según el recinto, el día, la hora y el informe meteorológico.

 

Tal como él veía las cosas, sostení­a -y sostiene aún, a sus ochenta y tantos años- que volvió a nacer. En consecuencia, ajustó su comportamiento a dicha norma.

 

En la mañana se ejercitaba, por necesidad y por mandato del traumatólogo, en la rehabilitación de su sistema óseo. A eso de las once se dirigí­a al sauna, donde componí­a el paí­s con colegas de armas. Ya tipo doce del mediodí­a, un aperitivo en el comedor del club le permití­a hacer sociales incluso con los mozos, que se desarmaban en atenciones, conocedores de las generosas propinas que incluí­a su sordera.

 

Aunque algunas malas lenguas dicen que sólo escuchaba lo que le convení­a, según el tema. Cuando la cosa pintaba negra y se le venían reproches, la sordera se le agudizaba en grado relevante al punto que daba media vuelta y se iba sin más trámites y meneando la cabeza en un gesto de abatimiento e incomprensión, dejando a los indignados de turno vociferando a sus espaldas barbaridades inmerecidas para un caballero como él, en súbita e indolente retirada.

 

Luego del almuerzo regado por un vino blanco liviano, caminaba hasta su departamento en busca de la siesta reparadora.

 

Pasadas las seis de la tarde ya pensaba mejor y daba inicio a los preparativos para sus misiones de vuelo nocturno: una afeitada impecable, camisa blanca inmaculada, corbata de seda italiana en tonos sobrios, ambo de corte italiano también, gris o azul, y zapatos lustradísimos, a la última moda. Completaba su atuendo un toque de colonia inglesa y otro de gomina, cuidando el efecto Bond en el renegrido jopo que caía sobre su frente.

 

Luego de una cena en el club y la sobremesa con amigotes en la que decidí­an el orden de la noche, migraban rumbo a los pubs de los alrededores, en una recorrida que podrí­a denominarse Nocturno Express.

 

El problema lo constituía el último bar de la expedición: invariablemente resultaba visitado por mi tí­o en soledad, dado que en cada parada anterior los acompañantes se habí­an ido perdiendo uno a uno, algunos en la bruma del sueño, otros en la del alcohol, y otros, más suertudos, en algunos brazos acogedores.

 

Pero él tení­a una resistencia increí­ble a las bebidas espirituosas, ganada en sus meses de internación. De lo que no se libraba era de los efectos miorrelajantes que le producía la acumulación de whisky a cierta altura de la noche: se le soltaba la lengua. Es así­ que casi siempre hací­a pie en el lugar equivocado, a la hora errada y en el momento injusto.


Complacido y sonriente se acodaba en la barra del bar de turno a esperar el final de la noche con el último whisky por toda compañí­a, entregándose a la conversación más próxima sin que lo llamaran. Y sin advertir los inequí­vocos signos de sus contertulios. Que eran ideológicamente opuestos. Tampoco sobrios, aunque sí más que él.

 

Palabra va, palabra viene, mi tí­o acababa vociferando sus ideas en peligrosa minoría, logrando sin esfuerzo una tensa concentración de miradas turbias y efervescentes de más de media docena de iracundos listos para tirársele encima. Rápido de reflejos y sin abandonar su inefable sonrisa naif, enseguida oponía la defensa de su sordera que, a veces, resultaba. Otras, lo agarraban entre todos y lo sentaban en la puerta de calle, mientras el dueño del lugar telefoneaba a la policí­a dando cuenta de los disturbios causados por un borracho.

 

Los guardianes del orden acudí­an encantados y prestos a la convocatoria, conocedores del teatro cotidiano que seguía: recriminándole el comportamiento indigno de un hombre de su presencia, lo levantaban como podí­an y lo arrastraban hasta dejarlo sentado en el cordón de la vereda. Ante el contacto con el exterior mi tí­o recuperaba momentáneamente la lucidez y exhibía su credencial de rango. Funcionaba automáticamente: en un contundente cambio de actitud, los agentes se le cuadraban y lo transportaban en el móvil policial hacia su bulín. Una vez adentro, y luego de embolsar la generosa propina preparada en la mesa de luz, ensayaban la venia de despido y partían.

 

Con el transcurso del tiempo llegaron a acostarlo y arroparlo y, aunque no me consta, se comenta que en más de una ocasión le dejaron preparado el termo con café y le cantaron el arrorró.

 

Hacia el mediodí­a siguiente, su jornada recomenzaba sin variantes.

 

Es que a mi tío, si hay que reconocerle algún hábito, es el apego indeclinable a su rutina. Y él jamás traicionó ese mandato.

 

lunes, 29 de noviembre de 2021

Plegaria de un ángel

 

Érase la melodía original

el secreto mejor guardado.

Aliento del cielo,

intervalo de sombras,

curiosidad de ángeles,

dulce partitura dormida

en los bolsillos de Dios.

 

En confuso plenilunio

y a contraluz del alba,

entre pesadillas de plomo

y flores de sangre,

remonta la prisa un ángel desconsolado.

 

Ruega a la brisa, implora al oriente

que las ráfagas no sean de muerte,

que la noche no se apresure,

que no lloviznen lágrimas,

que la tristeza no amanezca,

que acometan preces,

y que, por una vez,

Dios toque el piano

a la hora que, en el cielo,

en la tierra y en los abismos

toda rodilla se dobla.

 

El ángel cree, espera y confía.

 

Súplica esparcida al mar,

clamor del fuego y del hielo,

silencio de milagros,

desconciertos de esperanza,

perdón y consuelo.

 

El mundo se ha vuelto hostil.

 

El piano envejece.

 

Lacrimosas teclas

sueltan penas al viento

que de tanto gemir,

se ha vuelto plegaria.

 

De incienso y de mirra

 el ángel se viste.

 

El piano cree, espera y confía.

 

Un bolsillo se abre en el cielo.

Tierna llovizna,

sagrado prodigio,

concierto inefable

en clave de soles,

delicia y renuevo.

 

El piano resplandece

y es viña perfumada

en los dedos de Dios.

 

El ángel de la Paz derrama su gracia.

 

De rodillas,

la creación enmudece.


viernes, 26 de noviembre de 2021

Oración

 


Hay cosas en la vida que terminan. Hay libros que se cierran, puertas que se clausuran, ojos que no se abren más, momentos que no vuelven.

 Tal vez, Señor, esta historia increíble sea otra campana que dobla por su fin.

 Tal vez este dolor, toda esta desesperación por querer dar vida a lo que ya se echó a perder, no sea más que el gesto simple que acompaña a las cosas que se acaban. Como hojear el libro concluido antes de guardarlo, dar una última mirada a la habitación que se abandona, cerrar con nuestros dedos (y nos parece el más dulce de los gestos) los ojos queridos, o recordar con nostalgia los tiempos que se fueron.

 Ah, Dios, qué dura, qué inflexible, ¡qué locura es la vida! ¡Qué brutales los dolores que a veces nos desgarran, qué de sorpresa que nos toman! Siempre, siempre, Señor, llegan en momentos de intensa paz, cuando todo tormento nos parece ajeno y remoto; cuando bajo el sol del mediodía la noche y su cohorte de estrellas se nos antojan una lejana y olvidada bruma…  Pero llega igual contra todo lo que a nosotros nos parezca.

 Llega, Dios.

 Siempre.

 En todas las vidas.

 Nos atrapa dulcemente con su cálido tapiz nocturno, nos acaricia con dedos de seda -pero oscuros- el corazón y lo prepara suavemente para el terreno de su hipocresía, en el que las formas pierden su contorno.

 Y aún así, sabiéndolo nosotros, ¡sí que nos encierra! Sus remotas estrellas, cerca de pronto, nos queman, Señor. Y juegan con nuestro ingenuo sentido de las cosas. Ha ganado el acecho y nos sumerge en su mundo de sombras, de tormentos velados, de sueños rotos.

 Cuando el dolor nos destroza por fin -somos tan débiles-, cuando ya se instaló en nosotros, nuestro equilibrio interior desborda bárbaramente, Dios. La locura de comprender que aquello que amamos se nos escapa entre los dedos es más fuerte que nada y nos lanzamos, atribulados, a la incertidumbre de la desesperación.

 En esos momentos, ¡qué total, qué cosmopolita nos parece la noche de nuestros sufrimientos!

 Ah, Dios, ¡qué terrible es hablarte de todo esto!

 Otra noche que, a pesar de todo, termina, Señor. Y aunque aguardo la luz de la mañana con su paz, comprendo que es preciso pasar por el alba.

 Pero es dura el alba. Porque si bien desplaza a la noche, ésta se lleva consigo sus sombras, a veces las cadenas que más amamos.

 Y fíjate, Dios, qué paradoja esto del sufrimiento. A pesar de lastimarnos en carne viva, de herirnos develando profundidades que teníamos sometidas al silencio de las apariencias, ¡qué lecciones de humildad solemos recibir!

¡Cómo madura nuestro espíritu! Nos acostumbramos, luego de rebelarnos y elevarte nuestras protestas airadas, a conformarnos con menos, a meditar cada cosa en nuestro corazón, a pretender que los demás sólo reciban nuestro puñado de ternura.

Y entendemos muy despacio que podemos volver a empezar.

Mansos, nos entregamos de nuevo a la vida que no ha dejado de suceder. Descubrimos con estupor que todas las cosas siguen ocupando su lugar, que lo nuestro apenas fue un detalle más.

Aprendemos entonces a sonreír de nuevo, a comprender, a edificar sin mucho ruido, a respetar otros dolores, a mudar irritación por compasión.

Nos recomponemos poco a poco en una alegría más serena.

Pero más que nada, Señor, ¡cuántos tesoros se nos revelan en la paciencia! ¡Qué verdaderos son nuestros deseos de ser un instrumento de tu paz! ¡Qué inagotable nuestra necesidad de amar!

El alba se ha sumergido en el horizonte breve del Tabor llevándose nuestros harapos de intolerancia, soberbia y ausencia de perdón. Desnudos frente a Ti, que solo llevas agua y sangre por abrigo, habremos transfigurado, con suerte, en la fortuna de obtener y brindar misericordia.

 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Esperanza


Junto al amanecer original

un tesoro de especial riqueza,

de los ángeles celestial certeza,

oculto fue en ánfora virginal.

 

El vértigo del mundo lo reclama,

del orbe reyes poseerlo fingen,

los duros de corazón no transigen.

Un niño espera, cree y ama.

 

Mas dicho tesoro no se escancia

sino en umbrales de inocencia,

infecunda resulta la malicia.

 

Consumida la tierra en venganza,

se apiadó un ángel; sin tardanza,

del ánfora ofrendó Esperanza.