El arbitrario camino a la playa de Sepultura hace siglos
que navega arrastrando el continente sin reconocer puertos de cordura.
Interrumpen el cónclave mariposas trasparentes o completamente azules empeñadas en desandar una y otra vez el andén aéreo, surcado por andariveles envueltos en jade y por cañas jadeantes de caireles azucarados.
El camino a Sepultura estira sus dedos membranosos al cielo y con uñas de roja flor araña el corazón del atardecer ronroneante y dulzón, atrapado en las redes que tiende una botella grávida de anochecer. Esa que vierte lágrimas de ron sobre el tapete del horizonte, que a veces se da vuelta y, colocándose un collar de perlas, practica ballet a la luz de la luna. Al contacto de sus pies de plata ¡la fría piedra reverbera!
Luego desciende por desvaríos de agua hacia un depósito de madreperlas custodiado por un esclavo y un buzo entregados a un litigio que lleva siglos ausente de resolución. Ambos se pierden y se encuentran una y otra vez, examinando sus venturas y desventuras en confines acuáticos, bajo la arena póstuma de cuarzo y estrellas, acosados por bailarinas desvencijadas de aletas y amantes de mirada amatista, todas extranjeras.
El camino a Sepultura confunde y remite a error induciendo al arrepentimiento y al regreso por las dudas, por temor y por certeza. Y porque está sellado justo en el acceso, donde la única urgencia es que se nace un poco cada día.
Los incautos que ingresan, se comenta, quedan atrapados en una suerte de encanto del que no pueden sustraerse. Forzados a volver, o a tener noches de sueños recurrentes.
Aunque no se puede vivir volviendo.
Porque los efectos del vino que escancian sus escalones resinosos son de absolución irreversible. Y porque los cántaros donde se guarda reposan encadenados al cuello de una tortuga que navega hace siglos y que nadie ha logrado ver.
Tal vez debido a que, al igual que su Autor, está demasiado expuesta.