Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)
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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Ángelus





Es la hora del Ángelus.

           Y pienso si también es la hora de los milagros.  

Salgo al patio escapando de tales pensamientos. Paso delante del ángel que custodia el acceso; tiene un mensaje, pero no me detengo. 

Me paseo por las lajas verdinegras salpicadas de luz, desando los caminos de improvisados asteriscos vegetales... Y pienso.

Volteo hacia el alcanfor, poderoso señor cuya estafa ha prescrito por la fuerza de los años, a quien agradezco que me permita vivir con él. Me desvío luego hacia las flores —esas tramposas—, siempre amenazando con la toma de la casa. "Debo reforzar mi defensa contra las flores", considero, mientras las atrevidas ríen con descaro, alineadas bajo las alas del ángel.

Apenas sonrío, regida por el sombrío eje de un equilibrio en fuga.  Y desespero.

Vuelvo la mirada hacia la enamorada del muro. Ella es vivo testimonio de que no hay nada más obstinado que el amor. Se ha trepado por el paredón, lo rodea sin ahogarlo e incluso seca sus lágrimas cuando la lluvia arremete contra la impávida piedra, cómoda amante de una planta que sólo sabe de abrazos.

Me tumbo en la hamaca de red y evalúo el enfrentamiento que me proponen las flores. Ni por broma tengo oportunidad. El jazmín del aire se precipita en lluvia de azahares, la corola de novia oscila, eximida de amores y los pensamientos claudican ante el crepúsculo incipiente.

Necesito alejarme de la hamaca. No confío en sus vaivenes, se me antojan infernales. Lúdicos, pero infernales. 

En tanto, se ha presentado la estrella vespertina. 

Giro, descolorida, hacia el sauce y saturo mis ojos con lágrimas de clorofila y sangre; lágrimas especiales para ángeles en crisis, prestadas de confesionarios barrocos y de altares abandonados: son lágrimas vencidas. Sin embargo me urge retenerlas. Porque hay más tesoros ocultos en este sauce que llora maderos de cruces, que en los silencios que habitan las páginas de la inocencia.

Y recuerdo. 

Te vi amanecer. Eras alba y nube. Eras niña. Eras almohadita de caramelo y sendero de lunas multiplicadas por el antojo de tu risa, por el encanto de tus ojos verdes como el mirto salvaje (¡ah, eras agua de ángel!) y por tus mejillas rosadas como el vino griego que promete y desespera. Y hoy, que estás desamparada en el espanto del ayer, yo soy un inútil caudal de pétalos marchitos que llora su fracaso. ¿Qué cosas se me escaparon? ¿Qué fue lo que no vi? ¿Qué no sentí, qué no percibí en todos estos años? Si perdí tantas batallas contra las flores, ¿Qué puedo esperar de nuestro mutuo, doloroso enfrentamiento?

¿Fue en el infierno o fue en invierno? Descorro el velo de un tiempo adulterado y me asalta la traición de un descorazonador sigiloso, portador de miserias ancestrales, de las que se sirvió para eclipsar tu alma. ¿Cómo se supone que re ordene el cosmos de mi costado izquierdo, con las alas rotas y contigo reformulada en planeta errante?

Trato de ajustar mis coordenadas temporales y espaciales en medio de una súbita, pretérita tempestad de flores rojas. Un copioso reguero de pétalos se escurre por mis pies vaciándome el cuerpo, dejándolo expugnable, dolorido de flores.  Dolorido de Dios. 

De pronto estoy de duelo. De duelo rojo. 

Yo creí saber por lo menos, lo justo y necesario. Pero me encuentro aquí, cruzada en un debate con las flores — ¡mis flores del mal! —, mientras descubro con estupor que, ni justa ni necesaria, la venda de la ignorancia se dejó caer en mis ojos. Mi mirada se fue acostumbrando a las tinieblas. 

Están llamando al Ángelus y pienso si será la hora de las revelaciones.

Es tarde y estoy mortalmente cansada. Quisiera acostarme en un intervalo de silencio infinito dejando atrás toda discusión semántica acerca de la finitud de los intervalos. Pero estoy atrapada en claustros repudiados. Cuelgo involuntaria del trapecio del pasado y, menguante e ingrávida, me desplomo en una vía de dolor. 

(Un cortejo extraño, plagado de maldad,  se apresta a consumar un sacrificio de Cruz).  

Tal vez deba entender que ya no estoy en el mundo de los vivos. Tampoco en el de los muertos. Es posible que exista otro espacio en el que el alma es cazada por infortunios inmundos, mercenarios, perversos. Especulo con encontrar allí a tu descorazonador. 

 Los velos del pasado se agitan y se agigantan desvelados, más no develados. 

 Están llamando al Ángelus. Y al igual que el sauce, lloro.

En medio del follaje de lágrimas contemplo impotente cómo te alejas, cómo desapareces en la oscuridad del horizonte. 

De pronto una fuerza poderosa tira de mis hombros hacia atrás. Trastabillo y caigo hasta quedar de rodillas bajo un cielo oscurecido de ira. 

Aquel cortejo inicuo consuma el sacrificio de un Hombre que, desde la Cruz,  regala su perdón a todos. Me apresuro a recoger ese perdón. El descorazonador, visible por fin, no lo tolera y se aleja, descompuesto en un torbellino infame.

(Me acomodo en la esperanza).

Advierto con sorpresa que, en el infierno o en invierno, la hora de la oración ha estado presente todo el tiempo, desvelada. Aunque ahora, develada, te devuelve la inocencia.

— Ella debe conocer el amor de Dios—, anunció el ángel, mientras cosía con hilos de olvido sus alas quebradas.

        Súbitamente, se me revoca la excelencia. Me reanudo vulnerable, errante, errónea. 

— Dime, niña mía, ¿Dónde estaba yo por aquel entonces?

— Allí mismo, a escasos metros. Pero me dabas la espalda—, reprochaste entre llantos, igual que el sauce, aunque con lágrimas propias.

— ¡No a ti, sino al descorazonador!—, alcanzó a exclamar el ángel, antes de transformarse en luz; en una regia escultura traslúcida que, sonriente y alada, levantó vuelo hasta perderse en el azul de una aurora incorruptible. 

Es la hora del Ángelus. 

Sopla un viento suave quién sabe de dónde y naces por segunda vez. 

Tu risa te ha sido devuelta.

Es la hora del Ángelus. Están llamando al olvido y al perdón.

Y pienso que, por gracia de la Anunciación, es también la hora de los milagros. 



martes, 17 de octubre de 2023

A Linda



Desde que te fuiste - así tan rápido, supongo que por reclamo de tu cielo- sobre la casa ha bajado un silencio inusual. Tus chiches están callados y cabizbajos, de tanto agobio y soledad se  encerraron en un cajón; allí adentro simulan jugar con vos. 

La cortina se ha quedado quieta esperando que pases, atisba el balcón por si te trajera un vuelo de ángeles y su atisbo es eterno. 

La reja, la Enamorada del Muro y las Alegrías buscan consuelo en los Lacitos de Amor. Éstos se estiran, se prodigan en caricias por si acaso pasaras, por las dudas de algún milagro, de esos que se recrean en el corazón. 

Sé que estarás jugando a los bolos en la montaña, aquí nomás. Ya viste lo cerca que está el Cielo, aunque por esas cosas del ropaje humano no lo podamos tocar, tal vez por ausencia de pureza. 

Pero tu recuerdo es otra clase ausencia. Es exceso de presencia que interroga. 

¿Ves? Como tus chiches, como vos, las palabras a veces se sacan la lengua. Mientras, en el piano del alma solo suenan, negras, las teclas.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Eclipse de luna

 

El tiempo, manso y diligente, conduce un eclipse de luna en esta noche del extremo sur turbada por el canto de grillos y chicharras.

Como una bailarina que despliega su abanico, la luna llena ensombrece con gracia. Con suave recogimiento formula su plegaria en el interior de una capilla donde pintores invisibles libran batallas en la oscuridad. Ella es ahora frágil penitente del firmamento violáceo en retirada ante un ejército de azules. 

Todo se detiene por un momento bajo los párpados de Dios.

Sopla un viento atrevido que arranca susurros a los pinos, hace graznar a los patos y deshoja secretos en los ventanales.

Al rato, la esposa del sol se descubre poco a poco. Reaparece con estola de plata y se dona entera, grávida y redonda. 

Encandiladas, huyen las sombras. Los sapos enloquecen de ternura y saltan hacia el reflejo lunar en la laguna. 

Mientras, ella reanuda, pálida y virginal, su eterno viaje, destinada a ser faro, puerto y llegada.

lunes, 11 de octubre de 2021

Quebrantos

 A mi tío (in memoriam, 2010) protagonista de Mi tíoUna boda complicada y de La Fiesta 


Hoy, el planeta pesa menos. Apenas unos gramos.

 Se siente en la sencillez del aire, en la ligereza del calor, en la penumbra habitada de silencio y de ritos. De ritos que no fueron. Que no serán, que no llegaron.

Y vos allá. Donde Dios atisba. Donde no se atreven las grullas ni los colibríes. Tampoco las águilas.

Estás siendo medido, pesado y anotado en un libro que se alimenta de soledades y fatigas. Un ángel diligente anota en los márgenes lo que de ti has dado. Mientras, sordos, ciegos y mudos, arden los incensarios en dolorosa sucesión de seis tribulaciones. A la séptima se romperán los cántaros internos y habrá liberación.

 Los cristales del horizonte estallan en tantas lágrimas que ha debido venir el ángel a recogerlas. No sea que la noche se extravíe en el abrazo de tus constelaciones imposibles. O que la mañana se ahogue por exceso de rocío.

Y que, el crepúsculo sea, en tu piel, atardecer incorruptible.

 Mientras, yo soy sombra, debate y quebranto. Y tierra que tiembla.

 Remiendo del cielo, sueño de estopa, cuaderno de niña; de clausura, la risa y de vino, el olvido que, en no ser víspera, coloca su empeño.  Son planteos de ludo.

 Y de luto.

De luto ignorante, abro la puerta, me ubico frente al mantel. La mesa está dispuesta, con esa engañosa paz que deviene en cobijo obligado de cualquier amenaza.

 Impera, pues, sobre el mantel, el descanso de las cosas cumplidas, el sosiego de las liturgias domésticas observadas, el orden de los estantes, el vino que aguarda y el pan que suspira detrás de las copas.

 Del cristal de las copas.

 ¡Ah, el cristal! Nubla asombrosamente las miradas. Y, aunque la mesa está dispuesta, me consumo en llagas que todavía no ha construido el corazón. Derrapo, sombría, por calles sin salida y me entrego a mil juegos de atajos lacrimosos. Reflexiono entonces que tu peso, en estas dos horas, habrá mermado junto con el del planeta.

Pero vos no obedecías sino a la intensidad. Y el mantel, tan conocido, tan recurrido, estrujado y bendecido por tu risa, hoy reina bajo cierta urgencia sofocante que deja, a su paso, corazones abrasados.

Porque no estás.

Porque nunca pensé que podías no estar.

 Y menos, que yo iba a estar, en detrimento de tu ausencia. Esa, la incalificable. La que duele justo en el centro del pecho y en las plantas de los pies.

 No los míos. No los tuyos. Sino los de los ángeles.

 Por eso, hoy, el planeta pesa menos.

martes, 9 de febrero de 2021

Divagaciones

 

Es una noche mágica.

Es mi casa, la más hermosa jamás soñada.

Es mi patio, el más atrapante jamás imaginado.

Extraño esta casa, aun antes de dejarla.  Me gusta como es, como fue y, tal vez, como será.

Añoro su olor, su postura, su increíble comprensión. 

Es como una madre grande sentada en su sillón, muy señorona y gentil. Muy fresca y perfumada. Huele a siesta de verano y a sandía tierna, huele a siesta de antes, a siesta de Santa Fe. A abuela recién hecha, a luces con capota de papel.

 Pero la esencia dulce de los laureles revela otra clase de milagro en el que sobrevuela la poesía. También el alcanfor y el jazmín. Y el cielo, en el pedazo que se adivina desde el patio y la terraza. Y las chimeneas con sus caprichos y sus ocurrencias. Con sus sueños furtivos. Y la ternura de los tejados que, como párpados huérfanos de todo abrigo que no sea inmensidad, se ciernen sobre los tragaluces indiscretos.

Entonces la veo: la Cajita de Joyas, fiel guardiana de mis secretos. Me pregunto si será refugio aceptable para mis sentidos hoy algo atrofiados por el acoso de la poesía.    

No es culpa mía. Es sólo mi intelecto que está rebelde. Tal vez con razón.

No es locura, no. Dios no lo permita. Es algo de resistencia. Un poco de desconcierto. Todo de nostalgia.

¿Todo de noche?

Nada de día.

La noche. Ese hechizo distinto.

Ese anhelo. Ese jardín.

Esa ventana espiada y perdonada.

Esa puerta abierta al azul, confesionario de todo lo que me importa.

 Noche: yo te disculpo. Solo por tu existencia soporto el día.

Sólo de noche ensayo la cordura.

Señor Juez: necesito una medida cautelar urgente. Entienda, Señoría, que el perfume de los laureles avanza sin piedad junto con la aurora. 

¿Paranoia?  No, no.

Debe, su señoría, ordenar al tiempo que vuelva dentro del plazo perentorio de cinco días bajo apercibimiento de ejecución. Cinco días es todo lo que puedo esperar, sólo en el lapso de esta noche. Ofrezco como caución real mi patio, de noche y en verano, con más los atardeceres –en verano también- que estime para accesorios. El invierno no vale la pena. Llevo demasiado dentro de mí en el lenguaje del perdón.

 “Se perdona tanto como se ama”, sentencia  un cuadrito de madera pirograbada que me regaló mi madre. ¿Será verdad? En mi época sin Dios pensaba si uno se reconocería después de eso, después del cuadrito, colgando como él, de algún clavo...  ¡Colgando como "Él" de algún clavo! Claro que es doloroso amar a la grupa del señor Perdón. ¿Acaso hay otra clase de amor?

 Es de noche y divago. No deje volar su imaginación, Doc. Es un proceso de insania más. Con un poco de medicación estaré bien.

 Pero dese prisa. Mire que amaneceré. La poesía escapará sin remedio de la cordura y ya no la encontraré, sino que ella me perseguirá, como siempre.

 ¿Se da cuenta que no es paranoia?

sábado, 12 de septiembre de 2020

Entre Tú y yo


“… porque donde esté tu tesoro,
allí estará también tu corazón”.
(Mateo 6, 21)


No sé para qué traigo este libro si se me cierran los ojos.

Desligo mi mirada del pasado y devuelvo la arena a la ventisca. 

El libro se deshoja, ceniciento de argumentos. Prescindo de él y me instalo en un recodo ausente de ternura.
                                        
Sin embargo, Tú me esperas.

Una terraza anticipa el encuentro. Hay una hamaca blanca en la que un niño dormita cuentos de bosques escondidos. Lo despierto y le pregunto por Ti. Me dice que te has ido conmigo; que debiera yo saberlo bien. 

Abandono esa respuesta y me reanudo en silencios. 

La cordura me implica en desconciertos crueles pero no me detengo, conozco bien las trampas de la inercia.

Me dirijo hacia un interior en el que la penumbra es espesa. Avanzo a tientas y dejo atrás varias puertas. Llego a una recámara dominada por la amplitud. El cielorraso exhibe maderas de oriente y tapices de exquisitos azules. Los admiro incrédula: la seda es tan ligera que parece camisa de ángeles.
 
De inmediato me gana un dolor insoportable y pierdo equilibrio a pasos agigantados.

Tú me abrazas, sonríes y enlazas mi cintura tiernamente. Yo no me percato, dudo sobre qué debo sentir.

En tanto, ya es el mediodía. Los amplios ventanales me seducen y te olvido. Ya no deseo encontrarte.

Perdóname.

A mi lado, en el balaustre, reinan dos copas de cristal. Una de ellas está minada por imperceptibles rajaduras. Vacilo, ante la inminencia de una herida que no llegará nunca, porque ya se ha instalado entre tú y yo mucho antes.

He malgastado mi inocencia.  

Salgo de allí empujada por congojas antiguas y arribo a una playa de topografía accidentada. Eso me exaspera. Enseguida advierto el fraude de un sueño intruso y hostil.

Libero los sentidos de toda confusión y empiezo a caminar.

El niño que dormitaba cuentos de bosques escondidos viene detrás. También una niña que se confunde conmigo y que, a ratos, pierde brillo y docilidad. Me tiende las manos. Intento mirar las mías, pero sólo veo las tuyas. Y entre Tú y yo, una ternura que me aprisiona y enloquece, por reacción de mi propia rebeldía.

Un poco más alejado, un hombre vende lienzos de colores. Los ha tendido en hilos apenas visibles y, no sé por qué, se me antojan ilusiones errantes condenadas a la soledad de los arenales. El hombre me ignora.

Prosigo mi marcha. El niño viene, aunque ahora me irrita su presencia.

Ante mi vista se extiende un conjunto de catedrales enclavadas en esa playa pesadillesca, en la que incluso el río desluce, ausente de armonía y sonido. 

             Necesito salir. 

Pero estoy afuera, de pie ante una catedral de fino mármol claro e infinitos escalones que, como encajes de aquella seda, rematan en un atrio espectacular. Me invade una frustración enorme: son tantos, pero tantos escalones que declino la absurda invitación y decido continuar. Sin embargo, un destello me encandila. Elevo la mirada y ya no logro apartar los ojos de las rosas esculpidas en la magnífica piedra, con la leyenda: Nuestra Señora del Socorro".  La delicada arquitectura de la fachada me resulta perturbadora. 

         Yo dudo, pero mi alma está encantada y desea entrar. Advierto que el niño se encuentra bajo igual fascinación.

Vuelvo sobre mis pasos e ingresamos.

Y por segunda vez, en este extraordinario día, soy seducida por los cielorrasos. Éstos conforman una sucesión de bóvedas que, disipándose en soleadas ondas de nube y rosa, se resuelven en una pureza abrumadora.

Me acerco con pasmo y reverencia. Cruzo delante del retablo, me pierdo entre cúpulas estrelladas y ángeles de mirada grave congelados en vitraux, hasta que una urna de cristal se interpone en mi camino. Me dispongo a eludirla, pero no puedo. Reparo entonces en su pequeñez; parece que adentro yace una niña vestida de blanco. O tal vez sea una muñeca.

“Es la Virgen niña”, musita extasiado el niño que, sorpresivamente, lleva alas.  
 
             Quisiera arrodillarme, pero me consume un desgaste atroz.

Precedida por el niño ensimismado, salgo envuelta en presagios de finitud. Apresuro el andar, tengo que ir hacia la serenidad. Intento olvidar que debo perdonar, aunque algo me lo impide.

Giro sobre mi hombro y lo veo: un caballo de terciopelo azul y arneses rojos. Un caballo de juguete que cuelga de su columna de bronce, solitario, a la espera inútil de ser montado. Supongo que abandonó su carrusel. Lo cierto es que no tiene caso; pende en el aire como si la gravedad le resultara indiferente. Es de mal gusto, considero, ese caballo de juguete en medio de la nada. Evoco en ese instante a mi padre; casi puedo tocarlo. Me lo regaló un lejano, borroso domingo de agosto. Aunque no debo llevar recuerdos allá donde voy.

Es tarde; la prisa domina ahora mis sentidos.

Sólo queda tiempo para un santuario. Entro con el niño y avanzamos hacia la nave lateral. El silencio es agobiante y apenas se respira. Delante de nosotros hay un lecho blanco y grande en el que yace el dolor del mundo. El niño llora y seco sus lágrimas. Nos vamos de allí luego de que la piedad nos ofrezca su absolución.

Ya en la nave principal, el contraste es sorprendente: impulsado por un arco iris, el perfume de las rosas traspasa los cristales. Una etérea música nos abriga en dulce trama de indulgencias. Cantidad de niños y de jóvenes se encaminan hacia el altar conducidos por Don Bosco. ¡Es un grupo tan alegre que contagia! El recinto se ha llenado de ángeles risueños. Una compasión embriagadora nos da a luz y somos llenos de inocencia.

Los angélicos cantos producen una transmutación sutil en el espacio. 

Empiezo a sospechar de esta realidad en la que lo único tangible son los interrogantes.

Me inclino hacia mí y decido despertar.

Arropado en sus alas, el niño se ha vuelto a dormir. A su lado, el vendedor de lienzos y el caballo de juguete perdurarán en una soledad eterna. Descubro que el pasado es sólo viento. 
 
 "No habrá lugar para el encuentro", me digo, convencida de que estoy siendo soñada.

Entonces sonríes, tocas mi mano. Recoges el libro con ternura, me preguntas por qué he tardado tanto en escribirlo. Confundida, te digo que tal vez quise atrapar el viento. Yo, que sólo soy espectro y anhelo.

Tú me guías con delicadeza hacia el ventanal, me muestras el paisaje. Veo bosques, montañas y arroyos cristalinos recortados contra el cielo azul. Un blanco camino conduce a una ciudad también blanca. Me entregas el libro y me envías hacia allá. Insólitamente, obedezco; de pronto no me afectan los interrogantes.

Alguien me pregunta quién eres y respondo –sin apartar la vista del paisaje- que no tiene importancia. Que eres Tú. Pero que entre Tú y yo, nada que ver.   

Tú no te inmutas, me miras con dulce gravedad; perdonas mi retraso en los tiempos interiores.

Una ligera brisa nos enlaza frente al ventanal iluminado. En el balaustre, aquella copa agobiada por sus muchas rajaduras ha sido restaurada.

Ingresé a tu Amor y su puerta selló mi entendimiento tal como lo conocía. 

Hay otros lugares.