Es la hora del Ángelus.
Y pienso si también es la hora de los milagros.
Y pienso si también es la hora de los milagros.
Salgo al patio escapando de tales pensamientos. Paso delante del ángel
que custodia el acceso; tiene un mensaje, pero no me detengo.
Me paseo por las lajas verdinegras salpicadas de luz, desando los caminos
de improvisados asteriscos vegetales... Y pienso.
Volteo hacia el alcanfor, poderoso señor cuya estafa ha prescrito por la
fuerza de los años, a quien agradezco que me permita vivir con él. Me
desvío luego hacia las flores —esas tramposas—, siempre amenazando con la toma
de la casa. "Debo reforzar mi defensa contra las flores", considero,
mientras las atrevidas ríen con descaro, alineadas bajo las alas del ángel.
Apenas sonrío, regida por el sombrío eje de un equilibrio en fuga. Y desespero.
Vuelvo la mirada hacia la enamorada del muro. Ella es vivo testimonio de
que no hay nada más obstinado que el amor. Se ha trepado por el muro, lo rodea
sin ahogarlo e incluso seca sus lágrimas cuando la lluvia arremete contra la
impávida piedra, cómoda amante de una planta que sólo sabe de abrazos.
Me tumbo en la hamaca de red y evalúo el enfrentamiento que me proponen
las flores. Ni por broma tengo oportunidad. El jazmín del aire se precipita en
lluvia de azahares, la corola de novia oscila, eximida
de amores y los pensamientos claudican ante el crepúsculo incipiente.
Necesito alejarme de la hamaca. No confío en sus vaivenes, se me antojan
infernales. Lúdicos, pero infernales.
En tanto, se ha presentado la estrella vespertina.
Giro, descolorida, hacia el sauce y saturo mis ojos con lágrimas de
clorofila y sangre; lágrimas especiales para ángeles en crisis, prestadas de
confesionarios barrocos y de altares abandonados: son lágrimas vencidas. Sin
embargo me urge retenerlas. Porque hay más tesoros ocultos en este sauce que
llora maderos de cruces que en los silencios que habitan las páginas de la inocencia.
Y recuerdo.
Te vi amanecer. Eras alba y nube. Eras niña. Eras almohadita de caramelo
y sendero de lunas multiplicadas por el antojo de tu risa, por el encanto de
tus ojos verdes como el mirto salvaje (¡ah, eras agua de ángel!) y por tus
mejillas rosadas como el vino griego que promete y desespera. Y hoy, que estás
desamparada en el espanto del ayer, yo soy un inútil caudal de pétalos
marchitos que llora su fracaso. ¿Qué cosas se me escaparon? ¿Qué fue lo que no
vi? ¿Qué no sentí, qué no percibí en todos estos años? Si perdí tantas batallas
contra las flores, ¿qué puedo esperar de nuestro mutuo, doloroso
enfrentamiento?
¿Fue en el infierno o fue en invierno? Descorro el velo de un tiempo
adulterado y me asalta la traición de un descorazonador sigiloso,
portador de miserias ancestrales, de las que se sirvió
para eclipsar tu alma. ¿Cómo se supone que re ordene el cosmos de mi costado
izquierdo, con las alas rotas y contigo reformulada en planeta errante?
Trato de ajustar mis coordenadas temporales y espaciales en
medio de una súbita, pretérita tempestad de flores rojas. Un
copioso reguero de pétalos se escurre por mis pies vaciándome el cuerpo,
dejándolo expugnable, dolorido de flores.
Dolorido de Dios.
De pronto estoy de duelo. De duelo rojo.
Yo creí saber por lo menos, lo justo y necesario. Pero me encuentro
aquí, cruzada en un debate con las flores — ¡mis flores del mal! —, mientras
descubro con estupor que, ni justa ni necesaria, la venda de la ignorancia se dejó caer en mis ojos. Mi mirada se fue acostumbrando a las tinieblas.
Están llamando al Ángelus y pienso si será la hora de las revelaciones.
Es tarde y estoy mortalmente cansada. Quisiera acostarme en un
intervalo de silencio infinito dejando atrás toda discusión semántica acerca de
la finitud de los intervalos. Pero estoy atrapada en claustros repudiados.
Cuelgo involuntaria del trapecio del pasado y, menguante e ingrávida, me
desplomo en una vía de dolor.
(Un cortejo extraño, plagado de maldad, se apresta a consumar un sacrificio de Cruz).
Tal vez deba entender que ya no estoy en el mundo de los vivos. Tampoco en el de los muertos. Es posible que exista otro espacio en el que el alma es cazada por
infortunios inmundos, mercenarios, perversos. Especulo con encontrar allí a tu descorazonador.
Los velos del pasado se agitan y
se agigantan desvelados, más no develados.
Están llamando al Ángelus. Y al igual que el sauce, lloro.
En medio del follaje de lágrimas contemplo impotente cómo te alejas, cómo desapareces en la oscuridad del horizonte.
De pronto una fuerza poderosa tira de mis hombros hacia atrás. Trastabillo
y caigo hasta quedar de rodillas bajo un cielo oscurecido de ira.
Aquel cortejo inicuo consuma el sacrificio de un Hombre que, desde la Cruz, regala su perdón a todos. Me apresuro a
recoger ese perdón. El descorazonador, visible por fin, no lo tolera y se aleja, descompuesto en
un torbellino infame.
(Me acomodo en un atisbo de esperanza).
Advierto con sorpresa que, en el infierno o en invierno, la hora de
la oración ha estado presente todo el tiempo, desvelada. Aunque ahora,
develada, te devuelve la inocencia.
— Ella debe conocer el amor de Dios—, anunció el ángel, mientras cosía con hilos
de olvido sus alas quebradas.
Súbitamente, se me revoca la excelencia. Me reanudo vulnerable, errante, errónea.
Súbitamente, se me revoca la excelencia. Me reanudo vulnerable, errante, errónea.
— Dime, niña mía, ¿Dónde estaba yo por aquel entonces?
— Allí mismo, a escasos metros. Pero me dabas la espalda—,
reprochaste entre llantos, igual que el sauce, aunque con lágrimas propias.
— ¡No a ti, sino al descorazonador!—, alcanzó a exclamar el ángel, antes
de transformarse en luz; en una regia escultura traslúcida que,
sonriente y alada, levantó vuelo hasta perderse en el azul de una aurora
incorruptible.
Es la hora del Ángelus.
Sopla un viento suave quién sabe de dónde y naces por segunda vez.
Tu risa te ha sido devuelta purificada, cristalina.
Es la hora del Ángelus. Están llamando al olvido y al perdón.
Y pienso que, por gracia de la Anunciación, es también la hora de los milagros.
La hora del Ángelus es también la hora de los milagros, y si no sólo hay que releer este texto. Todos y cada uno de los párrafos de este texto es en sí un milagro. Están llamando al Ángelus, y ella continúa con sus deliberaciones que no son otra cosa que un rezo.
ResponderEliminarMe ha gustado.
Un abrazo
Gracias, Jesús, por este comentario. Tu interpretación es tan acertada, que muy poco me queda por decirte, salvo ¡chapeau! Me has arrojado luz sobre mi propio texto. Es tal cual, realmente. Un beso.
ResponderEliminarMaravilloso texto,pleno de figuras retóricas,que asombra por la riqueza de su vocabulario
ResponderEliminarCon un acontecer dinámico,luego de la hora aciaga,surge vibrante el milagro
Humanizados vegetales,enraizados en la piel del personaje,acompañan el advenimiento casi místico
"Luego de la hora aciaga, surge vibrante el milagro": Excelente, Me anoto esta frase, Teresa. Bienvenida a mi blog y gracias por dejar un comentario que honra el texto. Besos.
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