A mi padre
Acaricié esa llave sintiéndome ladrona de mis recuerdos.
Esa llave que, sin abrir ninguna puerta, derribó las
murallas del tiempo trasladándome al pretérito perfecto de la niñez.
Cuando sentada frente al río acosado de poesía, confiaba
en el mundo como un lugar seguro. O cuando las Bagatelles de Beethoven me tendían alfombras mágicas bordadas de
secretos y yo era dueña de certezas fabulosas.
Fue una época de inventar juegos en barcos sometidos a
eternos remiendos, de rodar por arenales hacia el abordaje de balsas atestadas
de camalotes, reticentes a desalojo alguno.
También era una niña cuando amaba las hermosas manos de
mi padre en mi cara y, al mismo tiempo, recelaba de sus libros en mis planes.
Cuando resistía en silencio, como a un rival invencible,
“su” concierto para piano en Do menor de Rachmaninoff, mientras con sus ojos en
los míos me hablaba de historia, perdido en los siglos por el monte Olimpo,
entre pensadores precoces e ilotas imprescindibles, yo era una insurgente
asilada en el Oráculo de Delfos.
Cuando mi padre llegaba contento trayéndome “un trueno
que a la distancia rodaba su peñón” en una tormenta de Lugones, el reposo en
una rima de Bécquer, o tres filósofos estoicos encorsetados en tomos de cuero,
yo era una aprendiza contrariada.
Cuando me impulsaba a escalar los cerros más allá del
azul en busca del legendario ojo de agua oculto en la montaña, yo era una
desertora frustrada en abierta y airada rebelión.
Mas tal rebelión resultaba lastimosamente manipulada por:
—Los carmesíes en fuga de la tarde.
—El cerro invencible.
—El complot de las luciérnagas.
—Las estrellas de pompa irreverente.
—El acecho enardecido de grillos, sapos y chicharras.
—Las tijeras sorpresivas de la luna.
—La lluvia impertinente.
Y la noche, claro.
Bajo tales encantamientos dominando nuestra épica
travesía, yo era una niña preocupada por mantener un enojo necesario
irresponsablemente devenido en hechizo irresistible.
Para cuando mi padre defendía las propiedades del
inofensivo berro atrapado en las caídas de agua y nos trenzábamos en
discusiones bizantinas, así como cuando yo no entendía por qué perseguíamos
cascadas a fuerza del narcisismo de la montaña, era en verdad una niña
encantada.
Cuando pude salirme de todo eso, la niñita partió sin un
adiós.
Desde entonces, todos los días festejo mi No Niñez.
Ahora, por lógica consecuencia del paso del tiempo, ese
médico y juez inexorable, albergo para mí el libre albedrío.
Dispongo de desolaciones y consolaciones, de decidir
llegadas y partidas, de absolver quebrantos y otras ausencias, desde el mirador
indulgente de mi alma.
Pero no es tan fácil, ya que vengo muy ocupada en
celebrar cada día mi No Niñez, lo cual me consume casi toda la energía, por
resultar mi No Niñez un hecho irrebatible. Se trata, por ende, de una gala un
poco aburrida, por reiterada.
El ejercicio constante de la No Niñez es agobiante en
realidad.
Si bien tengo piedra libre para decidir, no ignoro la relatividad de tal libertad. Es decir, ¡vamos!, puedo pronunciarme por el temperamento de vida que mejor me quepa; no estoy obligada a ese pasado de música clásica, poesía y cerros azules repletos de albahaca y romero.
Soy libre de renegar de ello y disponer de mi futuro
inmediatísimo: decido qué callar, qué decir o hacia dónde dirigirme. Incluso,
con qué hilo de perdón suturar mis heridas. Sí que se puede. ¿Todo se
puede...? No sé.
Aprendí que casi todo tiene un precio. Ya que, como es
comprensible, en la patria de la No Niñez se complica el atlas de la libertad
cuando se trata de decidir los precios a pagar.
Sé de permanecer o salir de un cuento de Grimm. Lo que me
está vedado en mi No Niñez es detenerme; me encuentro imposibilitada de abjurar
del tiempo.
En realidad, apenas elijo qué no hacer.
Así, durante mi No Niñez pagué algunos precios. Decliné
las bagatelas de piano porque después de todo, mucho tiempo no tengo. Aunque
las muy obstinadas siguen tocando al oído de mi alma. Con relación a la arena,
simplemente no es compatible con el ritmo citadino. Aunque mi otro yo cambiaría
cualquier cosa con tal de establecerse en alguna playa sometida a la vigilancia
de los botes y las balsas, frente a una isla todavía adolescente.
El río sigue allá
lejos, con sus barcos en lista de espera para reparaciones que, tal vez, nunca
lleguen. Pero, aun así, quisiera visitarlos.
Por su parte, los camalotes son bastante complicados e
imprevistos como los amores de la isla, así que fueron embestidos por las
rutilantes piscinas con hidromasaje y los spas artificiales.
La montaña azul y el ojo de agua escondido resultaron
aptos para desmontes hoteleros. Ya están en los circuitos de turismo,
convenientemente maquillados: el ojo de agua fue sujeto pasivo de diseñadores
enfrentados y la montaña cedió sus azules lloviznas a fiadores importados.
La albahaca se mudó a granjas que cotizan en bolsa, igual
que el berro, ese ahijado anónimo del solitario mecenazgo de mi padre.
Los laureles, el olor a tomillo y el primer rocío en el
cerro conforman, al fin, una conjetura para soñadores periféricos que buscan la
piedra filosofal envueltos en alguna nube mística. No es mi caso.
Rachmaninoff se transformó sin embargo en un refugio
inesperado. (En este instante, las manos
de mi padre en los libros se me antojan milagrosas).
Aunque si hay algo concluyente, es la presencia decidida
de tres genios: Aristóteles, Séneca y Diógenes, que se sacan la lengua
cómodamente instalados en la bruma azul del cerro, ahora perfumado de menta y
romero, mientras el obstinado ojo de agua me perturba con su camisa de ángel.
¿O son alas?
Y anochece.
No donde, ni cuándo, ni cómo yo hubiese esperado. Pero,
si me adapto al hecho de que las cosas son como son, Dios formula el milagro y
la montaña se transfigura en camino.
De pronto descubro siete ángeles que, en busca del tiempo
perdido, se desperezan entre los dedos de mi padre. Ese sabio incomprensible y
querido que aún debo encontrar en el cerro azul.
Recién entonces, la mujer que hoy escribe hará las paces
con la niña que sabía mucho más, pero que se extravió algún tiempo en el mapa
del tesoro.