Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)
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martes, 7 de enero de 2025

Un día de pandemia

 


Nueve días antes se había declarado el estado de pandemia y decretado la consiguiente cuarentena. Aconsejaban evitar los cajeros automáticos, entre otras actividades. Pero yo debía ir. Aunque no tenía nada de voluntad y nada de plata en efectivo.

El cajero más cercano está a un kilómetro y medio. Podía caminar y estirarme un poco, pero la cuarentena era obedecida a rajatabla. Las calles eran un desierto. De vez en cuando circulaban patrulleros avisando por altavoz que nos quedemos en casa, salvo necesidad comprobable de medicamentos o alimentos. Y en esos casos, salir con barbijo y en soledad. Ante este panorama, de solo pensar en caminar quince cuadras me sentía una criminal en potencia. Mejor iría en autobús. En el auto, ni loca. A ver si me lo retenían por circular sin permiso.

Antes debía sacar a mi perrita. “Los perros deben pasearse hasta dos cuadras del domicilio como máximo”, avisaba un noticiero. Otro, expresaba que apenas una cuadra y un tercero, que solo hasta la vereda de la puerta de calle, para sus necesidades. Y mostraba un video en el que un hombre y su perrito eran arrestados por violar las consignas, mientras su mujer pedía a gritos que le devolvieran el cachorro. ¡Pobre hombre!  ¿Cuál sería la consigna válida? La imagen del abatido señor ingresando en bermudas y ojotas al patrullero con su perro en brazos me picoteaba la cabeza como un pájaro carpintero.

Por las dudas, adoptaría la tercera presunta consigna.

Ergo, mi perrita y yo nos paramos en la vereda frente a casa. Transcurridos unos minutos, ella me miró extrañada, como diciendo “a ver cuándo arrancamos a caminar”. Y yo ansiosa, esperando el popó. Al rato le pedí e insistí: “por favor, hacé popó”. Ella paró las orejas y ladeó la cabeza, indagándome sorprendida.  “Tenés que hacer popó en esta baldosa”, reiteré. Después de unos minutos y un fracaso, a instancias del animalito, decidí caminar una cuadra. En eso se aproximó un patrullero. ¡Ay, Dios! Con la paranoia al galope me agaché detrás de un volquete, obligando a mi confundida perrita a hacer de estatua. Pasado el peligro, volví a la carga, implorándole que tuviera la gentileza de hacer el popó de una vez. Ella me observó inocentemente y, sin popó, pegamos la vuelta.

A punto de llegar a casa se soltó la pretina, corrió hacia la esquina y, feliz y relajada, hizo sus necesidades junto a un árbol libre de protocolos. Fui desesperada a buscarla y a recoger el popó. Desde un patrullero me saludaron atentamente. Devolví el saludo con expresión de culpable y falsa sonrisa.

Ya en casa y a salvo de ser arrestadas, aunque algo extenuada, decidí marchar hacia el cajero. Me calcé barbijo y guantes de látex, agarré el frasquito de alcohol en gel y partí.

Una vez frente a la pantalla, se me hizo difícil teclear con los guantes. Más complicada se puso la cosa cuando debí ingresar un CBU -de 22 dígitos- copiándolo de un mensaje de WhatsApp. Necesitaba los lentes. Metí la mano ¡enguantada! en el bolso y agarré los anteojos. La pantalla del cajero me dedicó un cartel: “¿Necesita más tiempo para su operación”?

Sí.

Con la visión a pleno y los guantes a full intenté teclear los 22 dígitos, pero no hubo caso. Gracias al látex, cada número conllevaba más de un decepcionante intento. A punto de concluir tan enojoso asunto, otro pérfido cartel anunció que “su tiempo ha concluido”. Casi me da un ataque.

Vuelta a empezar. En una mano el móvil para copiar el CBU y en la otra mi enemigo mercenario, el guante de látex que prometía salvarme del virus asesino. Cuando iba por el dígito quince más o menos, con los dedos acalambrados y los ojos a cuadros de tanto mirar fijamente el horrible número plagado de filas de ceros, la aplicación de WhatsApp desapareció. La pantalla, con cierto temperamento burlón, me repreguntó si necesitaba más tiempo. Absteniéndome de darle una trompada, puse que sí y se borró lo tecleado. Había una grieta en la pared que se reía en mi cara. ¡No puede ser! Empecé a traspirar. Por la frente me corrían gotas que, copiosas, resbalaban sobre mis ojos. Al borde de un ataque de nervios, me sequé con las manos enguantadas. Enseguida tomé conciencia de lo hecho y tiré los guantes ¡adentro del bolso! El sudor me cubría la cara y se estrellaba contra el barbijo. El teclado parecía una carreta. La grieta reía a carcajadas. 

Finalmente, pude concluir la muy ladina operación. Al escupir la máquina el recibo, alcancé la calle, veloz y victoriosa.

Desechados los torpes guantes y aseados con alcohol en gel el contenido del bolso, manos y cara, decidí regresar caminando, en infracción de mis garantías ciudadanas. A medida que me alejaba de los malévolos cajeros, me ganaba un estado como de risueña ebriedad. El lamentable episodio de los guantes, los dígitos y sus secuelas no lo compartiría por nadie.

Durante la solitaria caminata me topé con una pescadería. Del todo tranquila, aprovecharía para comprar pescado. Lástima que al momento de pagar advertí que en el trágico episodio del cajero olvidé sacar dinero. “No importa, cóbrese con la tarjeta”. ¡Pero no la encontré! Desesperada, vacié el contenido del bolso en el mostrador ante la mirada atenta y desconfiada del vendedor que rociaba todo con alcohol. Nada. La prisa y los nervios me habían jugado una muy mala pasada. La tarjeta debió quedarse alegremente en la bandeja del cajero. ¡Ay, Dios mío!

Abandoné el paquete del pescado y volé hacia el banco, mientras el de la pescadería me decía no sé qué cosas.  

En el hall de los cajeros no se veía un alma. La tarjeta, tampoco.

Llegué a casa traspirada, derrotada y furiosa conmigo misma.

Cancelé la tarjeta por teléfono y condené los guantes de látex sin uso a la basura. Recordé que un par de ellos descansaban en el bolsillito interno de mi bolso. No iba a dejar sobrevivir un solo par. Lo abrí, saqué los guantes y ¡la tarjeta cancelada!    

 


sábado, 2 de abril de 2022

Mi tío

 

Mi tí­o es un sujeto querible, medio sordo y obstinado en escucharse solo a sí mismo.

 

Años atrás solía desplazarse a bordo de un torino azul; una aeronave en toda la regla, según su concepto. Y aunque el resto del mundo cometía el sacrilegio de verlo como un auto, para mi tío era un avión y lo conducí­a como tal. Cruzaba las calles cual bólido azul, dejando atrás una airada y unánime retahí­la de gestos obscenos e insultos, algunos incluso en otros idiomas. Dado que su sordera le impedí­a atender tales expresiones, él sonreí­a desde la ventanilla, indiferente a la estela que la entretela de su paso dejaba en el camino.

 

A su estable sordera, harto debatible según algunos damnificados, cabe añadir el beneficio accesorio de un optimismo infundado, delirante, propio de quien jamás atendió (ni atenderá) una opinión que lo contradiga. Ni que lo diga. Por lo tanto, circula por esta vida a bordo de un jet de cuatro ruedas, satisfecho y feliz, con el ego en alto y una generosidad limítrofe con la prodigalidad lisa y llana.

 

El pasaporte a tan disputable aproximación al laissez faire, laissez passer, lo consiguió, como suelen darse los radicales giros de timón en la vida, de un modo accidental: en una aciaga oportunidad en la que se entregaba a la práctica de paracaidismo, los artefactos encargados de parar su caída se negaron a cumplir su función sin aviso previo.

 

Mi tí­o relata que ante la gravedad de la situación y lo cerca que se vio de la superficie terrestre -y abajo de ella, en breve-, atinó a acomodar su cuerpo para caer de pie, calculando que, si bien podría quebrarse algunos huesos, con suerte y viento a favor, sobreviviría.

 

Sobrevivió.

 

Fue tapa en todos los diarios del lugar. Sus huesos se quebraron por mayoría absoluta, pero ninguno con consecuencias espantosas. Simplemente, estuvo un año internado en el hospital.

 

Algunos lenguaraces descomedidos comentaban que las enfermeras se negaban a atenderlo ya que, transcurrida la primera semana de internación, cayó en la ingrata costumbre de declarárseles con coloridos versos, siempre los mismos. Cómo lógica consecuencia, solo ingresaba a su habitación un fornido enfermero encargado de recoger debajo de su cama los cadáveres de botellas de vino que, en cantidad sorprendente reposaban vací­as de vida, una vez que se retiraban las visitas de sus compañeros de armas.


Para cuando le dieron el alta, la única enfermera que se prestó a sus propuestas presenció como partí­a con su sonrisa tipo James Bond, ajeno a las expectativas románticas que desató en ella. El enfermero, conmovido, le regaló una botella de vino.

 

Fueron tantas las soldaduras que cosecharon sus huesos que la Aeronáutica lo pasó a retiro.

 

Así­, mediante el sencillo trámite de haber sobrevivido a un paracaídas que se negó a parar la caída, no le quedó más opción que dedicarse a la dolce vitta. En este derrotero, a sus cuarenta años, soltero, dueño de una estampa que cortaba la respiración de las damas y no tanto, exhibida desde su metro ochenta y cinco, no dejó andanza ni andadura sin degustar.


Lo primero que hizo fue alquilarse un mono ambiente en el bajo de la ciudad, muy cerca del puerto, en un barrio donde abundaban los piringundines bizarros, bares concurridos por intelectuales trasnochados, whiskerí­as que aglutinaban marineros y trabajadoras de la noche, con más algunos pubs en los que se congregaban apasionados detractores polí­ticos de izquierda y de derecha repartidos según el recinto, el día, la hora y el informe meteorológico.

 

Tal como él veía las cosas, sostení­a -y sostiene aún, a sus ochenta y tantos años- que volvió a nacer. En consecuencia, ajustó su comportamiento a dicha norma.

 

En la mañana se ejercitaba, por necesidad y por mandato del traumatólogo, en la rehabilitación de su sistema óseo. A eso de las once se dirigí­a al sauna, donde componí­a el paí­s con colegas de armas. Ya tipo doce del mediodí­a, un aperitivo en el comedor del club le permití­a hacer sociales incluso con los mozos, que se desarmaban en atenciones, conocedores de las generosas propinas que incluí­a su sordera.

 

Aunque algunas malas lenguas dicen que sólo escuchaba lo que le convení­a, según el tema. Cuando la cosa pintaba negra y se le venían reproches, la sordera se le agudizaba en grado relevante al punto que daba media vuelta y se iba sin más trámites y meneando la cabeza en un gesto de abatimiento e incomprensión, dejando a los indignados de turno vociferando a sus espaldas barbaridades inmerecidas para un caballero como él, en súbita e indolente retirada.

 

Luego del almuerzo regado por un vino blanco liviano, caminaba hasta su departamento en busca de la siesta reparadora.

 

Pasadas las seis de la tarde ya pensaba mejor y daba inicio a los preparativos para sus misiones de vuelo nocturno: una afeitada impecable, camisa blanca inmaculada, corbata de seda italiana en tonos sobrios, ambo de corte italiano también, gris o azul, y zapatos lustradísimos, a la última moda. Completaba su atuendo un toque de colonia inglesa y otro de gomina, cuidando el efecto Bond en el renegrido jopo que caía sobre su frente.

 

Luego de una cena en el club y la sobremesa con amigotes en la que decidí­an el orden de la noche, migraban rumbo a los pubs de los alrededores, en una recorrida que podrí­a denominarse Nocturno Express.

 

El problema lo constituía el último bar de la expedición: invariablemente resultaba visitado por mi tí­o en soledad, dado que en cada parada anterior los acompañantes se habí­an ido perdiendo uno a uno, algunos en la bruma del sueño, otros en la del alcohol, y otros, más suertudos, en algunos brazos acogedores.

 

Pero él tení­a una resistencia increí­ble a las bebidas espirituosas, ganada en sus meses de internación. De lo que no se libraba era de los efectos miorrelajantes que le producía la acumulación de whisky a cierta altura de la noche: se le soltaba la lengua. Es así­ que casi siempre hací­a pie en el lugar equivocado, a la hora errada y en el momento injusto.


Complacido y sonriente se acodaba en la barra del bar de turno a esperar el final de la noche con el último whisky por toda compañí­a, entregándose a la conversación más próxima sin que lo llamaran. Y sin advertir los inequí­vocos signos de sus contertulios. Que eran ideológicamente opuestos. Tampoco sobrios, aunque sí más que él.

 

Palabra va, palabra viene, mi tí­o acababa vociferando sus ideas en peligrosa minoría, logrando sin esfuerzo una tensa concentración de miradas turbias y efervescentes de más de media docena de iracundos listos para tirársele encima. Rápido de reflejos y sin abandonar su inefable sonrisa naif, enseguida oponía la defensa de su sordera que, a veces, resultaba. Otras, lo agarraban entre todos y lo sentaban en la puerta de calle, mientras el dueño del lugar telefoneaba a la policí­a dando cuenta de los disturbios causados por un borracho.

 

Los guardianes del orden acudí­an encantados y prestos a la convocatoria, conocedores del teatro cotidiano que seguía: recriminándole el comportamiento indigno de un hombre de su presencia, lo levantaban como podí­an y lo arrastraban hasta dejarlo sentado en el cordón de la vereda. Ante el contacto con el exterior mi tí­o recuperaba momentáneamente la lucidez y exhibía su credencial de rango. Funcionaba automáticamente: en un contundente cambio de actitud, los agentes se le cuadraban y lo transportaban en el móvil policial hacia su bulín. Una vez adentro, y luego de embolsar la generosa propina preparada en la mesa de luz, ensayaban la venia de despido y partían.

 

Con el transcurso del tiempo llegaron a acostarlo y arroparlo y, aunque no me consta, se comenta que en más de una ocasión le dejaron preparado el termo con café y le cantaron el arrorró.

 

Hacia el mediodí­a siguiente, su jornada recomenzaba sin variantes.

 

Es que a mi tío, si hay que reconocerle algún hábito, es el apego indeclinable a su rutina. Y él jamás traicionó ese mandato.

 

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ejercicio inapelable de la No Niñez


A mi padre

Cuando sentada frente al río acosado de poesía, confiaba en el mundo como un lugar seguro, era una niña.

Cuando las Bagatelles de Beethoven me tendían alfombras mágicas bordadas de secretos, era dueña de certezas fabulosas.

Fue una época de reinventar juegos en barcos sometidos a eternos remiendos, de rodar por arenales indispensables para el abordaje de balsas atestadas de camalotes, reticentes a desalojo alguno.

También era una niña cuando amaba sin reparos las hermosas manos de mi padre en mi cara y, al mismo tiempo, recelaba de sus libros en mis planes.

Cuando resistía en silencio, como a un rival invencible, “su” concierto para piano en Do Menor de Rachmaninoff, mientras con sus ojos en los míos me hablaba de historia, perdido en los siglos por el monte Olimpo, entre pensadores precoces e ilotas imprescindibles, yo era una insurgente asilada en el Oráculo de Delfos.

 Cuando mi padre llegaba contento trayéndome “un trueno que a la distancia rodaba su peñón” en una tormenta de Lugones, el reposo en una rima de Bécquer, o tres filósofos estoicos encorsetados en tomos de cuero, yo era una aprendiza contrariada.

 Cuando me impulsaba a escalar los cerros más allá del azul en busca del legendario ojo de agua oculto en la montaña, yo era una desertora frustrada en abierta y airada rebelión.

 Mas tal rebelión resultaba lastimosamente manipulada por:

—La abrupta fuga de la tarde.

—El cerro invencible.

—El complot de las luciérnagas.

—Las estrellas de pompa irreverente.

—El acecho enardecido de grillos, sapos y chicharras.

—Las tijeras sorpresivas de la luna.

—La lluvia impertinente.

Y la noche, claro.

 Bajo tales encantamientos dominando nuestra épica travesía, yo era una niña preocupada por mantener un enojo necesario irresponsablemente devenido en hechizo irresistible.

 Para cuando mi padre defendía las propiedades del inofensivo berro atrapado en las caídas de agua y nos trenzábamos en discusiones bizantinas, así como cuando yo no entendía por qué perseguíamos cascadas a fuerza del narcisismo de la montaña, era en verdad una niña encantada.

Cuando pude salirme de todo eso, la niñita partió sin un adiós.

 Desde entonces, todos los días festejo mi No Niñez. 

 Ahora, por lógica consecuencia del paso del tiempo, ese médico y juez inexorable, albergo para mí el libre albedrío.

 Dispongo de desolaciones y consolaciones, de decidir llegadas y partidas, de absolver quebrantos y otras ausencias, desde el mirador indulgente de mi alma.

 Pero no es tan fácil.

 Principalmente, porque vengo muy ocupada en celebrar cada día mi No Niñez, lo cual me consume casi toda la energía, por resultar mi No Niñez un hecho irrebatible. Se trata, por ende, de una gala un poco aburrida, por reiterada.

 El ejercicio constante de la No Niñez es agobiante en realidad.

 Si bien tengo piedra libre para decidir, no ignoro la relatividad de tal libertad. Es decir, ¡vamos!, puedo pronunciarme por el temperamento de vida que mejor me quepa; no estoy obligada a ese pasado de música clásica, poesía y cerros azules repletos de albahaca y romero. No. 

Soy libre de renegar de ello y disponer de mi futuro inmediatísimo: decido qué callar, qué decir o hacia dónde dirigirme. Incluso, con qué hilo de perdón suturar mis heridas. Sí que se puede. Todo se puede.

 Y todo tiene un precio. Ya que, como es comprensible, en la patria de la No Niñez se complica el atlas de la libertad cuando se trata de decidir los precios a pagar.

 Sé de permanecer o salir de un cuento de Grimm. Lo que me está vedado en mi No Niñez es detenerme; me encuentro imposibilitada de abjurar del tiempo. 

En realidad, apenas elijo qué no hacer. 

Así, durante mi No Niñez pagué algunos precios. Decliné las bagatelas de piano porque después de todo, mucho tiempo no tengo. Aunque las muy obstinadas siguen tocando al oído de mi alma. Con relación a la arena, simplemente no es compatible con el ritmo citadino. Aunque mi otro yo cambiaría cualquier cosa con tal de establecerse en alguna playa sometida a la vigilancia de los botes y las balsas, frente a una isla todavía adolescente.

 El río sigue allá lejos, con sus barcos en lista de espera para reparaciones que, tal vez, nunca lleguen. Pero, aun así, quisiera visitarlos. 

Por su parte, los camalotes son bastante complicados e imprevistos como los amores de la isla, así que fueron embestidos por las rutilantes piscinas con hidromasaje y los spas artificiales.

 La montaña azul y el ojo de agua escondido resultaron aptos para desmontes hoteleros. Ya están en los circuitos de turismo, convenientemente maquillados: el ojo de agua fue sujeto pasivo de diseñadores enfrentados y la montaña cedió sus azules lloviznas a fiadores importados.

 La albahaca se mudó a granjas que cotizan en bolsa, igual que el berro, ese ahijado anónimo del solitario mecenazgo de mi padre.

 Los laureles, el olor a tomillo y el primer rocío en el cerro conforman, al fin, una conjetura para soñadores periféricos que buscan la piedra filosofal envueltos en una nube mística y milenaria. No es mi caso.

 Rachmaninoff se transformó sin embargo en un refugio inesperado.  (En este instante, las manos de mi padre en los libros se me antojan milagrosas).

 Aunque si hay algo concluyente, es la presencia decidida de tres genios: Aristóteles, Séneca y Diógenes, que se sacan la lengua cómodamente instalados en la bruma azul del cerro, ahora perfumado de menta y romero, mientras el obstinado ojo de agua me perturba con su camisa de ángel. ¿O son alas? 

 Y anochece. 

No donde, ni cuándo, ni cómo yo hubiese esperado. Pero, si me adapto al hecho de que las cosas son como son, Dios formula el milagro y la montaña se transfigura en camino.

De pronto descubro siete ángeles que, en busca del tiempo perdido, se desperezan entre los dedos de mi padre. Ese sabio incomprensible y querido que aún debo encontrar en el cerro azul.

Recién entonces, la mujer que hoy escribe hará las paces con la niña que sabía mucho más, pero que se extravió algún tiempo en el mapa del tesoro. 

jueves, 8 de octubre de 2020

Lo que mata es la humedad




Hola, Tacho. 

Soy yo. ¡Abrime, plis! Mirá qué día horrible, me dejó noqueada. La humedad se ensañó con mi juanete y la tormenta con el paraguas. ¿Vos lo viste pasar? Era de Ñubels. Qué se le va hacer, el clima sabotea cualquier proyecto. Seguro es culpa del gobierno por accesoriedad de todas las burradas que se manda en despoblado, en poblado y en banda. Y por favor, dejame pasar, che, que me escurro por la rejilla de la entrada. ¿O no viste el calorón que hizo?  

Para colmo tuve un vencimiento, justo hoy. Mientras lo imprimía se cortó la luz, culpa del calor y de la compañía eléctrica -siempre tan empática-, cuando volvió, el tiempo que en principio me sobraba empezó a correr; en fin, que ya contra el límite de la hora yo chorreaba agua en razón de la canícula y de la apurada. A causa del atropello me equivoqué, de puro nerviosa puse las hojas al revés en la impresora que se trancó con lo cual se me hizo más tarde y más frenética me vine y cometí más yerros que gracias a Dios ya ni me acuerdo. Para rematarla me agarró un golpazo de calor. Previa ingesta de dos litros de sales hidratantes, levanté vuelo hacia el juzgado. 

Crucé envalentonada la Nueve de Julio padeciendo algún que otro espejismo; confundí el edificio de Tribunales con un oasis y los autos de plaza Lavalle con camellos de colores, jeje.

Irrumpí en el Juzgado cual tromba desnortada blandiendo el escrito desesperada como Tom Hank cuando se tiró a rescatar a Wilson; "¡Permisooo, por favor, que es un dos primeras!" (durante añares fueron dos primeras horas, Tacho, y a una se le pega la expresión) chillé euforizada, pasando alevosamente por delante de una fila silenciosa, sudorosa y sufrida de colegas y afines en estado vegetativo al rayo del sol, de inclementes 38 grados y no sé cuánto de térmica. Hice el milagro de que recuperaran su presencia de ánimo, Tacho; tragando su propia transpiración me contestaron en cacofónico coro: "Es cuatro primeras y falta media hora, doctora. ¡Haga el favor de ponerse en la fila!" ¡Urg! Ahora que lo pienso, no entiendo cómo se avivaron que yo era un par de tipo humano y urbano, vista mi facha de desquiciada. Obvio que me importó un pepino; ya estaba irascible, empapada, acelerada y bien descontrolada. Después de palparme rabiosamente la cabeza me puse a buscar los lentes en la cartera que no sé cómo sobrevivió al allanamiento, ya me disponía a volcar el contenido en el piso cuando un colega horrorizado, tocándose sugestivamente la calva con el dedo índice me indicó que llevaba ¡los dos! pares de lentes en la cabeza. Esos de colores, viste, de diez mangos. ¡Jeje! Claro que los vidrios estaban empañados, uf, le sonreí como para que constatara que mi enajenación era solo aparente. En fin, me puse en la fila abanicándome con el vencimiento y los lentes otra vez en la azotea. Cada cinco minutos volvía a la carga para que me lo reciban; la gente ya me miraba con cierta pena y los chicos de la mesa de entradas me repetían que vuelva a mi lugar, che, casi con dulzura, Tacho. Mientras, me seguía derritiendo. Yo no sé, pero comprobé que de veras el 70 % de nuestra masa corporal está compuesta de líquido, de lo contrario habría transmutado en un charco, jurídico, eso sí. Y el vencimiento habría quedado navegando como una carabelita a la deriva.

Finalmente, creo que por cansancio, por fastidio o por la humedad, a las doce menos diez me lo recibieron y le pusieron los sellos. Supongo que para que me mandara a mudar.  En concordancia, me vaporicé hacia la oficina. Pero no me resultó tan fácil.  

Desatada la catarata pluvial que venía amenazando, me trepó el stress a niveles de riesgo muy elevado y las llaves no calzaban en la cerradura del Estudio por más fuerza que aplicaba. En eso estaba, bastante frenética, cuando la vidente abrió la puerta. ¡Ay, Tacho! Erré la entrada y fui sorprendida forzando la cerradura de mi vecina. La vidente, lejos de molestarse, me ofreció un viaje astral sin cargo, “visto su estado de enajenación” susurró, con una comprensión sospechosa. Horrorizada y pegoteada me disculpé, encerrándome de un portazo en mi oficina.  

Ya a media media tarde se me daba vuelta la imagen de Troplong y colegas ilustres anexos, lo cual es mucho decir; no era capaz de hilar una frase, ni escrita ni verbal, ni pensada. 

Me atraganté de sal y Gatorade y salí de ahí un poco mejorcita a eso de las 19 hs para ver a Nico que cantaba,  pero ¡me  equivoqué  de  lugar,  Tacho!  Yo  leí  algo  de  Ciencias Económicas y no me fije mucho más en el aviso donde ponía la dirección. Di por sentado que era en la Universidad. Ergo, en vez de ir al Consejo Profesional de Ciencias Económicas lo hice a la facultad de Ciencias Económicas. Me caminé todo el edificio de una manzana enorme­ incluido el subsuelo y los tres niveles, la humedad era del 99% y llovía como en el Diluvio Universal; hacía mucho calor y yo no paraba de subir y bajar escaleras de un lado para otro, preguntado aquí y acullá, ¡siempre al mismo pobre hombre! que creo que ya me tomaba el pelo, pero es que no soy muy fisonomista, Tacho. Bué, empecé a chorrear agua de nuevo, che, era un trapo de piso, no pude cometer más desaciertos con mi despiste (a causa de la presunta deshidratación, quiero pensar), ya que Alexandra sí había entendido bien y se fue para el Consejo. Pero la llamé a ver por dónde andaba y ella justo estaba por entrar. Le dije que no, que allí no era, que en la facultad, que se venga. Y la pobre dio media vuelta, che. Se caminó las diez cuadritas y pico hasta la facultad con semejante bajón de día; nos terminamos conociendo hasta las alcantarillas de Ciencias Económicas. Yo me arrastraba por las escaleras como una baba en dos patas siguiéndola de lejos, malhumorada y saturadísima "seguro nos perdimos en este laberinto", pensé furiosa, echándole la culpa a Alexandra que me primereaba. Ella me mandó poco menos que a lo más alto del mástil, pero respetuosamente: "Ma, me voy. Chaucito", como quien trata con una chiflada sin retorno; lo dijo con un dejo de aceptación y lástima, ¿viste? ¡Estos mocosos milenials, che! Jeje. 

No contenta con eso, me metí en la sala de profesores de la facultad donde me pararon. De inmediato empecé a preguntar públicamente sobre el evento de "Tango Sin Riendas", entonces, creo que para que me deje de molestar, me prestaron una computadora y pude ver en internet que Nico cantaba en ¡El Consejo, nomás! Me fui para allá pero cuando entré todo había acabado. Ufa también. Ahí me senté en un sillón a cavilar cómo es que llegué a semejante situación de desastre mientras afuera se largaba una granizada feroz, el calor subía de nuevo y la ciudad parecía Pompeya en el Sahara, Tacho. Los de Seguridad se apresuraron a cerrar todo y, mirá si será fastidiosa la gente, que me indicaron que me saliera, así nomás, con un gesto brusco, che, como si yo fuera una pesada. Bueno, nada, salí por donde había entrado, ¿por dónde si no? Me zambullí en la tormenta contra mi ajada voluntad  -caminando o nadando, total daba igual-, me compré el tercer Powerade por las dudas y justo cuando reptaba hacia el estacionamiento vi una librería de esas que venden libros viejos, ¿viste? Y otras porquerías que se filtran. Me metí a revolver y salí con uno sobre La Ley de Equilibro Térmico y otro de Dilatación de los cuerpos ¡jaja! Subí al auto pero se combustionó y empezó a los trancazos, lo hace cuando le queda poca nafta, así que anduve piloteando a los hipazos y aceleradas. Imaginé que estaba en un campo de flores para cambiar mi realidad (eso es descontrol mental, Tacho, no te rías) pero el auto parecía un caballo salvaje. De flores, ni las farolas. Me insultaron un poco, apenas dos colectiveros, un peatón y dos tacheros. Era hora pico de regreso un viernes con lluvia en pleno centro. Y bueno, me vi obligada a dos o tres giros prohibidos para cargar combustible. En el campo de flores.

Y llegué a casa. No había luz, Tacho. La luz estaba cortada, o sea. ¿Te das cuenta? Edenor me mandó la factura esa que te conté; la que cuando la pagué, la billetera lloró junto conmigo. Y además cortaron la luz ¡justo hoy! Por eso vine acá, Tachito. Estoy toda rota. Tengo hambre, sed y sueño. Dale, ¿me abrís?

- …

Ah... No te anda el ascensor. ¿Un fallo eléctrico? ¿En serio?

- …

No, Tacho, son doce pisos. Bué, me voy... No importa, ya te conté todo por el portero. Dejá nomás. En la plaza hay una fuente que acepta lagrimones.