Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)
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jueves, 15 de diciembre de 2022

Radhi, un milagro de Navidad

 

 Radhi no experimentaba miedo. Tampoco coraje.

 Las sensaciones lo habían abandonado hacía tiempo, desplazadas por la saturación del horror en aquel rincón de África.

 Sólo quería terminar. Sus movimientos se sucedían nerviosos, enérgicos, mimetizándose con los ruidos nocturnos. Hasta que un resonar de detonaciones lo puso en alerta.

Durante un instante permaneció inmóvil, aguzando los sentidos.

 Con sigilo viró sobre sí escudriñando las profundidades de la oscuridad… Nada. Las sombras yacían impávidas en la quietud del amanecer inminente.

 Sin embargo, el silencio era tan abrumador que un sudor frío recorrió su cuerpo lastimado. Podía oler la trampa de la muerte más que cualquier otra cosa.

 Tras un momento de vacilación, retomó la acción con furia, desbordado por lágrimas interminables.

 Junto con la última palada de tierra sobre los cuerpos de su madre y de su hermana, asesinadas por los bárbaros, la inmediatez del espanto ya no necesitó confirmación. El fragor inconfundible de las ametralladoras y las camionetas repletas de fanáticos drogados de barbarie, enardecidos bajo el estímulo de estribillos revolucionarios, se aproximaban a paso agigantado.

 Radhi no dudó. El instinto de conservación más precario bastó para que escapara de allí en una marcha frenética, dificultada su visión tanto por lágrimas propias como por la sangre todavía fresca de sus muertas queridas.

 La ciudad, reducida a cenizas y escombros, albergaba hordas de verdugos listos para el exterminio de la etnia condenada, hasta hace poco, vecina y hermana.

 Radhi intentaba poner la mayor distancia entre él y el momento de su propia muerte. Ni por asomo se le ocurría la vida como opción. Aferrado al saco de mirra que su madre llevaba al morir, corrió directo al puerto, como todos. Como si el mar fuera una providencia milagrosa.

 A sus espaldas, la milicia separatista se entretenía saqueando lo poco que quedaba en pie, avanzando cada vez más cerca del puerto, en el que aún se apostaban algunas fuerzas internacionales garantes de la paz, aunque sin autorización para intervenir en la contienda interna.

 Radhi no se detuvo hasta llegar al espigón principal. El tránsito se veía complicado por la tripulación de un buque mercante que, aunque recién atracado, se aprestaba a soltar amarras en un brusco cambio de decisión. Y de rumbo. Nada ilógico, ante la cercanía de la masacre imperante.

 Radhi observó la desesperación en los rostros de los miserables refugiados en las dársenas, el desconcierto y el pánico desatado entre las tropas de la ONU, el caos en los escasos mercados y estimó que estaba ante el principio del fin. Ese bastión ya no era garante de nada. También el espanto de aquella tripulación era patente, mientras intentaba soltar amarras a toda prisa. No se lo pensó dos veces. El también metió los dedos, sumándose a un puñado de marineros que luchaba contra los nudos enganchados en los fierros del malecón. Ese insólito escollo resultó determinante para su suerte. Conocía ese malecón como la palma de sus manos. En un santiamén se colgó debajo del muelle y fueron sus manos precisamente las que, hábiles, liberaron de ataduras a la embarcación urgida por abandonar cuanto antes aquel infierno ajeno.

Quien parecía el capitán, un hombre rudo y dueño de una mirada intimidante, clavó sus ojos en la amarra redimida, para luego fijarlos en Radhi. No le resultó difícil adivinar las intenciones de ese adolescente que apenas se tenía en pie. Sin decir palabra lo empujó a cubierta. De inmediato, al grito de “a la mar”, zarpó el buque a toda máquina, dejando atrás aquella tierra de infamias.

 Radhi siguió al hombre por instinto, sin apartarse de él ni un solo minuto.

 Un poco de ron sobre sus heridas y otro poco en su garganta, una cucheta en la cabina más recóndita, comida diaria y nada de preguntas a cambio del aseo de cocina, baños y pasarelas a discreción del capitán, le supieron a gloria. Sólo le fue retenido el saco con mirra, que le sería devuelto al dejar la nave. Radhi no protestó. Bien sabía que volvería a sus manos oportunamente. No obstante, luego de cuarenta días con sus noches, estaba irreconocible debido a las infecciones de heridas que, pese a los cuidados recibidos, no habían cicatrizado.

 Es así que al arribar al puerto de destino, la nave depositó retazos de sus dieciocho años junto a su único equipaje –el saco de mirra- en una tierra extranjera. Pero que, a juzgar por las apacibles idas y venidas de los barcos y la disposición de las gentes, olía a paz. A rutina diaria.

 ¡Ah, qué tesoro, la rutina diaria! Aún la ajena, la extranjera, la incomprensible. Era una bendición. Y si lo esperable sucedía en libertad, era sinónimo de felicidad. De vida. Para él, así era. Ya había abandonado la idea de que nada podía ser peor que lo vivido. Siempre podría sobrevenir algo peor. Por eso valoró el ajetreo indiferente de ese puerto desconocido, en el que su anonimato le proporcionó un improvisado y bienvenido cobijo.

 Lo primero que hizo fue ocuparse de sus heridas rebeldes empapándolas con mirra. Al poco tiempo cicatrizaron sin problema.

 La providencia se inclinó a su favor. Siendo su lengua de origen el francés, quedó excluido de los esfuerzos que alcanzaban a otros polizones y mendigos que rondaban el puerto de Buenos Aires. La sensación de una educación superior que trasmitía con sus gestos, palabras y actitudes, le abrieron enseguida caminos de aceptación.

 Muy pronto se ubicó en la taberna portuaria propiedad de un matrimonio conformado por un ex marino francés, Joseph, y Marie, una bordadora de seda a tiempo parcial. Allí recibiría cama, comida y una paga justa por asear el lugar y atender a la clientela.

 Joseph y Marie ocupaban casi todo su tiempo libre en buscar una solución médica para su único hijo de casi un año –Emanuel- que padecía de sordomudez congénita. No se resignaban al futuro de silencio que aguardaba al niño y pasaban visitando especialistas en procura de un milagro para Emanuel. Así que Radhi sería de gran ayuda para ellos.

 Aunque el joven ingresó a sus vidas bajo el sufrido perfil de los desplazados, Joseph advirtió enseguida los curiosos efectos que producía en cualquier ambiente la presencia del muchacho. Clientes y proveedores expresaban lo bien que se sentían cuando eran atendidos por Radhi. Otro detalle llamó asimismo su atención. En la primera jornada de trabajo, Radhi sufrió una quemadura bastante fea en la muñeca izquierda. Sin embargo, al día siguiente la herida ya era una cicatriz en vías de desaparición.

 La inmediatez de la Nochebuena interrumpió sus elucubraciones. Las tareas se duplicaron con los preparativos de la cena especial que se ofrecería a los concurrentes, casi todos nostálgicos marinos de paso, alejados de sus tierras de origen.

 Un problema aparte lo trajo la iluminación del pesebre dispuesto en la esquina del comedor que daba a la terraza. Las luces navideñas, todas de alegres tonalidades, iluminaban los personajes del Belén, generando una muy adecuada ambientación. Pero la lamparilla mayor que debía coronar el ángel de la Paz, no encendía. A Marie se le dio por girarla, consiguiendo que se apagara el resto de las luces. Riendo, Joseph reparó el fallo, comentando que tampoco era tan importante la lámpara para el ángel.

 Ya en la tarde del 24 de diciembre, se le confió a Radhi el cuidado del pequeño Emanuel, dado que sus padres debían disponer lo necesario para el menú de la noche.

 Joseph y Marie no dejaron detalle librado al azar y la comida salió perfecta.

 Pese a ello, el festejo culminó en un grotesco emporio de la loza y de comensales beodos dirigiéndose unos a otros los más variados adjetivos; totalmente alejados de los sentimientos que debieran de imperar en tan magna noche. Finalmente, cada cual marchó a su cueva con el alma manchada, aunque con la esperanza intacta. No se comprende. Pero así sucedió ese 24 de diciembre. Aunque Joseph aseguraba, bastante molesto que, si Radhi se hubiera encargado del servicio, otras habrían sido las consecuencias. Este, sin embargo, debió cuidar de Emanuel.

 Una vez dormido el niño y ya entrada la madrugada del 25, Radhi quedó a cargo de lavar la loza y adecentar el recinto. Para cuando acabó con la faena, un silencio pacífico y reparador cayó sobre la casa como un liviano y piadoso manto de perdón.

 Radhi suspiró. Se quitó despacio el delantal mientras recorría el lugar con la mirada. Advirtió con sorpresa que la lamparilla fallada, la que coronaba el ángel de la Paz, esparcía ahora, impávida y risueña, una serena luz azul sobre el pesebre.

 Encogiéndose de hombros ante el misterio, salió a la terraza y se enfrascó en la bóveda celeste, recordando a su madre y a su hermana en las Nochebuenas en familia, cuando todavía creía en la bondad del mundo. Ese mismo que de un zarpazo traicionero le había quitado lo que más quería, anulando sus polos y entregándolo –con la sumisión de los muertos- al primer barco que se le cruzó, sin distinción de banderas.

Ensimismado en tales reflexiones, Radhi no advirtió la presencia de Emanuel que se había acercado gateando, colgándosele de la pierna. Ahora le dirigía una mirada tan suplicante y elocuente en su mutismo, que el corazón del joven se comprimió de dolor al pensar en el silencio cruel que, en su sordomudez, recaía sobre esa criatura inocente. Inquieto ante la insistente mirada del niño, acarició con ternura sus mejillas rosadas disponiéndose a devolverlo a la cuna, pero la gravedad y firmeza de esos ojos infantiles anclados en los suyos lo descolocaron por completo. Pensativo, lo observó a su vez. Predominaba en él la certidumbre de que ese momento era el efecto de un evento mayor.  

 Mientras Radhi trataba de componer sus ideas, Emanuel se había hecho del saco de mirra y lo manipulaba con interés. El joven se lo quitó con la excusa –mediante gestos- de abrirlo; cosa que efectivamente hizo, extrayendo un puñado de mirra. Luego, sujetando con suavidad la carita del niño, aplicó el polvo rojizo en los oídos y labios infantiles, al tiempo que oraba al Dios recién nacido.

 Emanuel quedó dormido con placidez. Su manito aferraba el saco del especial polvo, sin que Radhi atinara a entender en qué momento se lo había agenciado. Sonrió ladeando la cabeza y arropó al niño junto al pesebre, dispuesto a continuar sus interrumpidas cavilaciones.

 Pero entonces se percató de la potencia de la luz. Frunció el ceño confundido. Más la confusión mudó hacia el asombro cuando la lamparilla del ángel que presidía el Nacimiento lo encandiló, convertida en una brillante luz índigo que, habiendo ganado intensidad, se asemejaba a una estrella.

 (Un lucero semejante guiaba a tres magos hacia el Niño de Belén).

 Por asociación mecánica de ideas escrutó el firmamento en busca de alguna respuesta. Pero un fuerte e inusual viento lo sorprendió, envolviéndolo de pies a cabeza, mientras era acunado por dulcísimos coros que entonaban himnos de alabanza.


En el día de su cumpleaños número uno, Emanuel amaneció dormido junto al pesebre, tal como lo había dejado Radhi. Marie se alarmó al hallar a su hijo fuera de la cuna y lo sacudió levemente. El niño despertó y su mano se abrió soltando el saco de mirra. Al ver el rostro preocupado de Marie, sonrió pícaramente. 

Una vocecita infantil salió por primera vez de su garganta:

 — Mama, ¿ete bebé e el nene? —preguntó con la claridad esperable, mientras señalaba al Niño Jesús de cerámica que yacía en el pesebre.

 Marie lo miró estupefacta.

— Mama, ¿ete bebé e el nene?

 Marie no atinaba a articular palabra. Emanuel en tanto, repetía la pregunta una y otra vez, atento a una respuesta que tardaba en llegar.

 Marie, inundada en lágrimas, ahora sonreía como una enajenada. Finalmente reaccionó.

— Sí, mi amor. ¡No! Espera… ¡Sí, sí! Ese bebe es el nene —decidió, balbuceante y feliz, mientras abrazaba a su hijo loca de alegría.

— ¡Joseph, ven! ¡Ha sucedido un milagro! 

 ***


 En tierras de Belén, el carpintero y su mujer estaban cansados de peregrinar en busca de un alojamiento complicado a causa del desplazamiento constante de gentes, con motivo del decreto de César Augusto “para que toda tierra habitada se registrase”. Un pastor, advertido de que la mujer estaba encinta en grado avanzado, cedió el pesebre de sus animales a la pareja de caminantes. Y allí se instalaron.

 Muy cerca, unos reyes astrónomos seguían el rumbo trazado por una estrella de extraordinario brillo, escoltada por un ángel.

 Aunque algunos aseguraban que en realidad la alineación de Júpiter con Saturno era la que dotaba al fenómeno cósmico de tan particular resplandor, lo que daba pie a discusiones sin fin entre los parroquianos de las tabernas.

 Pero los reyes estaban seguros. Venían siguiendo la estrella desde Oriente y conocían su significado: Júpiter, la estrella del príncipe del mundo y Saturno -la estrella de Palestina- se encontraban en la constelación de Piscis, evidencia del final de los tiempos. Y esta señal era de una única lectura. El Salvador, el Señor del final de los tiempos, nacería este año en Palestina *. Persuadidos de lo extraordinario de ese suceso irrepetible, los sabios se dirigían a adorarlo.

 El trayecto, sin embargo, fue largo y agotador.

 De los tres extranjeros, el más sufrido era el que provenía de África. Baltasar verdaderamente acusaba un cansancio extremo. Aún así, se aseguraba a cada instante que la caja de mirra a ofrendar se encontrara a buen recaudo.

 Baltasar afirmaría, tiempo después, que el viaje había sido muy fatigoso para él; tanto, que albergaba la alocada idea de que, tras adorar al pequeño Jesús, ante una orden de Éste, un ángel lo había transportado a otras dimensiones.

 Los pobladores de los altos en el trayecto, cuando escuchaban tal explicación de boca de Baltasar, se miraban entre sí con inteligencia. “Nunca nos reímos tanto, como de esta historia”, fue por un tiempo el comentario jocoso más popular.

 

***

 

Marie y Joseph no saben cómo hacer callar a Emanuel… Tampoco les interesa en verdad.

  Radhi nunca más apareció, pero por esas insondables motivaciones que sólo el corazón conoce, la pareja no se extrañó. Ni siquiera lo buscaron, adivinando que no lo hallarían en ningún momento de este tiempo.

Ambos están persuadidos que Radhi tuvo que ver con la curación milagrosa de su hijo. Y se sienten agradecidos. Saben que es mejor callar ciertos milagros. A veces utilizan un poco de mirra que toman del saco, en casos de heridas graves. Y por inadmisible que parezca, su cantidad no disminuye.

Por eso tampoco se preguntan a qué se debe que cada año, al colocar la luz del ángel de la Paz que preside el Belén, esta despide una intensa luminosidad índigo sobre Aquel que tiene el nombre sobre todo nombre.

El saco de mirra reposa en el mismo lugar donde lo dejara la mano abierta de Emanuel, junto a un pesebre que no volvió a desarmarse, en reconocimiento a Quien derramó sus bendiciones sobre su pequeño, a través de Radhi.

 Porque, aunque perfumada, la mirra tiene forma de lágrima y es de color rojizo. Como la sangre.

 Y, porque mientras tales señales persistan, ellos intuyen que Radhi se encuentra cerca. Aunque bajo otra clase de luz.

*

martes, 29 de septiembre de 2020

El consorcio

A mis antiguos compañeros virtuales de letras.


EL CONSORCIO

Del Boulevard Estrellado

 

El edificio

El edificio del Boulevard Estrellado 7077 estaba habitado por gente rara.

Los vecinos de los inmuebles aledaños ya se habían acostumbrado a duras penas, gran templanza y no pocas broncas, a sobrellevar el insalubre destino de aquel conglomerado habitacional.

Para colmo de males, la propiedad no contaba con subdivisión aprobada, de tal suerte que la venta de las unidades era prácticamente imposible, como no fuera a precio vil, para exasperación de los irritables consorcistas.

De esta espantosa condición se desayunaron un no menos espantoso día, cuando un propietario, harto de sus vecinos, inició las diligencias del caso a fin de vender su apartamento.

"No está hecha la subdivisión del edificio", le informaron lacónicamente en el Registro de la Propiedad Inmueble. "Usted es dueño de una parte indivisa del todo'', remataron, no sin cierto regusto gozoso, extendiéndole las constancias del caso y cerrándole la ventanilla en las narices.

El hombre se marchó consternado. Cualquier solución implicaría pérdida de tiempo y dinero. Y, lo más grave, acuerdos difíciles de imaginar entre los paradójicos copropietarios, quienes pasaron, así, a oficiar de rehenes del antojadizo edificio.

El descubrimiento de esta contingencia marcó un antes y un después en la hostilidad intra vecinal: no sirvió más que para alimentar viejos encontronazos internos; cualquier nimiedad los sacaba de quicio.

Se suscitaban disputas, muchas veces disparatadas, cuya propagación no ofrecía final de carrera, con la consiguiente onda expansiva hacia los resignados habitantes de la cuadra, que debieron soportar estoicamente la devaluación de sus propiedades en grado directamente proporcional con la proximidad al mentado edificio.

En vista de la gravedad de la situación y ante una noticia posiblemente liberatoria, se convocó a una urgente asamblea a celebrarse el día sábado tres de febrero a las veinte horas. Orden del día: la venta del edificio en bloque. Recinto: palier de la planta baja. La concurrencia de los titulares de dominio sería obligatoria, personal e indelegable, salvo casos de fuerza mayor debidamente justificados.

Madame Zlatka, administradora del consorcio y dueña de un optimismo y un gato delirantes, confiaba en sus dotes persuasivas y en su supuesta clarividencia. En este dudoso rumbo cursó un extraño aviso, a fin de garantizarse que la asamblea transcurriese bajo un mínimo grado de tolerancia.

"¿Harto del edificio y sus ocupantes? ¿Tu vecino/a se convirtió en brujo/a? ¿Cansado de ver las mismas caras todos los días? ¿Estás muy tenso? Ya puedes presentarte a nuestra gran asamblea de carnaval prevista para el día tres de febrero a las 20 hs.” Firmado: la Administración.

Un texto extraordinario, acorde con la calidad de la asamblea convocada.

Claro que tampoco era gente ordinaria la que integraba dicho consorcio. Además de ser individuos excéntricos y sin un pelo de tontos, sus egos padecían de una hipersensibilidad calificada como de riesgo muy elevado.

Naturalmente, con tan peliagudo perfil, estos sujetos tendían a vivir a la defensiva y en constante estado de vigilia. Ergo, reaccionaban ante cualquier evento en forma inesperada, mutando la quietud de los pasillos en enardecido campo de batalla en el que los portazos, lamentos y griteríos se enseñoreaban de las partes comunes del edificio. 

Aunque según estadísticas recientes, casi siempre a la hora de comer los altercados decaían tan abruptamente como se habían iniciado. Ya sea por agotamiento repentino de los contendientes o de la causa disparadora del conflicto.

Y el edificio sufría.

El ascensor levitaba por cuenta propia, harto de ser fatigado testigo de las variadas culpas, disculpas, dobles y hasta triples discursos que se había visto obligado a presenciar a lo largo y a lo ancho de los años. Era un clásico.

Porque lo que es educación, no les faltaba a los consorcistas. Y agudeza, tampoco. Al contrario. Tenían mucho de ambas cosas. Con más otros detalles que no tiene sentido traer a colación.

 

La Asamblea

Para sorpresa de la administradora, el presentismo fue total.

No puede decirse lo mismo de la puntualidad. Pero bueno, nada ni nadie es perfecto. Eso, sin tomar en cuenta que no todos los vecinos se guiaban por iguales parámetros de tiempo. Venían de distintos países y cada cual andaba en su propio huso horario. Y ya anticipé que era gente rara.

Hacia las nueve de la noche la concurrencia estaba casi completa. Se habían acomodado en cuidadoso círculo, evitando quedar al lado de la enemistad de turno.

Madame Zlatka apareció con su gato Cigarette, en un imperdonable abuso de potestades. Todos hicieron caso omiso, conocedores de las excentricidades de la administradora. Por otra parte, eran conscientes que debían hacer la vista gorda, pues de renunciar Zlatka, ¿quién querría hacerse cargo de semejante muerto?

Madame Zlatka abrió la reunión yendo directamente al grano: anunció que existía la posibilidad concreta de vender el edificio en bloque a un comprador solvente y por una suma de dinero nada desdeñable. De consumarse la compraventa, cada cual percibiría el porcentaje equivalente al valor de su unidad, quedando libre de mudarse. Acabarían así con la forzada y enojosa convivencia actual.

La potencial parte compradora era el consulado griego de la ciudad, interesado en instalar en el inmueble un paseo temático acerca de Alejandro Magno. Incluso sus funcionarios habían dejado entrever cierta premura al formular la propuesta. Todo daba para pensar en plata segura e inmediatez de la operación.

Hubo nerviosos cambios de posturas en los asientos mientras un murmullo inclasificable recorría el círculo consorcista.

Ante la ausencia de objeciones concretas, Zlatka prosiguió:

- El cónsul me ha solicitado efectuar una visita a cada apartamento con la finalidad de relevar el estado general y medidas. Se presentará el próximo lunes cinco de febrero a partir de las dieciséis horas, por lo que se ruega -en caso de acuerdo- que se encuentren presentes. De definirse la operación, podría finiquitarse en este mes. ¿Alguna pregunta antes de proceder a la votación? - concluyó Zlatka, mientras consultaba la hora con disimulo. No quería perderse el avant premiere de “Academia de vampiros”, esa medianoche.

Habida cuenta del silencio general, se procedió sin más a la votación, cuyo resultado fue positivo por unanimidad.

-Hay un detalle que debo trasmitirles antes de finalizar -dijo Zlatka, entre contenta y tensionada. -El funcionario me ha preguntado si estamos interesados en la historia griega, sosteniendo que, en tal caso, el consulado nos otorgaría un pase vitalicio para asistir a sus eventos y, especialmente, al museo Alejandrino. En la idea de acelerar la compraventa, afirmé que sí, que todos aquí admiramos la historia griega, especialmente la gesta de Alejandro y su legado. Incluso, sugerí que estos carnavales podríamos instalar en el palier una muestra temática alusiva.

Pasado el estupor colectivo inicial, algunos de los presentes empezaron a soltar imprecaciones dando lugar a una variada y espontánea dinámica de oratoria antológica, rápidamente sofocada por la administradora.

-Un momento, por favor, que no he terminado. E1 cónsul se mostró entusiasmado con la iniciativa. A lo que respondí que "no se imagina qué original muestra temática sobre Alejandro Magno ofreceremos". Ahora, el problema, sencillo, si con ello logramos cerrar esta operación, es disponer de tal exhibición para el día de la visita. No encuentro que nos signifique un esfuerzo...

Madame Zlatka no pudo continuar debido a la batahola que siguió ante esta novedad. Muchos se opusieron en razón de diferencias intelectuales y posturas filosóficas personales que ni locos pensaban violentar; otros se planteaban el gasto que tal montaje conllevaría, anticipando que de su bolsillo no saldría un peso y una abrumadora mayoría se pronunció a favor de ambas motivaciones. Algunos incluso, se estaban levantando y plegando sus sillas para retirarse, bastante ofuscados.

El ambiente se fue caldeando peligrosamente. Una voz anónima chilló que era como prostituirse pero no pudo redondear la idea, para gran alivio de Zlatka, debido a que por encima del alboroto tronó el vozarrón del vecino del lro. "B" -actor de profesión- quién sugirió una exhibición temática viviente: ellos mismos podrían disfrazarse de los personajes y eso, aparte de menguar gastos, complacería aún más al cónsul. Y tal vez hasta anticipara la decisión de la compra.

Todas las cabezas giraron sorprendidas hacia Darío. Tras un instante de suspenso, se entregaron a una confusa retahíla de cuchicheos maliciosos, en la idea de que probablemente ese muchacho no anduviera en sus cabales. Después de todo se había mudado en forma reciente y no se sabía demasiado de su vida, salvo que era paciente del vecino que ocupaba el ático.

Hasta que alguien insinuó que la idea no era tan descabellada.

-A ver, a ver... - se impuso Iris, vecina del 2do. "B", con una sonrisa conciliadora.  - Si llegáramos a un acuerdo, el esfuerzo merece la pena. Deberíamos efectuar la representación sólo por el tiempo que dure la visita. Y si eso puede inclinar la balanza a nuestro favor, quizás no sea tan desatinado. ¿Y si lo analizamos un poco?

Zenda, del 6to. "A", se apresuró a dejar bien claro que le parecía un despropósito y que  no le interesaba para nada. Que no contaran con ella, que sufría de perseverantes vértigos, los que se agravarían al verse obligada ¡a disfrazarse! contra sus más elementales convicciones. Que ella era una persona sensata.

El resto protestaba sin aportar nada potable. Sólo el que habitaba el ático permanecía en silencio, con una expresión entre socarrona e irresoluta. Alguien le preguntó si la situación le causaba gracia y reaccionó enfrascándose en la lectura del libro “El malestar en la cultura”.

Madame Zlatka, desesperada porque se le iba la hora del cine, propuso someter la idea a votación. Había pensado en todo: en caso de resultar positivo el resultado, pasarían a votar los papeles que cada quien representaría, de suscitar ello más desacuerdos.

Extrañamente, acerca de este punto, todos concordaron que era lo más práctico. Alguien agregó que con tal de no verles más las caras, se disfrazaría hasta del caballo de Alejandro. El resto le dedicó miradas de reciprocidad en el sentimiento.

En el preciso momento en que se disponían a votar apareció la vecina del 4to. "B", bastante agitada, portando mate y termo bajo el brazo y disculpándose por la tardanza. Nadie le contestó. El del ático le sugirió que podía aclararle el significado psicológico de la impuntualidad, ofrecimiento que la señora Rodocrosita declinó categóricamente.

Zlatka ignoró el episodio y dio comienzo a la votación por el método de levantar la mano.

Nueve a cinco, ganó la moción de la muestra viviente.

Luego, dándose por sentada la ausencia de acuerdos sobre el punto, se sortearon los personajes.

Más de uno intentó impugnar el proceso al constatar el rol que le había tocado en suerte. Zlatka hubo de recordarles lo que previamente quedara aclarado: las designaciones que en gracia recayeran sobre cada cual serían inapelables. Todos accedieron de mala gana. Y también, porque era bastante tarde y el hambre decide cuestiones incluso más importantes que esta.

 

Después de la Asamblea

De tal modo, marchó cada cual a su unidad munido del papelito indicativo del personaje que representaría en la magna exhibición viviente.

Por las expresiones, nadie había quedado conforme. Pero luego, la esperanza de que posiblemente muy pronto dejarían de verse las caras, se erigió en un consuelo poderoso y anestésico.

En el elevador coincidieron Zenda y su vecino del 6to. "B", un escritor un tanto despistado llamado Alan. Ambos exhibían ostensible fastidio contra el papelito que los sometía a un personaje de la gesta de Alejandro. Apenas se saludaron al llegar al sexto piso, aliviados de librarse de la presencia del otro.

El señor Cruasan, por su parte, en cuanto ingresó al cómodo ático que ocupaba, por poco se larga a llorar. No podía creerlo. Él, un psiquiatra de vanguardia, revisionista y polemista de toda proeza histórica consagrada por las enciclopedias, debía representar nada menos que... ¡uff! Ni pensarlo podía. En vez del sollozo incipiente, destapó una cerveza para digerir el mal trago. Después sintonizó su telenovela favorita y se lloró todo.

A sus espaldas, un retrato de Jacques Lacan contemplaba la escena con gravedad.

Acabada la catarsis se puso en la posición de loto, permaneciendo largo rato entregado a quien sabe qué clase de meditaciones.

En otras unidades tampoco reinaba la alegría.

La señora Zenda, al asimilar el papel que desempeñaría, no lo dudó un instante: sintonizó la “Cabalgata de las Valquirias”, se sentó en la computadora de frente a la pecera y empezó a escribir un pesadísimo texto que planeaba publicar al día siguiente en la pizarra del palier, exponiendo sobradas razones de su rotunda negativa a participar en el vergonzoso evento e invitando al resto a plegarse. Ya llevaba escritas seis carillas y ganado un moderado síndrome vertiginoso, cuando su vecino Alan llamó a la puerta.

- Perdona Zenda, pero me preguntaba si dispones de algún calmante, se me parte la cabeza.

- Sí, espera... -dijo Zenda, regresando al minuto con una caja de medicamento. - Llévatela, tengo muchas más -concedió, de mal humor.

- ¿Me das toda la caja? Pues, ¡muchas gracias! Es que ahora mismo tengo una migraña que no tienes idea - se lamentó el muchacho.

Zenda cerró la puerta sin terminar de escucharlo y se apretó las sienes. "Tal vez con una infusión bien cargada de láudano, logre acabar el manifiesto y dormir unas horas."

Iris, la del 2do. "B", se había emperifollado a toda velocidad y ganado la calle, haciendo señas casi en el aire a un taxi que se detuvo con una frenada chirriante.

-Al Hotel de la Fortuna, piso trece, en el barrio etíope. Dese prisa por favor.

El chofer, un sujeto de movimientos acompasados, la observó por el espejo retrovisor enarcando una ceja. "Señora, con todo respeto, no puedo llevarla hasta el piso trece. ¿Está bien si la dejo en la puerta de calle?”  Iris enrojeció y se disculpó por el yerro.

"Ay, si alguien supiera que la contraseña es el éxito...", suspiró.

Verdita, del 5to. "B", estaba concentradísima sacando toda clase de cuentas, tratando de estirar el dinero que recibiría por la venta, de modo que le alcanzara para la compra de un apartamento y un viaje. "O dos viajes." ¿Y si se retiraba a meditar en el bosque? "No… ¡Un crucero! Eso mismo. ¡Ay! ¿A qué hora y cuándo dijo que viene el cónsul? Perdí el papel. ¿Qué personaje me tocó? Mejor, voy a tomar el sol." Completamente decidida, abandonó las cuentas, se calzó el traje de baño y manoteó el bronceador, diciéndose que debía desestresarse.

Martín, el del 4to. "A", una vez asumido su personaje, se zambulló en los placares aprovechando que su familia había salido. Estaba seguro de encontrar el vestuario perfecto. No podía permitirse que algún error tirara abajo esa operación inmobiliaria. ¡No veía la hora de pisar las arenas caribeñas!

En el 6°. "B'', Alan caía en la cuenta que hacía casi dos días que no alimentaba a su cacatúa. “¡Dios mío, pobre bicho!" 

Enseguida recordó que Zlatka vivía con un pájaro -un carpintero bellotero al que disfrazaba con fanatismo cada dos por tres-­ apodado Martillín. Con seguridad podía prestarle algo de alimento para su mascota.

En esta idea, se precipitó escaleras abajo llegando a la puerta del 5to. "A" justo en el momento en que Zlatka salía disparada hacia el cine. Llevaba un escotado vestido negro que dejaba ver el tatuaje de un murciélago en el hombro derecho.

Alan quedó hipnotizado ante el curioso tatuaje.

-¿Sucede algo? -reaccionó Zlatka, recuperando la prisa suspendida.

-Perdona, por favor, pero no tengo comida para Casiopea - tal el nombre de la cacatúa - Me preguntaba si por casualidad... En fin, sé que tienes ese pájaro carpintero, si me prestaras un poco de maíz o fruta, me salvas. En la semana te lo devuelvo.

Zlatka se fastidió. Estos consorcistas la tenían harta. Estuvo muy bien que ella aceptara administrar el edificio en un arrebato de locura; en un día de esos en que una se cree capaz de toda clase de proezas. Fue ese día, sí. Cuando tiró aquella mesita de noche. Se quedó pensando... "Él llegó con chocolates, flores y una canción". Madame Zlatka se estremeció. Ahora él ya no estaba, la magia se había esfumando, pero los consorcistas y la administración se le quedaron pegados como telarañas.

La firme impaciencia de Alan la devolvió a la realidad.

 -Ah, te refieres a “ese” pajarillo. Lo cuida Rodocrosita ahora. Pregúntale, a ver si aunque más no sea tiene mate con dulce de leche. Yo conservo algunas bellotas que custodiaba Martillín. Aunque de veras te digo que le encanta el vino tinto. Oye, tengo arroz con leche que me ha quedado de ayer, ¿lo quieres? Tal vez tu cacatúa lo coma.

Alan quedo petrificado con lo del vino.

-Este... No sé si tal vez el murciélago...

- Mira, tengo prisa. ¿Qué dices?

Alan ya estaba metido en el argumento de su próxima novela: una princesa del Cáucaso que duerme colgando cabeza abajo, junto a un murciélago. Un pasado aciago e incompleto la acosa y sólo será repelido por el vino de cierto viñedo misterioso e inaccesible. ¡Qué buena trama!

Entusiasmado con estas cavilaciones, cuando quiso acordarse, tenía entre las manos una fuente de arroz con leche.

-¡Oh... gracias, Zlatka! Que estés bien.

Y sin esperar respuesta se metió en el elevador, ansioso por anotar las ideas que se le agolpaban en la cabeza, no fuera cosa que ciertos detalles fugaces se le olvidaran. Mas el ascensor  traía de pasajero forzado al habitante del piso 3ro. "A'', que, bastante malhumorado, lo fulminó con la mirada. Llevaba una jaula conteniendo una pareja de gatos siameses que lucían un exquisito pelaje dorado. Los observaba con preocupación, tenía la urgencia pintada en el rostro y las manos llenas de miel.

"¡Más animales! No sabía que el del 3ro. "A" también tuviese mascotas".

- ¿No podías aguardar que descendiera a la planta baja, eh? -le reprochó Lucas.

- Oye, no fue intencional. Pulsé el botón. ¿Te sucede algo?

- Alguien ha intentado envenenar mis gatos -se lamentó su vecino. Y mira, sospecho de Iris, pues siempre se queja de que ensucian su ventanal. Habrás notado que desde que frecuenta el barrio etíope está cambiada.

- Pues... ni remota idea, amigo -Respondió Alan, luchando internamente por retener las recientes ideas adquiridas para su novela.

- ¿Y qué disfraz te ha tocado en suerte para el lamentable acto que han montado, eh? -inquirió Lucas mientras acariciaba el pelaje dorado de sus gatos a través de las delgadas rejas.

- Eh...

- Pues a mí me han asignado el papel de Aristóteles. Era un anciano. Un ridículo total. ¡Hazme el favor! ¿Puede saberse qué atuendo debo vestir? - protestó, más que preguntó Lucas, compungido y enfurruñado.

- Eh... – “¡Caray, así olvidaré la mitad de las ideas!” -Estamos reteniendo el elevador. Perdona, pero llevo prisa. Ah, por cierto... el vestuario griego varía según las épocas. Pero en cuanto a tu pregunta, sujetándonos a lo que se acepta como verídico y, teniendo en cuenta que debemos complacer al cónsul, en la antigua Grecia los atuendos de los actores eran, básicamente, túnicas de diversos colores en concordancia con la jerarquía del actor y la obra representada. Los colores oscuros eran propios de personajes tristes o aquejados por algún mal y los colores más alegres para los protagonistas.

Y desapareció, sin aguardar ni las gracias, estimando la posibilidad de incorporar al argumento de su novela algunos gatos siameses dorados que, bajo ciertas condiciones, se suicidaran en masa, ahogados en miel. ¡Brr! Esa historia prometía sangre, enigma y adrenalina.

Ya en su apartamento, al tiempo que aporreaba el teclado y deglutía inmisericorde el arroz con leche, su cacatúa, desolada y hambrienta, se lamentaba en francés.

En ese preciso momento, el palier de la planta baja era un hervidero.

Vistas las altas horas de la noche en las que concluyó la asamblea, la mayoría de los vecinos optó por el servicio de delivery para la cena, por lo que iban y venían con paquetes aromáticos en tanto que una media docena de motos con los pedidos se agolpaba en el acceso del edificio. Es cierto que entre los consorcistas se generó algún que otro encontronazo por confusión de los envíos, pero no pasaron de insultos olvidables.

 En virtud de estos menesteres, la señorita Strass del lro. "A" coincidió con Miguel de la planta baja y Neón, del 2do. "A'', quienes de inmediato se entregaron a comentar sus personajes, evaluando distintos tipos de disfraces. La reunión giró enseguida hacia el tono de cónclave, entre susurros y risitas misteriosas. Los del tercer piso A y B -Lucas y Zircón-, a cual más disgustado con el procedimiento de la muestra alejandrina viviente, advirtiendo las risas e indiferencia del cerrado grupete dicharachero, recelaron de inmediato de sus intenciones intercambiando miradas de inteligencia y desaire.

Pero, en fin, más allá del estado de desconfianza recíproca que constituía la regla de oro en el edificio, cada cual se conformó a regañadientes, en la idea de que esto podía ser el final de tan absurdo cautiverio.

Darío, dada su experiencia teatral, quedó a cargo de la coordinación del teatro griego y ya había puesto manos a la obra, esbozando un Manual del Actor Improvisado: "Introducción: entrego humildemente una guía sencilla e intuitiva para un mejor formato del acto y del vestuario. Se ruega dotar los disfraces de una presentación adecuada con el fin de facilitar la identificación de los personajes. Este brillante manual pretende inclinar la voluntad del cónsul a la compra del edificio."

Por su parte, madame Zlatka oficiaría de cicerone del señor cónsul en su recorrida por los apartamentos de la estirpe macedonia y compañía.

 

Antes de la actuación

A partir de las veinticuatro horas del sábado y durante todo el domingo hasta bien entrada la tarde no voló una mosca en el edificio. Los vecinos aledaños temieron incluso que los impredecibles habitantes del Boulevard Estrellado 7077 hubieran cometido suicidio masivo, dado el inexplicable silencio imperante, cuando lo usual era la obligada participación auditiva en continuas peleas de todo calibre y pelaje.

Actividad, lo que se dice actividad, no hubo. Salvo en lo del señor Alan, quien fue despertado por su cacatúa hambrienta a las siete de la mañana. Con gran sobresalto recordó haberse comido el arroz con leche destinado al pájaro, que se quejaba en un lamento agudo y sostenido. Tapándose las orejas salió desesperado al pasillo, decidiendo recurrir a la señora Rodocrosita, quién con seguridad tendría comida de la que suministraba a Martillín.

Sintéticamente, cabe señalar que la mentada Rodocrosita era una noctámbula a ultranza, por lo que caerle en casa antes del mediodía constituía un atrevimiento que se pagaba con feas reacciones. En el presente caso, se pagó doble debido a que el señor Alan, en su atropello e inocencia, apenas ella entreabrió la puerta, le exigió -más que pidió- mate con dulce de leche para su alada mascota, confiando en la recomendación de Zlatka, aunque sin conocer a ciencia cierta qué clase de alimento era ése.

Claro que lo del mate con dulce de leche era una pesadísima broma de mal gusto; un agravio, bah, de Zlatka -que usó al muchacho de correo del zar- hacia Rodocrosita. Ésta, al escuchar semejante despropósito, desapareció unos minutos en la cocina. Regresó enseguida con los ojos azulados de la ira, puso bruscamente en las manos de Alan un paquete de yerba mate y le cerró la puerta en la cara, tratando ladinamente de darle en los dedos apoyados en el marco. No tuvo suerte, gracias a Dios, pues el joven los retiró a tiempo y no se apercibió de la maliciosa maniobra.

Por cierto, sí que la notó rara a esa mujer. En vez de saludar convencionalmente, lo despidió con un rudo "no vuelvas por acá".

"En este edificio están todos chiflados, es bien sabido”, consideró, despreocupado y subiendo a toda máquina los escalones para alimentar a su pájaro blanco.

Que las cacatúas de ordinario no toman mate, es seguro. Casiopea se encargó de confirmar tal negación defecando sobre el extravagante alimento.

Resignado y ofendido por la reacción del pájaro, Alan acabó cediéndole un paquete de galletas de maíz que tenía reservado para el té con más una tarta manzana. 

En la planta baja, a la misma hora, Zenda desplegaba un manifiesto de nueve carillas en el que expresaba, fundamentaba y declaraba su indeclinable oposición al teatro temático viviente. Explicaba, en ese sentido, que dada la importancia que adquirió el teatro en la vida pública de Atenas, sus ciudadanos solían recurrir a personal de seguridad para evitar altercados, muy comunes en los primeros siglos. Y que perfectamente esos altercados podrían suscitarse en la descabellada representación planeada por la insensatez de la Administración. No hacía falta mucha imaginación para reparar que en tan resbaladiza pendiente podían caer con facilidad los consorcistas implicados en el acto. En consecuencia, exhortaba, llamaba, encarecía y suplicaba a sus condóminos, en todos los formatos y tamaños de texto, a que desistan de tal payasada, en la idea de que si el inmueble era vendible, de todos modos sería comprado.

Justo cuando acababa de pegarlo a la pared aparecieron algunos vecinos, quienes tras un breve intercambio de ideas, persuadieron a Zenda de que su protesta solitaria era inviable ya que nadie la acompañaría en la cruzada. Y que -este argumento se cree que la decidió a bajar la guardia-, de concretarse la venta del edificio, el pago sería de tal inmediatez que en menos un mes ya se habrían olvidado los unos de los otros.

En el primer piso, la señorita Strass y Darío, ambos en pijama y con sendos periódicos en la mano, discutían acerca del vestuario para los disfraces. En el segundo piso tenía lugar idéntico debate entre Iris y Neón. Por lo que, habiéndose escuchado recíprocamente, se juntaron los cuatro en el pasillo del segundo piso a efectos de dirimir tan espinoso desafío, en tonos de voz cada vez más alterados.

En eso andaban, cuando la del 5to. "B", Verdita, que tenía serios problemas para conciliar el sueño, erupcionó del elevador exhibiendo una mirada sombría y, casi al borde del desborde, conminó al revoltoso grupo a callarse la boca al grito de “¡cállense ya, desconsiderados!”  Estos no se quedaron atrás y en medio de risas le espetaron: "Cállate tú, desorientada. ¿No te ibas a la playa?"

Fuertemente impresionada por la agresiva respuesta, pegó media vuelta preguntándose "¿Soy desorientada?" una y otra vez. Con tan insidioso interrogante regresó a su cama, quedándose dormida a causa del disgusto, aún con el traje de baño y el bronceador de la noche anterior.

Los de la junta del segundo piso concordaron finalmente -no sin antes convencer a Iris que no correspondía un disfraz de china, o geisha, o como quisiera llamarlo- que lo mejor sería  prescindir de vestuarios específicos para el acto griego viviente, atento la inminencia del evento  y, en cambio, vestirse de blanco con guirnaldas verdes cual sacerdotes y vestales griegos, como símbolo de pureza. Neón sugirió que adjudicarse pureza era casi un pecado mortal dadas las características de los consorcistas. La superstición se apoderó de ellos y de inmediato dejaron de lado tal simbología.

 

El teatro griego

Llegado el lunes cinco, los consorcistas entregaron a madame Zlatka las llaves de sus unidades, ya que cuando el cónsul efectuara la inspección ocular ellos estarían en plena función del gran macedonio.

Se registraron atropellos e insultos en mayor cantidad de la usual tanto en los pisos como en el elevador, debido al nerviosismo que se adueñó de los condóminos, corriendo contra reloj para dejar impecable su unidad, preparar el disfraz y, algunos, adornar con motivos griegos el apartamento.

El caso pico fue el de Zenda: contrariando su manifiesto del día anterior, decoró las paredes de su living con primorosas guardas griegas en zig zag,  puso un simpático caballo de Troya en la ventana y dejó girando en replay automático una empalagosa cadena de música bizantina. En la puerta de entrada colocó el tradicional plato griego.

Madame Zlatka ya se había encargado de disponer la escenografía, asesorada por el manual de Darío: instaló una carpa gigante con las puertas como dosel recogido y una lámina del busto de Homero en el punto más alto. En el acceso plantó un par de columnas dóricas (de cartón corrugado) y muchas luces de colores como si fueran estrellas; trajo numerosas plantas para recrear el ambiente rural de Macedonia y hasta algunos tiestos de flores silvestres. Por supuesto, expuso en primera fila una planta de olivo. También fue a pedirle a la señora Rodocrosita que le prestara un rato a Martillín, recibiendo a cambio un tarro de dulce de leche echado a perder. Y un portazo.

Alguien con evidente mala intención le preguntó si se creía que eso era un bosque, a lo que Zlatka, muy oronda contestó que no, que era el contexto de la infantería macedonia, como muy bien podía apreciarse. Sin esperar respuesta, se despidió rápidamente bajo el argumento de que la falange de Alejandro la seguía a unos cuantos olivares de distancia por lo que le era imperioso deglutir su ración diaria de aceitunas.

A partir de las catorce horas se fueron presentando los actores, de mala gana y peor disposición.

La primera en llegar a la cita fue Verdita metida en el personaje de Cleopatra, la hermana de Alejandro, portando un atuendo de princesa bastante confuso -por culpa de una sombrilla que no combinaba- consistente en una sábana ajustable anudada al hombro. Llevaba una trenza de mostacillas  en la cabeza y dos ilotas por escolta: Neón y Miguel. Estos dos -tras superar momentos de angustiosas dudas- optaron por vestir sencillas túnicas –batas de matelassé- plegadas a la altura de las rodillas. Como calzado alegórico, ojotas que intentaron comprar en la tienda del barrio. Digo que intentaron, porque cuando el comerciante se anotició de la finalidad de las mismas, se las obsequió loco de contento, de sólo pensar que contribuía al éxodo de los habitantes del Boulevard Estrellado 7077.

La princesa y sus esclavos ya se estaban fastidiando por la impuntualidad de los demás personajes cuando, abruptamente, el elevador depositó una Zenda irreconocible: llevaba un vestido largo y suelto de bambula blanca encima del cual se había echado un mantel color rojo imperio ribeteado con flecos de seda que la cubría de pies a cabeza, con un perfecto drapeado. De su cuello pendía un colgante de bronce y lucía brazalete en juego. Su rostro -gracias a la generosa cantidad de láudano con que se había narcotizado- mostraba una palidez traslúcida, otorgándole un aire de liviandad y misticismo.

Sin pronunciar palabra, tomó asiento en un banquito decorado para hacer las veces de trono de Olimpia, reina madre de Alejandro, concentrándose en la lectura de un texto relativo a algo así como "A las espaldas del prójimo".

Cleopatra y sus ilotas quedaron patitiesos al ver quien resultó ser la reina madre. No salían de su asombro, cuando del ascensor emergió un Alan transfigurado casi en una estampa histórica: se había puesto barba y melena postizos, una túnica marrón con guardas griegas - en realidad, su frazada preferida-; llevaba una corona de laureles y un ejemplar de La Ilíada en la mano, además de calzar sandalias de cuero bastante griegas, considerando que era su calzado veraniego. Entre los pliegues de la túnica asomaba indiscreta una agenda electrónica, no fuera cosa que se le escapara alguna idea para su novela.

Al igual que Zenda, muy callado, se ubicó en el banquito – trono destinado al rey Filipo II, padre de Alejandro.

El estupor de ambos vecinos fue recíproco y digno de retratar, cosa que efectivamente hizo Verdita, en tanto en sus intervalos lúcidos se desempeñaba como fotógrafa profesional. Los ilotas, por su parte, pasado el primer momento de desconcierto, no pudieron reprimir el impulso y soltaron una sonora carcajada ante la peculiar pareja integrante de la monárquica dinastía del gran macedonio. En tanto, el elevador subía y descendía con frenesí, depositando nuevos personajes en tan extravagante proscenio.

Así, aparecieron Zircón y Martín, personificados de Crátero y Hefestión, respectivamente. Zircón se había tiznado la cara como si regresara del combate y vestía una armadura de malla prestada por un vecino vestuarista. Martín, en cambio, se presentó luciendo un pectoral salpicado de falsos rubíes, sustraído del cotillón reservado para el cumpleaños de su hija. Por encima vestía una especie de kimono verdoso sujeto por un cinto rematado por una espada de empuñadura plateada. Todo tomado de los vestidores de su esposa e hija.

Enseguida hizo acto de presencia Lucas, trasformado en Aristóteles que, cual educador de Alejandro, vestía una imponente túnica azulina con calzado al tono. Con la mirada baja y el gesto reconcentrado, estudiaba un ejemplar de la “Ética Nicomaquea”.

Los demás apenas contenían la risa ante tan fachosas caracterizaciones, sin reparar en su propio absurdo.

Al rato llegó la señorita Strass, a la sazón la Pitonisa del Oráculo de Delfos, envuelta en una pañoleta violeta bordada con hilos dorados estilo hábito, drapeado también; los ojos delineados, una toca colorada en la cabeza  y una bola de vidrio en un bol colgando del brazo. En el fondo, escondidas convenientemente, reposaban varias cajas de chocolates, su gran debilidad.

No habían pasado cinco minutos, cuando el hastiado ascensor escupió un caballo medio confundido que ostentaba el nombre de Bucéfalo escrito con brillantina. Había tenido que alquilar ese disfraz, por lo complicado y, como si no fuera suficiente castigo, debió acomodarse en el piso, junto a la reina Olimpia y a un lado del joven Alejandro, para el caso que tal súper héroe se apersonara en la escena.

Detrás llegó a toda prisa el buey, transportador del vino griego, protestando en voz baja, bastante embalado. Tenía un parlamento extraño, como una especie de polaco rural. Traía una canasta con botellas del mejor vino tinto que encontró en los almacenes de las inmediaciones. Ambos animales se observaron con recíproca pena. Tanto a la señora Rodocrosita como a Iris poco les faltó para largarse a llorar.

A todo esto, pasadas las dos y media de la tarde el personaje principal seguía sin aparecer. Es decir, aquel sin el cual no hay conquista macedonia que valga. Por consiguiente, todos los presentes tenían la vista clavada en el elevador y un solo pensamiento ametrallándoles la cabeza: "¿podrá ser posible que el joven Alejandro sea...?"

Cuando el termómetro de la ansiedad colectiva alcanzaba su punto extremo, la cabina se abrió y tras un largo minuto apareció Cruasán envuelto en gasa blanca, la cabeza forrada de guirnaldas de laureles, la cara alargada en una mueca de desdén y fastidio y un andar sinuoso, como si sus pasos no pudieran encontrar la línea recta. Por encima de las gasas se había colocado un chaleco de fuerza, a modo de pectoral guerrero, que tomó prestado del psiquiátrico en el que se desempeñaba.

Dignamente y sin mirar a nadie, como si del propio Alejandro se tratara, se dirigió al fondo, recostándose en un catre reclinado para la ocasión, entre Zenda y Alan.

Eso sí que superaba toda ficción y las risas burlonas estallaron sostenidas e incapaces de todo autodominio. El señor Cruasán decidió ignorar el barullo. En parte porque su honor se lo indicaba y en parte porque se había endilgado unos wiskis a fin de enfrentar el momento. Los párpados le pesaban, así que ajeno a la función, se dispuso a una siesta. "Después de todo, es lo que hacen los jóvenes príncipes", alcanzó a razonar, con incierta lógica, antes de quedar profundamente dormido.

Siendo las quince horas y mientras Alejandro Magno roncaba a pierna suelta, hizo su esperado ingreso su ilustrísimo, el señor cónsul, escoltado por una madame Zlatka enjoyada cual árbol navideño y un Darío sonriente, atento a los deseos de Mr. Cigarette, el inseparable gato de Zlatka.

Todos quedaron tiesos en sus lugares de tal suerte que más que un reino temático viviente parecía un museo de cera. Zlatka invitó al cónsul a acercarse, comentando la ilusión y felicidad con que los actores se habían preparado para la distinguida presencia de su ilustrísimo.

Semejante comentario sacudió al díscolo aunque estoico grupo, que no pudo evitar dedicarle a la administradora miradas de odio sin atenuantes, indicándole con nerviosos movimientos oculares que se llevara al funcionario a recorrer los apartamentos.

Pero el cónsul, un individuo candoroso apegado a las costumbres imperiales, se acercó fascinado y sin ningún apuro, dispuesto a saludar al noble conjunto helenístico. 

Zenda protagonizó el primer papelón al negarle la mano al pobre hombre justo cuando intentaba besarla, siguiendo el tradicional saludo monárquico. El cónsul no advirtió el desprecio y permaneció aguardando. Zenda, ofendidísima, se sentó sobre su propia mano y el momento se cargó de tensión. Bucéfalo y el propio rey Filipo II le propinaron una disimulada patada, instándola a comportarse y entregar la mano. 

- ¡No!- chilló por lo bajo la reina Olimpia, pronta a dejar los aposentos reales.

- Cállate y deja que te bese la mano -le ordenó una Zlatka enfurecida, inclinándose como para arreglarse el zapato.

- Ni loca -susurró Zenda, a punto de explotar. E hizo un ademán de descompostura tocándose la frente. El cónsul, conmovido, le tomo la mano al vuelo depositando en ella un sonoro beso, teniendo por seguro que a la nerviosa mujer la embargaba la emoción.

Enseguida su ilustrísimo prosiguió con los saludos. Alan le estrechó la mano sin drama al tiempo que, horrorizado ante el plácido sueño de Alejandro, sacudió sin reparos el magno trono. La expresión de Cruasán saliendo de la modorra e intentando embocar con la suya la mano del inocentón cónsul es sencillamente, inenarrable. Aunque sí, logró estrechársela para tranquilidad de todos. 

No obstante, cabe destacar que al joven Alejandro se le escapó un eructo y que su ilustrísimo retrocedió ingratamente sorprendido y semi asfixiado. Y que Zenda y Alan, cual solícitos y soberanos padres, se apresuraron a arroparlo anudándole la camisa de fuerza y a darle golpecitos en la espalda (lo sacudieron para que espabile) a fin que pasara el provechito.

Cleopatra y sus ilotas, afanosos por neutralizar el momento, se adelantaron y entregaron sus manos al Cónsul para que las besara y estrechara, respectivamente, al igual que la señorita Strass.

Bucéfalo y el buey portador del vino griego zafaron por las características de sus disfraces y apenas debieron menear las cabezas.

El cónsul distendió el gesto y el ambiente pareció relajarse bastante. Todos respiraron aliviados.

Madame Zlatka, más animada, le hablaba a su ilustrísimo acerca de que el Amanecer de los Muertos Vivientes no es un bosque de vampiros, como suele suponerse.

Mientras, Darío daba rienda suelta a su otro yo fenicio, ofreciéndose a redactar para el consulado un manual de procedimientos artísticos para grupos helenísticos vivientes, aclarando que sus honorarios eran más que ventajosos y que "No es por nada, ilustrísimo, pero humildemente, me llaman el gran procesador. Si me contrata, no se arrepentirá". Sus compañeros le dedicaron miradas asesinas instándolo a hacer chito por el foro.

El joven Alejandro, algo más despierto, tranquilizó al sorprendido cónsul solicitando respetuosamente que disculpara a Darío: "Sucede, ilustrísimo, que desde que no pudo interpretar a Peter Pan en la adolescencia, padece de divagaciones cocodrilescas”. 

Darío, al oír esto fue presa de la ira e indignadísimo, no se quedó atrás. Tapando con su vozarrón al joven príncipe, agarró de un brazo al cónsul y señalando el proscenio, le indicó que hiciera caso omiso, que mirara bien a esa pobre gente: no daban para más; ese numerillo no era siquiera una comedia sino apenas una tragedia griega descalzada.

Ante el inesperado giro de los acontecimientos, la reina Olimpia empezó a agarrarse la cabeza, inmersa en la vertiginosa fantasía de que la operación se iba a pique por causa de sus deslenguados condóminos. Bucéfalo, preocupado, la instó a calmarse, señalando que "mientras seas capaz de enfurecerte, es que tienes algo que aprender." El cónsul, que alcanzó a escuchar, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, motivo por el cual el caballo real se ganó la antipatía colectiva por mandarse la parte de sabelotodo.

Iris, en tanto, estaba exasperada debido a que la hora corría y en un rato debía emigrar al piso trece del Hotel de la Fortuna. En la impaciencia tomó la palabra, achacando el/los malentendido/s a la incontinencia interior de cada quien e invitando a continuar con la visita sin tanta charla. Para su desdicha, nadie entendió lo que quiso decir. Abrumada por el derrotero en el que tan magna historia derrapaba atacó la vinoteca que portaba, descorchó y bebió ante el azoramiento general. “Mangia bene, ridi spesso, ama molto”, sentenció, dando unos saltitos vergonzosos con la botella en alto. 

Alejandro Magno, ya despabilado casi por completo aunque con cierto grado de autismo residual, se incorporó con intenciones de ir al sanitario, pero sus padres lo hicieron sentar de un enérgico empujón y palabras de cariño filial dichas al oído por Filipo, indicándole que se quedara quieto. Que en caso de desistir el cónsul de la compra, el edificio y sus ocupantes, cual ejército persa, harían de él el cadáver del rey Darío. "No sé si me entiendes," concluyó. Cruasán reaccionó con  magníficos berrinches, gritando a sus padres que el gran estratega y conquistador macedonio era él y no ellos; que unos simples reyes de barajas no iban a gobernarlo, así que no se atrevieran a ponerle una mano encima.

Todos callaron. Aristóteles, Crátero, Hefestión y Bucéfalo entraron en estado de shock, incapaces de articular palabra. 

Igual sucedió con Cleopatra y sus ilotas y la Pitonisa del Oráculo de Delfos.

Lo cierto es que la familia real del Peloponeso estaba desmadrada.

La reina Olimpia, presionándose las sienes en estado de error fatal, inició una insólita discusión con su majestad Filipo II reprochándole su torpeza para ajustarse a la situación, instándolo a dejar tranquilo al joven Alejandro y a que, por favor, le trajera un poco de láudano. Alan, sorprendidísimo, trató de apaciguar a su regia esposa, explicándole –inspirado- que "lo que interesa es que veas por lo menos tres perspectivas: la de persona "X'', persona "Y" y persona "Z"; el manejo de cada perspectiva corresponde a las tres grandes regiones del mundo que nuestro hijo ha conquistado, dejado su huella. Piensa que cambió la historia de nuestra dinastía. Aunque tampoco quiero ser imperativo, ¿eh?".

Zenda quedó apabullada y a la deriva, incapaz de emitir sonido.

El joven Alejandro Magno, en un rapto de prudencia, quiso aprovechar la pausa para distraer al cónsul, que a estas alturas observaba al grupo temático con los ojos como platos faltando poco para que llamara al 911. No era el caso dejar escapar esa venta, lástima que los wiskis que tenía encima desviaron sus intenciones: Cruasán, aunque se propuso el grito guerrero de Alejandro "Alalai", solo consiguió repetir: "Apártate, me tapas el sol", en una cacofonía desconsolada e insoportable dirigida a un Diógenes invisible.

El dislate ya era ingobernable.

Olimpia y Filipo seguían enzarzados en la discusión de la trilogía de las conquistas de Alejandro de X, Y y Z, totalmente descontrolados.

Rodocrosita, viendo que tanto esfuerzo se iba por la borda, trató de calmar a Alejandro contándole cuentos de elefantes rosados, lo que en lugar de calmarlo, lo sumergió en una paranoia tal que chillaba como un poseso que él no era una copia y que su vida era un miserable acting. La señorita Strass, alarmada, intentó consolarlo hablándole de pitonisas desocupadas que todavía esperan en Delfos, con lo que logró desquiciarlo más todavía, si cabe. De repente, en un arrebato extático, Cruasán abandonó el proscenio arrastrando el trono enganchado a las vendas, de tal modo que parecía una réplica de la momia en su peor momento y versión. Por el camino de salida iba perdiendo las hojas de olivo que adornaban su alejandrina frente.

El pánico se apoderó de todos.

Neón recordaba a cada uno que Alejandro no siempre fue tan magno, advirtiendo que probablemente, Cruasán se marchó en procura de un arma para masacrar al consorcio por completo. Los demás lo miraron con la comprensión que se dedica a los enajenados.

La señorita Strass, comiendo chocolates como una maniática, se quejaba del ambiente tóxico que respiraba el edificio, al que llamó la gran hartocracia.

Aristóteles y los soldados Hefestión y Crátero se abalanzaron sobre los chocolates con escasa suerte mientras Miguel cantaba y bailaba Zorba el Griego y otras coplas olímpicas. Darío, enojadísimo, le ordenó que se callara ya que le recordaba a los músicos del Titanic. 

Zircón se puso en la tarea de colocar cristales de cuarzo en el piso, explicando que intentaba una limpieza cósmica que barriera las energías negativas presentes en el lugar. Los consorcistas, con manifiesta ingratitud, lo enviaron a un lugar del que no se regresa.

Aristóteles seguía el curso de los absurdos acontecimientos patitieso y azorado, hasta que en un momento reaccionó y, colgándose peligrosamente del ventilador de techo, aulló a sus condóminos que no existían; que no eran más que una manga de sombras que se proyectan en la pared de una caverna. Dicho lo cual, comunicó al cónsul sus intenciones de ingresar a la Academia de su maestro Platón.

Martín, atribuladísimo, intentaba calmar a todos y a cada uno, aconsejándoles que empezaran desde el principio; es decir, que el cónsul saliera mientras se reacomodaba el malogrado escenario, y luego volviera a ingresar como si nada hubiera pasado. Las respuestas que recogió son irrepetibles y no vale la pena recrearlas en un relato de esta naturaleza.

El cónsul, por el sólo hecho de encontrar ideas platónicas en Lucas ya estaba en la gloria e insistíale para que ingresara como interno en alguna escuela filosófica ateniense. "De las muchas que aún funcionan secretamente", le confió.

Lucas, regresado en sí, con el rostro desencajado por el espanto ante la sola idea de internarse en algún monte ateniense, no lograba hacerle comprender que no quiso decir lo que dijo, sino que se refirió en forma figurada a la vida bohemia. El cónsul negaba, afirmando que un internado era más conveniente que una academia. Y Lucas que dijo "bohemia", no "academia" y el cónsul, que enternecido, lo perdonaba. Y así, en un diálogo de sordos, Lucas estaba a los tirones con su ilustrísimo agarrado de su brazo, empeñado en llevarlo a la sede consular para completar los papeles de ingreso a una secreta escuela de filosofía platónica.

Darío repetía a quien quisiera oírlo que de semejante caos no se regresa. De pronto recordó que había conocido a una inquietante mujer en el último tren a Londres, interesada en comprar su manual, y quien sabe, también interesada en su persona, por lo que se escabulló en pleno jaleo, repitiéndose a sí mismo, a modo de excusa, que sus vecinos no eran más que recortes antiguos de neoprene.

Verdita observaba el maltrecho campo de la augusta monarquía Macedonia como si recién llegara de la playa, en una actitud vacilante y desasosegada. No entendía nada. ¿Qué hacía allí, si lo último que recordaba era haber ido a tomar sol? ¿Y esa ropa ridícula? ¿Quién se la puso? "¡Ay!, ¿dònde habré pasado la noche?" se interrogó, con una preocupación que no anunciaba nada bueno. Los ilotas la hicieron callar mediante el sencillo trámite de suministrarle una pastilla y media de Memorex. Al fin se llamó a silencio, no sin antes preguntar a qué hora era el acto de Alejandro Magno y familia.

La pareja real, por su parte, continuaba discutiendo acaloradamente la esencia filosófica de X, Y, y Z, absorta en la refriega y al borde de la agresión física.

Lucas no había conseguido librarse del cónsul, por lo que optó por salir corriendo, regido por el lema de que soldado que huye sirve para otra guerra.

Rodocrosita escuchaba fascinada las historias que desgranaba Iris acerca del piso trece del Hotel de la Fortuna, cuando se metió Zlatka diciendo que eran nada más que patrañas.

Igual, decidieron probar suerte, total allí no había más nada que hacer. Del dicho pasaron al hecho y, con los disfraces de Bucéfalo, buey-vinoteca y Zlatka atiborrada de colgantes, el esperpéntico trío salió a la calle en busca de un taxi, lo que intentaron por un buen rato, hasta darse por vencidas por abandono.

Ya de regreso al campo de batalla, Zlatka y su gato Cigarette se quedaron hasta el final del desastre, a la espera que su ilustrísimo se retirara, lo que se puso difícil, ya que seguía empeñado en encontrar a Lucas.

Finalmente, cansada y saturada de tanto descalabro, madame Zlatka lo empujó hacia la salida, despidiéndose, no sin antes regalarle un ejemplar del libro "Cuentos para llevarse al Partenón", deseándole una buena estadía en el mismo.

 

Epílogo

Al caer la tarde, el agotamiento había ganado a todos los consorcistas, por lo que lentamente, comenzaron un abatido éxodo hacia sus hogares.

Iris, Zlatka y la señora Rodocrosita, pasado el entusiasmo por el Hotel de la Fortuna, se reunieron en el apartamento de ésta última a tomar mate, tratando de olvidar el desdichado episodio de la representación de Alejandro Magno y compañía. Al rato apareció Verdita con una bandeja de arroz con leche, seguida de cerca por Alan, que no perdía de vista al exquisito postre.

Enseguida llegaron Zenda y la señorita Strass; la primera extenuada y todavía vestida de Olimpia, con tortitas de hojaldre y galletas de grasa; la segunda con su bola de vidrio, pues los chocolates descansaban en su estómago de pitonisa.

Y así, de uno en uno, fueron sumándose espontáneamente los demás, tratando de sacudirse la impresión del fallido acto de carnaval temático.

Miguel, Neón y Martín intentaban convencer a Lucas que se agregara al grupo; que el cónsul había sido visto alejándose y leyendo un libro en voz alta.

Un poco más tarde llegaron Zircón, Cruasán y Darío, este último decepcionado a causa de una bella mujer en el último tren a Londres que no supo de esperas.

Entonces alguien rio. Y otro alguien soltó una carcajada.

Inadvertidas y simplemente, como suelen suceder los milagros, las risas fueron multiplicándose, cortando el fatídico sortilegio del desgano y la enjundia. La noche los encontró reunidos degustando los vinos imperiales, mientras comentaban que, después de todo, tan mal no estaban en ese edificio.

Hasta altas horas de la madrugada, las risas continuaban alivianando el airecillo fresco del amanecer.

Los habitantes de las propiedades vecinas, asombradísimos, se preguntaban si sería cierto eso de que las lluvias de Centáuridas -que en ese momento surcaban el cielo- acarrean un espíritu de benevolencia. 

Claro que, como ya dije, los habitantes del edificio del Boulevard Estrellado 7077 eran gente rara.