A mis antiguos compañeros virtuales de letras.
EL CONSORCIO
Del Boulevard Estrellado
El edificio
El
edificio del Boulevard Estrellado 7077 estaba habitado por gente rara.
Los
vecinos de los inmuebles aledaños ya se habían acostumbrado a duras penas, gran
templanza y no pocas broncas, a sobrellevar el insalubre destino de aquel
conglomerado habitacional.
Para
colmo de males, la propiedad no contaba con subdivisión aprobada, de tal suerte
que la venta de las unidades era prácticamente imposible, como no
fuera a precio vil, para exasperación de los irritables consorcistas.
De
esta espantosa condición se desayunaron un no menos espantoso día, cuando un
propietario, harto de sus vecinos, inició las diligencias del caso a fin de
vender su apartamento.
"No
está hecha la subdivisión del edificio", le informaron lacónicamente en el
Registro de la Propiedad Inmueble. "Usted es dueño de una parte indivisa
del todo'', remataron, no sin cierto regusto gozoso, extendiéndole las
constancias del caso y cerrándole la ventanilla en las narices.
El
hombre se marchó consternado. Cualquier solución implicaría pérdida de tiempo y
dinero. Y, lo más grave, acuerdos difíciles de imaginar entre los paradójicos
copropietarios, quienes pasaron, así, a oficiar de rehenes del antojadizo
edificio.
El
descubrimiento de esta contingencia marcó un antes y un después en la
hostilidad intra vecinal: no sirvió más que para alimentar viejos encontronazos
internos; cualquier nimiedad los sacaba de quicio.
Se
suscitaban disputas, muchas veces disparatadas, cuya propagación no ofrecía final
de carrera, con la consiguiente onda expansiva hacia los resignados habitantes
de la cuadra, que debieron soportar estoicamente la devaluación de sus
propiedades en grado directamente proporcional con la proximidad al mentado
edificio.
En
vista de la gravedad de la situación y ante una noticia posiblemente
liberatoria, se convocó a una urgente asamblea a celebrarse el día sábado tres de
febrero a las veinte horas. Orden del día: la venta del edificio en bloque.
Recinto: palier de la planta baja. La concurrencia de los titulares de dominio
sería obligatoria, personal e indelegable, salvo casos de fuerza mayor
debidamente justificados.
Madame
Zlatka, administradora del consorcio y dueña de un optimismo y un gato
delirantes, confiaba en sus dotes persuasivas y en su supuesta clarividencia.
En este dudoso rumbo cursó un extraño aviso, a fin de garantizarse que la
asamblea transcurriese bajo un mínimo grado de tolerancia.
"¿Harto del edificio y sus ocupantes? ¿Tu vecino/a se convirtió en brujo/a? ¿Cansado de ver las mismas caras todos los
días? ¿Estás muy tenso? Ya puedes presentarte a
nuestra gran asamblea de carnaval prevista para el día tres de febrero a
las 20 hs.” Firmado: la Administración.
Un
texto extraordinario, acorde con la calidad de la asamblea convocada.
Claro
que tampoco era gente ordinaria la que integraba dicho consorcio. Además de ser
individuos excéntricos y sin un pelo de tontos, sus egos padecían de una hipersensibilidad
calificada como de riesgo muy elevado.
Naturalmente,
con tan peliagudo perfil, estos sujetos tendían a vivir a la defensiva y en
constante estado de vigilia. Ergo, reaccionaban ante cualquier evento en forma
inesperada, mutando la quietud de los pasillos en enardecido campo de batalla
en el que los portazos, lamentos y griteríos se enseñoreaban de las partes
comunes del edificio.
Aunque
según estadísticas recientes, casi siempre a la hora de comer los altercados
decaían tan abruptamente como se habían iniciado. Ya sea por agotamiento
repentino de los contendientes o de la causa disparadora del conflicto.
Y
el edificio sufría.
El
ascensor levitaba por cuenta propia, harto de ser fatigado testigo de
las variadas culpas, disculpas, dobles y hasta triples discursos que se había
visto obligado a presenciar a lo largo y a lo ancho de los años. Era un
clásico.
Porque
lo que es educación, no les faltaba a los consorcistas. Y agudeza, tampoco. Al
contrario. Tenían mucho de ambas cosas. Con más otros detalles que no tiene
sentido traer a colación.
La Asamblea
Para
sorpresa de la administradora, el presentismo fue total.
No
puede decirse lo mismo de la puntualidad. Pero bueno, nada ni nadie es
perfecto. Eso, sin tomar en cuenta que no todos los vecinos se guiaban por
iguales parámetros de tiempo. Venían de distintos países y cada cual andaba en
su propio huso horario. Y ya anticipé que era gente rara.
Hacia
las nueve de la noche la concurrencia estaba casi completa. Se habían acomodado
en cuidadoso círculo, evitando quedar al lado de la enemistad de turno.
Madame
Zlatka apareció con su gato Cigarette, en un imperdonable abuso de potestades.
Todos hicieron caso omiso, conocedores de las excentricidades de la
administradora. Por otra parte, eran conscientes que debían hacer la vista
gorda, pues de renunciar Zlatka, ¿quién querría hacerse cargo de semejante
muerto?
Madame
Zlatka abrió la reunión yendo directamente al grano: anunció que existía la
posibilidad concreta de vender el edificio en bloque a un comprador solvente y
por una suma de dinero nada desdeñable. De consumarse la compraventa, cada cual
percibiría el porcentaje equivalente al valor de su unidad, quedando libre de
mudarse. Acabarían así con la forzada y enojosa convivencia actual.
La
potencial parte compradora era el consulado griego
de la ciudad, interesado en instalar en el inmueble un paseo temático acerca de
Alejandro Magno. Incluso sus funcionarios habían dejado entrever cierta premura
al formular la propuesta. Todo daba para pensar en plata segura e inmediatez de
la operación.
Hubo
nerviosos cambios de posturas en los asientos mientras un murmullo
inclasificable recorría el círculo consorcista.
Ante
la ausencia de objeciones concretas, Zlatka prosiguió:
-
El cónsul me ha solicitado efectuar una visita a cada apartamento con la
finalidad de relevar el estado general y medidas. Se presentará el próximo lunes
cinco de febrero a partir de las dieciséis horas, por lo que se ruega -en caso
de acuerdo- que se encuentren presentes. De definirse la operación, podría
finiquitarse en este mes. ¿Alguna pregunta antes de proceder a la votación? -
concluyó Zlatka, mientras consultaba la hora con disimulo. No quería perderse
el avant premiere de “Academia de
vampiros”, esa medianoche.
Habida
cuenta del silencio general, se procedió sin más a la votación, cuyo resultado
fue positivo por unanimidad.
-Hay
un detalle que debo trasmitirles antes de finalizar -dijo Zlatka, entre
contenta y tensionada. -El funcionario me ha preguntado si estamos interesados
en la historia griega, sosteniendo que, en tal caso, el consulado nos otorgaría un pase vitalicio para asistir a sus eventos y, especialmente, al museo
Alejandrino. En la idea de acelerar la compraventa, afirmé que sí, que todos
aquí admiramos la historia griega, especialmente la gesta de Alejandro y su
legado. Incluso, sugerí que estos carnavales podríamos instalar en el palier
una muestra temática alusiva.
Pasado
el estupor colectivo inicial, algunos de los presentes empezaron a soltar
imprecaciones dando lugar a una variada y espontánea dinámica de oratoria
antológica, rápidamente sofocada por la administradora.
-Un
momento, por favor, que no he terminado. E1 cónsul se mostró entusiasmado con
la iniciativa. A lo que respondí que "no se imagina qué original muestra
temática sobre Alejandro Magno ofreceremos". Ahora, el problema, sencillo, si
con ello logramos cerrar esta operación, es disponer de tal exhibición para el
día de la visita. No encuentro que nos signifique un esfuerzo...
Madame
Zlatka no pudo continuar debido a la batahola que siguió ante esta novedad.
Muchos se opusieron en razón de diferencias intelectuales y posturas
filosóficas personales que ni locos pensaban violentar; otros se planteaban el
gasto que tal montaje conllevaría, anticipando que de su bolsillo no saldría un
peso y una abrumadora mayoría se pronunció a favor de ambas motivaciones.
Algunos incluso, se estaban levantando y plegando sus sillas para retirarse,
bastante ofuscados.
El
ambiente se fue caldeando peligrosamente. Una voz anónima chilló que era como prostituirse
pero no pudo redondear la idea, para gran alivio de Zlatka, debido a que por
encima del alboroto tronó el vozarrón del vecino del lro. "B" -actor
de profesión- quién sugirió una exhibición temática viviente: ellos mismos
podrían disfrazarse de los personajes y eso, aparte de menguar gastos,
complacería aún más al cónsul. Y tal vez hasta anticipara la decisión de la
compra.
Todas
las cabezas giraron sorprendidas hacia Darío. Tras un instante de suspenso, se
entregaron a una confusa retahíla de cuchicheos maliciosos, en la idea de que probablemente
ese muchacho no anduviera en sus cabales. Después de todo se había mudado en
forma reciente y no se sabía demasiado de su vida, salvo que era paciente del vecino que ocupaba el ático.
Hasta
que alguien insinuó que la idea no era tan descabellada.
-A
ver, a ver... - se impuso Iris, vecina del 2do. "B", con una sonrisa conciliadora. - Si llegáramos a un acuerdo, el esfuerzo
merece la pena. Deberíamos efectuar la representación sólo por el tiempo que
dure la visita. Y si eso puede inclinar la balanza a nuestro favor, quizás no
sea tan desatinado. ¿Y si lo analizamos un poco?
Zenda,
del 6to. "A", se apresuró a dejar bien claro que le parecía un
despropósito y que no le interesaba para
nada. Que no contaran con ella, que sufría de perseverantes vértigos, los que se agravarían al verse obligada ¡a disfrazarse! contra sus más
elementales convicciones. Que ella era una persona sensata.
El
resto protestaba sin aportar nada potable. Sólo el que habitaba el ático
permanecía en silencio, con una expresión entre socarrona e irresoluta. Alguien
le preguntó si la situación le causaba gracia y reaccionó enfrascándose en la
lectura del libro “El malestar en la cultura”.
Madame
Zlatka, desesperada porque se le iba la hora del cine, propuso someter la idea
a votación. Había pensado en todo: en caso de resultar positivo el resultado,
pasarían a votar los papeles que cada quien representaría, de suscitar ello más
desacuerdos.
Extrañamente,
acerca de este punto, todos concordaron que era lo más práctico. Alguien agregó
que con tal de no verles más las caras, se disfrazaría hasta del caballo de
Alejandro. El resto le dedicó miradas de reciprocidad en el sentimiento.
En
el preciso momento en que se disponían a votar apareció la vecina del 4to.
"B", bastante agitada, portando mate y termo bajo el brazo y disculpándose
por la tardanza. Nadie le contestó. El del ático le sugirió que podía aclararle
el significado psicológico de la impuntualidad, ofrecimiento que la señora
Rodocrosita declinó categóricamente.
Zlatka
ignoró el episodio y dio comienzo a la votación por el método de levantar la
mano.
Nueve
a cinco, ganó la moción de la muestra viviente.
Luego,
dándose por sentada la ausencia de acuerdos sobre el punto, se sortearon los
personajes.
Más
de uno intentó impugnar el proceso al constatar el rol que le había tocado en
suerte. Zlatka hubo de recordarles lo que previamente quedara aclarado: las
designaciones que en gracia recayeran sobre cada cual serían inapelables. Todos
accedieron de mala gana. Y también, porque era bastante tarde y el hambre
decide cuestiones incluso más importantes que esta.
Después de la Asamblea
De
tal modo, marchó cada cual a su unidad munido del papelito indicativo del
personaje que representaría en la magna exhibición viviente.
Por
las expresiones, nadie había quedado conforme. Pero luego, la esperanza de que posiblemente
muy pronto dejarían de verse las caras, se erigió en un consuelo poderoso y
anestésico.
En
el elevador coincidieron Zenda y su vecino del 6to. "B", un escritor
un tanto despistado llamado Alan. Ambos exhibían ostensible fastidio contra el
papelito que los sometía a un personaje de la gesta de Alejandro. Apenas se
saludaron al llegar al sexto piso, aliviados de librarse de la presencia del
otro.
El
señor Cruasan, por su parte, en cuanto ingresó al cómodo ático que ocupaba, por
poco se larga a llorar. No podía creerlo. Él, un psiquiatra de vanguardia, revisionista
y polemista de toda proeza histórica consagrada por las enciclopedias, debía
representar nada menos que... ¡uff! Ni pensarlo podía. En vez del sollozo
incipiente, destapó una cerveza para digerir el mal trago. Después sintonizó su
telenovela favorita y se lloró todo.
A
sus espaldas, un retrato de Jacques Lacan contemplaba la escena con gravedad.
Acabada
la catarsis se puso en la posición de loto, permaneciendo largo rato entregado a
quien sabe qué clase de meditaciones.
En
otras unidades tampoco reinaba la alegría.
La
señora Zenda, al asimilar el papel que desempeñaría, no lo dudó un instante: sintonizó
la “Cabalgata de las Valquirias”, se sentó en la computadora de frente a la
pecera y empezó a escribir un pesadísimo texto que planeaba publicar al día
siguiente en la pizarra del palier, exponiendo sobradas razones de su rotunda
negativa a participar en el vergonzoso evento e invitando al resto a plegarse.
Ya llevaba escritas seis carillas y ganado un moderado síndrome vertiginoso,
cuando su vecino Alan llamó a la puerta.
-
Perdona Zenda, pero me preguntaba si dispones de algún calmante, se me parte la
cabeza.
-
Sí, espera... -dijo Zenda, regresando al minuto con una caja de
medicamento. - Llévatela, tengo muchas más -concedió, de mal humor.
-
¿Me das toda la caja? Pues, ¡muchas gracias! Es que ahora mismo tengo una
migraña que no tienes idea - se lamentó el muchacho.
Zenda
cerró la puerta sin terminar de escucharlo y se apretó las sienes. "Tal
vez con una infusión bien cargada de láudano, logre acabar el manifiesto y
dormir unas horas."
Iris,
la del 2do. "B", se había emperifollado a toda velocidad y ganado la
calle, haciendo señas casi en el aire a un taxi que se detuvo con una frenada
chirriante.
-Al
Hotel de la Fortuna, piso trece, en el barrio etíope. Dese prisa
por favor.
El
chofer, un sujeto de movimientos acompasados, la observó por el espejo
retrovisor enarcando una ceja. "Señora, con todo respeto, no puedo
llevarla hasta el piso trece. ¿Está bien si la dejo en la puerta de
calle?” Iris enrojeció y se disculpó por
el yerro.
"Ay,
si alguien supiera que la contraseña es el éxito...", suspiró.
Verdita,
del 5to. "B", estaba concentradísima sacando toda clase de cuentas,
tratando de estirar el dinero que recibiría por la venta, de modo que le
alcanzara para la compra de un apartamento y un viaje. "O dos
viajes." ¿Y si se retiraba a meditar en el bosque? "No… ¡Un crucero!
Eso mismo. ¡Ay! ¿A qué hora y cuándo dijo que viene el cónsul? Perdí el papel. ¿Qué personaje me tocó? Mejor, voy a tomar el sol." Completamente
decidida, abandonó las cuentas, se calzó el traje de baño y manoteó el
bronceador, diciéndose que debía desestresarse.
Martín,
el del 4to. "A", una vez asumido su personaje, se zambulló en los
placares aprovechando que su familia había salido. Estaba seguro de encontrar
el vestuario perfecto. No podía permitirse que algún error tirara abajo esa
operación inmobiliaria. ¡No veía la hora de pisar las arenas caribeñas!
En
el 6°. "B'', Alan caía en la cuenta que hacía casi dos días que no
alimentaba a su cacatúa. “¡Dios mío, pobre bicho!"
Enseguida recordó que
Zlatka vivía con un pájaro -un carpintero bellotero al que disfrazaba con
fanatismo cada dos por tres- apodado Martillín. Con seguridad podía prestarle
algo de alimento para su mascota.
En
esta idea, se precipitó escaleras abajo llegando a la puerta del 5to.
"A" justo en el momento en que Zlatka salía disparada hacia el cine.
Llevaba un escotado vestido negro que dejaba ver el tatuaje de un murciélago en
el hombro derecho.
Alan
quedó hipnotizado ante el curioso tatuaje.
-¿Sucede
algo? -reaccionó Zlatka, recuperando la prisa suspendida.
-Perdona,
por favor, pero no tengo comida para Casiopea - tal el nombre de la cacatúa -
Me preguntaba si por casualidad... En fin, sé que tienes ese pájaro carpintero,
si me prestaras un poco de maíz o fruta, me salvas. En la semana te lo devuelvo.
Zlatka
se fastidió. Estos consorcistas la tenían harta. Estuvo muy bien que ella
aceptara administrar el edificio en un arrebato de locura; en un día de esos en
que una se cree capaz de toda clase de proezas. Fue ese día, sí. Cuando tiró
aquella mesita de noche. Se quedó pensando... "Él llegó con chocolates,
flores y una canción". Madame Zlatka se estremeció. Ahora él ya no
estaba, la magia se había esfumando, pero los consorcistas y la administración
se le quedaron pegados como telarañas.
La
firme impaciencia de Alan la devolvió a la realidad.
-Ah, te refieres a “ese” pajarillo. Lo cuida
Rodocrosita ahora. Pregúntale, a ver si aunque más no sea tiene mate con dulce
de leche. Yo conservo algunas bellotas que custodiaba Martillín. Aunque de
veras te digo que le encanta el vino tinto. Oye, tengo arroz con
leche que me ha quedado de ayer, ¿lo quieres? Tal vez tu cacatúa lo coma.
Alan
quedo petrificado con lo del vino.
-Este...
No sé si tal vez el murciélago...
-
Mira, tengo prisa. ¿Qué dices?
Alan
ya estaba metido en el argumento de su próxima novela: una princesa del Cáucaso
que duerme colgando cabeza abajo, junto a un murciélago. Un pasado aciago e
incompleto la acosa y sólo será repelido por el vino de cierto viñedo
misterioso e inaccesible. ¡Qué buena trama!
Entusiasmado
con estas cavilaciones, cuando quiso acordarse, tenía entre las manos una
fuente de arroz con leche.
-¡Oh...
gracias, Zlatka! Que estés bien.
Y
sin esperar respuesta se metió en el elevador, ansioso por anotar las ideas que
se le agolpaban en la cabeza, no fuera cosa que ciertos detalles fugaces se le
olvidaran. Mas el ascensor traía de
pasajero forzado al habitante del piso 3ro. "A'', que, bastante
malhumorado, lo fulminó con la mirada. Llevaba una jaula conteniendo una pareja
de gatos siameses que lucían un exquisito pelaje dorado. Los observaba con
preocupación, tenía la urgencia pintada en el rostro y las manos llenas de
miel.
"¡Más
animales! No sabía que el del 3ro. "A" también tuviese mascotas".
-
¿No podías aguardar que descendiera a la planta baja, eh? -le reprochó Lucas.
-
Oye, no fue intencional. Pulsé el botón. ¿Te sucede algo?
-
Alguien ha intentado envenenar mis gatos -se lamentó su vecino. Y mira,
sospecho de Iris, pues siempre se queja de que ensucian su ventanal. Habrás
notado que desde que frecuenta el barrio etíope está cambiada.
-
Pues... ni remota idea, amigo -Respondió Alan, luchando internamente por retener
las recientes ideas adquiridas para su novela.
-
¿Y qué disfraz te ha tocado en suerte para el lamentable acto que han montado,
eh? -inquirió Lucas mientras acariciaba el pelaje dorado de sus gatos a través
de las delgadas rejas.
-
Eh...
-
Pues a mí me han asignado el papel de Aristóteles. Era un anciano. Un ridículo
total. ¡Hazme el favor! ¿Puede saberse qué atuendo debo vestir? - protestó, más
que preguntó Lucas, compungido y enfurruñado.
-
Eh... – “¡Caray, así olvidaré la mitad de las ideas!” -Estamos reteniendo el
elevador. Perdona, pero llevo prisa. Ah, por cierto... el
vestuario griego varía según las épocas. Pero en cuanto a tu pregunta,
sujetándonos a lo que se acepta como verídico y, teniendo en cuenta que debemos
complacer al cónsul, en la antigua Grecia los atuendos de los actores eran,
básicamente, túnicas de diversos colores en concordancia con la jerarquía del
actor y la obra representada. Los colores oscuros eran propios de personajes tristes
o aquejados por algún mal y los colores más alegres para los protagonistas.
Y
desapareció, sin aguardar ni las gracias, estimando la posibilidad de
incorporar al argumento de su novela algunos gatos siameses dorados que, bajo
ciertas condiciones, se suicidaran en masa, ahogados en miel. ¡Brr! Esa
historia prometía sangre, enigma y adrenalina.
Ya
en su apartamento, al tiempo que aporreaba el teclado y deglutía inmisericorde
el arroz con leche, su cacatúa, desolada y hambrienta, se lamentaba en francés.
En
ese preciso momento, el palier de la planta baja era un hervidero.
Vistas
las altas horas de la noche en las que concluyó la asamblea, la mayoría de los
vecinos optó por el servicio de delivery para la cena, por lo que iban y venían
con paquetes aromáticos en tanto que una media docena de motos con los pedidos
se agolpaba en el acceso del edificio. Es cierto que entre los consorcistas se
generó algún que otro encontronazo por confusión de los envíos, pero no pasaron
de insultos olvidables.
En virtud de estos menesteres, la señorita
Strass del lro. "A" coincidió con Miguel de la planta baja y Neón,
del 2do. "A'', quienes de inmediato se entregaron a comentar sus
personajes, evaluando distintos tipos de disfraces. La reunión giró enseguida
hacia el tono de cónclave, entre susurros y risitas misteriosas. Los del tercer
piso A y B -Lucas y Zircón-, a cual más disgustado con el procedimiento de la
muestra alejandrina viviente, advirtiendo las risas e indiferencia del cerrado
grupete dicharachero, recelaron de inmediato de sus intenciones intercambiando
miradas de inteligencia y desaire.
Pero,
en fin, más allá del estado de desconfianza recíproca que constituía la regla
de oro en el edificio, cada cual se conformó a regañadientes, en la idea de que
esto podía ser el final de tan absurdo cautiverio.
Darío,
dada su experiencia teatral, quedó a cargo de la coordinación del teatro griego
y ya había puesto manos a la obra, esbozando un Manual del Actor Improvisado:
"Introducción: entrego humildemente una guía sencilla e intuitiva para un
mejor formato del acto y del vestuario. Se ruega dotar los disfraces de una
presentación adecuada con el fin de facilitar la identificación de los
personajes. Este brillante manual pretende inclinar la voluntad del cónsul a la
compra del edificio."
Por
su parte, madame Zlatka oficiaría de cicerone del señor cónsul en su recorrida
por los apartamentos de la estirpe macedonia y compañía.
Antes de la actuación
A
partir de las veinticuatro horas del sábado y durante todo el domingo hasta
bien entrada la tarde no voló una mosca en el edificio. Los vecinos aledaños
temieron incluso que los impredecibles habitantes del Boulevard Estrellado 7077
hubieran cometido suicidio masivo, dado el inexplicable silencio imperante, cuando
lo usual era la obligada participación auditiva en continuas peleas de todo
calibre y pelaje.
Actividad,
lo que se dice actividad, no hubo. Salvo en lo del señor Alan, quien fue
despertado por su cacatúa hambrienta a las siete de la mañana. Con gran
sobresalto recordó haberse comido el arroz con leche destinado al pájaro, que
se quejaba en un lamento agudo y sostenido. Tapándose las orejas salió
desesperado al pasillo, decidiendo recurrir a la señora Rodocrosita, quién con
seguridad tendría comida de la que suministraba a Martillín.
Sintéticamente,
cabe señalar que la mentada Rodocrosita era una noctámbula a ultranza, por lo
que caerle en casa antes del mediodía constituía un atrevimiento que se pagaba
con feas reacciones. En el presente caso, se pagó doble debido a que el señor
Alan, en su atropello e inocencia, apenas ella entreabrió la puerta, le exigió -más que pidió- mate con dulce de leche para su alada mascota, confiando en la
recomendación de Zlatka, aunque sin conocer a ciencia cierta qué clase de
alimento era ése.
Claro
que lo del mate con dulce de leche era una pesadísima broma de mal gusto; un
agravio, bah, de Zlatka -que usó al muchacho de correo del zar- hacia Rodocrosita.
Ésta, al escuchar semejante despropósito, desapareció unos minutos en la
cocina. Regresó enseguida con los ojos azulados de la ira, puso bruscamente en
las manos de Alan un paquete de yerba mate y le cerró la puerta en la cara,
tratando ladinamente de darle en los dedos apoyados en el marco. No tuvo
suerte, gracias a Dios, pues el joven los retiró a tiempo y no se apercibió de
la maliciosa maniobra.
Por
cierto, sí que la notó rara a esa mujer. En vez de saludar convencionalmente,
lo despidió con un rudo "no vuelvas por acá".
"En
este edificio están todos chiflados, es bien sabido”, consideró, despreocupado
y subiendo a toda máquina los escalones para alimentar a su pájaro blanco.
Que
las cacatúas de ordinario no toman mate, es seguro. Casiopea se encargó de
confirmar tal negación defecando sobre el extravagante alimento.
Resignado
y ofendido por la reacción del pájaro, Alan acabó cediéndole un paquete de
galletas de maíz que tenía reservado para el té con más una tarta manzana.
En
la planta baja, a la misma hora, Zenda desplegaba un manifiesto de nueve
carillas en el que expresaba, fundamentaba y declaraba su indeclinable
oposición al teatro temático viviente. Explicaba, en ese sentido, que dada la
importancia que adquirió el teatro en la vida pública de Atenas, sus ciudadanos
solían recurrir a personal de seguridad para evitar altercados, muy comunes en
los primeros siglos. Y que perfectamente esos altercados podrían suscitarse en
la descabellada representación planeada por la insensatez de la Administración.
No hacía falta mucha imaginación para reparar que en tan resbaladiza pendiente
podían caer con facilidad los consorcistas implicados en el acto. En
consecuencia, exhortaba, llamaba, encarecía y suplicaba a sus condóminos, en
todos los formatos y tamaños de texto, a que desistan de tal payasada, en la
idea de que si el inmueble era vendible, de todos modos sería comprado.
Justo
cuando acababa de pegarlo a la pared aparecieron algunos vecinos, quienes tras
un breve intercambio de ideas, persuadieron a Zenda de que su protesta
solitaria era inviable ya que nadie la acompañaría en la cruzada. Y que -este
argumento se cree que la decidió a bajar la guardia-, de concretarse la venta
del edificio, el pago sería de tal inmediatez que en menos un mes ya se habrían
olvidado los unos de los otros.
En
el primer piso, la señorita Strass y Darío, ambos en pijama y con sendos
periódicos en la mano, discutían acerca del vestuario para los disfraces. En el
segundo piso tenía lugar idéntico debate entre Iris y Neón. Por lo que,
habiéndose escuchado recíprocamente, se juntaron los cuatro en el pasillo del
segundo piso a efectos de dirimir tan espinoso desafío, en tonos de voz cada
vez más alterados.
En
eso andaban, cuando la del 5to. "B", Verdita, que tenía serios
problemas para conciliar el sueño, erupcionó del elevador exhibiendo una mirada
sombría y, casi al borde del desborde, conminó al revoltoso grupo a callarse la
boca al grito de “¡cállense ya, desconsiderados!” Estos no se quedaron atrás y en medio de
risas le espetaron: "Cállate tú, desorientada. ¿No te ibas a la
playa?"
Fuertemente
impresionada por la agresiva respuesta, pegó media vuelta preguntándose
"¿Soy desorientada?" una y otra vez. Con tan insidioso interrogante
regresó a su cama, quedándose dormida a causa del disgusto, aún con el traje de
baño y el bronceador de la noche anterior.
Los
de la junta del segundo piso concordaron finalmente -no sin antes convencer a
Iris que no correspondía un disfraz de china, o geisha, o como quisiera llamarlo-
que lo mejor sería prescindir de
vestuarios específicos para el acto griego viviente, atento la inminencia del
evento y, en cambio, vestirse de blanco
con guirnaldas verdes cual sacerdotes y vestales griegos, como símbolo de
pureza. Neón sugirió que adjudicarse pureza era casi un pecado mortal
dadas las características de los consorcistas. La superstición se apoderó de
ellos y de inmediato dejaron de lado tal simbología.
El teatro griego
Llegado
el lunes cinco, los consorcistas entregaron a madame Zlatka las llaves de sus
unidades, ya que cuando el cónsul efectuara la inspección ocular ellos estarían
en plena función del gran macedonio.
Se
registraron atropellos e insultos en mayor cantidad de la usual tanto en los
pisos como en el elevador, debido al nerviosismo que se adueñó de los
condóminos, corriendo contra reloj para dejar impecable su unidad, preparar el
disfraz y, algunos, adornar con motivos griegos el apartamento.
El
caso pico fue el de Zenda: contrariando su manifiesto del día anterior, decoró
las paredes de su living con primorosas guardas griegas en zig zag, puso un simpático caballo de Troya en la
ventana y dejó girando en replay automático una empalagosa cadena de música
bizantina. En la puerta de entrada colocó el tradicional plato griego.
Madame
Zlatka ya se había encargado de disponer la escenografía, asesorada por el manual de Darío: instaló una carpa gigante con las puertas como dosel recogido
y una lámina del busto de Homero en el punto más alto. En el acceso plantó un
par de columnas dóricas (de cartón corrugado) y muchas luces de colores como si
fueran estrellas; trajo numerosas plantas para recrear el ambiente rural de
Macedonia y hasta algunos tiestos de flores silvestres. Por supuesto, expuso en
primera fila una planta de olivo. También fue a pedirle a la señora Rodocrosita
que le prestara un rato a Martillín, recibiendo a cambio un tarro de dulce de
leche echado a perder. Y un portazo.
Alguien
con evidente mala intención le preguntó si se creía que eso era un bosque, a lo que
Zlatka, muy oronda contestó que no, que era el contexto de la infantería
macedonia, como muy bien podía apreciarse. Sin esperar respuesta, se despidió
rápidamente bajo el argumento de que la falange de Alejandro la seguía a unos
cuantos olivares de distancia por lo que le era imperioso deglutir su ración
diaria de aceitunas.
A
partir de las catorce horas se fueron presentando los actores, de mala gana y
peor disposición.
La
primera en llegar a la cita fue Verdita metida en el personaje de Cleopatra, la
hermana de Alejandro, portando un atuendo de princesa bastante confuso -por
culpa de una sombrilla que no combinaba- consistente en una sábana ajustable
anudada al hombro. Llevaba una trenza de mostacillas en la cabeza y dos ilotas por escolta: Neón y
Miguel. Estos dos -tras superar momentos de angustiosas dudas- optaron por
vestir sencillas túnicas –batas de matelassé- plegadas a la altura de las
rodillas. Como calzado alegórico, ojotas que intentaron comprar en la tienda del
barrio. Digo que intentaron, porque cuando el comerciante se anotició de la
finalidad de las mismas, se las obsequió loco de contento, de sólo pensar que
contribuía al éxodo de los habitantes del Boulevard Estrellado 7077.
La
princesa y sus esclavos ya se estaban
fastidiando por la impuntualidad de los demás personajes cuando, abruptamente,
el elevador depositó una Zenda irreconocible: llevaba un vestido largo y suelto
de bambula blanca encima del cual se había echado un mantel color rojo imperio ribeteado
con flecos de seda que la cubría de pies a cabeza, con un perfecto drapeado. De
su cuello pendía un colgante de bronce y lucía brazalete en juego. Su
rostro -gracias a la generosa cantidad de láudano con que se había narcotizado-
mostraba una palidez traslúcida, otorgándole un aire de liviandad y misticismo.
Sin
pronunciar palabra, tomó asiento en un banquito decorado para hacer las veces
de trono de Olimpia, reina madre de Alejandro, concentrándose en la lectura de
un texto relativo a algo así como "A las espaldas del prójimo".
Cleopatra
y sus ilotas quedaron patitiesos al ver quien resultó ser la reina madre. No
salían de su asombro, cuando del ascensor emergió un Alan transfigurado casi en
una estampa histórica: se había puesto barba y melena postizos, una túnica
marrón con guardas griegas - en realidad, su frazada preferida-; llevaba una
corona de laureles y un ejemplar de La Ilíada en la mano, además de calzar
sandalias de cuero bastante griegas, considerando que era su calzado veraniego. Entre los pliegues de la túnica asomaba indiscreta una agenda electrónica, no fuera cosa
que se le escapara alguna idea para su novela.
Al
igual que Zenda, muy callado, se ubicó en el banquito – trono destinado al rey
Filipo II, padre de Alejandro.
El
estupor de ambos vecinos fue recíproco y digno de retratar, cosa que
efectivamente hizo Verdita, en tanto en sus intervalos lúcidos se desempeñaba
como fotógrafa profesional. Los ilotas, por su parte, pasado el primer momento
de desconcierto, no pudieron reprimir el impulso y soltaron una sonora
carcajada ante la peculiar pareja integrante de la monárquica dinastía del gran
macedonio. En tanto, el elevador subía y descendía con frenesí, depositando
nuevos personajes en tan extravagante proscenio.
Así,
aparecieron Zircón y Martín, personificados de Crátero y Hefestión,
respectivamente. Zircón se había tiznado la cara como si regresara del combate
y vestía una armadura de malla prestada por un vecino vestuarista. Martín, en
cambio, se presentó luciendo un pectoral salpicado de falsos rubíes, sustraído
del cotillón reservado para el cumpleaños de su hija. Por encima vestía una
especie de kimono verdoso sujeto por un cinto rematado por una espada de
empuñadura plateada. Todo tomado de los vestidores de su esposa e hija.
Enseguida
hizo acto de presencia Lucas, trasformado en Aristóteles que, cual educador de
Alejandro, vestía una imponente túnica azulina con calzado al tono. Con la
mirada baja y el gesto reconcentrado, estudiaba un ejemplar de la “Ética
Nicomaquea”.
Los
demás apenas contenían la risa ante tan fachosas caracterizaciones, sin reparar
en su propio absurdo.
Al
rato llegó la señorita Strass, a la sazón la Pitonisa del Oráculo de Delfos,
envuelta en una pañoleta violeta bordada con hilos dorados estilo hábito, drapeado
también; los ojos delineados, una toca colorada en la cabeza y una bola de vidrio en un bol colgando del
brazo. En el fondo, escondidas convenientemente, reposaban varias cajas de
chocolates, su gran debilidad.
No
habían pasado cinco minutos, cuando el hastiado ascensor escupió un caballo
medio confundido que ostentaba el nombre de Bucéfalo escrito con brillantina.
Había tenido que alquilar ese disfraz, por lo complicado y, como si no fuera
suficiente castigo, debió acomodarse en el piso, junto a la reina Olimpia y a un lado del joven Alejandro, para el caso
que tal súper héroe se apersonara en la escena.
Detrás
llegó a toda prisa el buey, transportador del vino griego, protestando en voz
baja, bastante embalado. Tenía un parlamento extraño, como una especie de polaco
rural. Traía una canasta con botellas del mejor vino tinto que encontró en los
almacenes de las inmediaciones. Ambos animales se observaron con recíproca
pena. Tanto a la señora Rodocrosita como a Iris poco les faltó para largarse a
llorar.
A
todo esto, pasadas las dos y media de la tarde el personaje principal seguía
sin aparecer. Es decir, aquel sin el cual no hay conquista macedonia que valga.
Por consiguiente, todos los presentes tenían la vista clavada en el elevador y
un solo pensamiento ametrallándoles la cabeza: "¿podrá ser posible que el
joven Alejandro sea...?"
Cuando
el termómetro de la ansiedad colectiva alcanzaba su punto extremo, la cabina se
abrió y tras un largo minuto apareció Cruasán envuelto en gasa blanca, la
cabeza forrada de guirnaldas de laureles, la cara alargada en una mueca de
desdén y fastidio y un andar sinuoso, como si sus pasos no pudieran encontrar
la línea recta. Por encima de las gasas se había colocado un chaleco de fuerza,
a modo de pectoral guerrero, que tomó prestado del psiquiátrico en el que se
desempeñaba.
Dignamente
y sin mirar a nadie, como si del propio Alejandro se tratara, se dirigió al
fondo, recostándose en un catre reclinado para la ocasión, entre Zenda y Alan.
Eso
sí que superaba toda ficción y las risas burlonas estallaron sostenidas e
incapaces de todo autodominio. El señor Cruasán decidió ignorar el barullo. En
parte porque su honor se lo indicaba y en parte porque se había endilgado unos wiskis
a fin de enfrentar el momento. Los párpados le pesaban, así que ajeno a la
función, se dispuso a una siesta. "Después de todo, es lo que hacen
los jóvenes príncipes", alcanzó a razonar, con incierta lógica, antes de
quedar profundamente dormido.
Siendo
las quince horas y mientras Alejandro Magno roncaba a pierna suelta, hizo su
esperado ingreso su ilustrísimo, el señor cónsul, escoltado por una madame
Zlatka enjoyada cual árbol navideño y un Darío sonriente, atento a los deseos
de Mr. Cigarette, el inseparable gato de Zlatka.
Todos
quedaron tiesos en sus lugares de tal suerte que más que un reino temático
viviente parecía un museo de cera. Zlatka invitó al cónsul a acercarse,
comentando la ilusión y felicidad con que los actores se habían preparado para
la distinguida presencia de su ilustrísimo.
Semejante
comentario sacudió al díscolo aunque estoico grupo, que no pudo evitar
dedicarle a la administradora miradas de odio sin atenuantes, indicándole con
nerviosos movimientos oculares que se llevara al funcionario a recorrer los
apartamentos.
Pero
el cónsul, un individuo candoroso apegado a las costumbres imperiales, se
acercó fascinado y sin ningún apuro, dispuesto a saludar al noble conjunto helenístico.
Zenda protagonizó el primer papelón al negarle la mano al pobre hombre justo
cuando intentaba besarla, siguiendo el tradicional saludo monárquico. El cónsul
no advirtió el desprecio y permaneció aguardando. Zenda, ofendidísima,
se sentó sobre su propia mano y el momento se cargó de tensión. Bucéfalo y el
propio rey Filipo II le propinaron una disimulada patada, instándola a comportarse
y entregar la mano.
-
¡No!- chilló por lo bajo la reina Olimpia, pronta a dejar los aposentos reales.
-
Cállate y deja que te bese la mano -le ordenó una Zlatka enfurecida,
inclinándose como para arreglarse el zapato.
-
Ni loca -susurró Zenda, a punto de explotar. E hizo un ademán de descompostura
tocándose la frente. El cónsul, conmovido, le tomo la mano al vuelo depositando
en ella un sonoro beso, teniendo por seguro que a la nerviosa mujer la embargaba
la emoción.
Enseguida su ilustrísimo prosiguió con los saludos. Alan le estrechó la mano sin drama al tiempo que,
horrorizado ante el plácido sueño de Alejandro, sacudió sin reparos el magno
trono. La expresión de Cruasán saliendo de la modorra e intentando embocar con
la suya la mano del inocentón cónsul es sencillamente, inenarrable. Aunque sí,
logró estrechársela para tranquilidad de todos.
No
obstante, cabe destacar que al joven Alejandro se le escapó un eructo y que su ilustrísimo retrocedió ingratamente sorprendido y semi asfixiado. Y que Zenda y
Alan, cual solícitos y soberanos padres, se apresuraron a arroparlo anudándole
la camisa de fuerza y a darle golpecitos en la espalda (lo sacudieron para que
espabile) a fin que pasara el provechito.
Cleopatra
y sus ilotas, afanosos por neutralizar el momento, se adelantaron y entregaron sus
manos al Cónsul para que las besara y estrechara, respectivamente, al igual que la señorita Strass.
Bucéfalo
y el buey portador del vino griego zafaron por las características de sus
disfraces y apenas debieron menear las cabezas.
El cónsul distendió el gesto y el ambiente pareció relajarse bastante. Todos
respiraron aliviados.
Madame
Zlatka, más animada, le hablaba a su ilustrísimo acerca de que el Amanecer de
los Muertos Vivientes no es un bosque de vampiros, como suele suponerse.
Mientras,
Darío daba rienda suelta a su otro yo fenicio, ofreciéndose a redactar para el consulado un manual de procedimientos artísticos para grupos helenísticos vivientes, aclarando que sus honorarios eran más que ventajosos y que "No
es por nada, ilustrísimo, pero humildemente, me llaman el gran procesador. Si
me contrata, no se arrepentirá". Sus compañeros le dedicaron miradas
asesinas instándolo a hacer chito por el foro.
El
joven Alejandro, algo más despierto, tranquilizó al sorprendido cónsul
solicitando respetuosamente que disculpara a Darío: "Sucede, ilustrísimo,
que desde que no pudo interpretar a Peter Pan en la adolescencia, padece de
divagaciones cocodrilescas”.
Darío,
al oír esto fue presa de la ira e indignadísimo, no se quedó atrás. Tapando con
su vozarrón al joven príncipe, agarró de un brazo al cónsul y señalando el
proscenio, le indicó que hiciera caso omiso, que mirara bien a esa pobre gente:
no daban para más; ese numerillo no era siquiera una comedia sino apenas una
tragedia griega descalzada.
Ante
el inesperado giro de los acontecimientos, la reina Olimpia empezó a agarrarse
la cabeza, inmersa en la vertiginosa fantasía de que la operación se iba a
pique por causa de sus deslenguados condóminos. Bucéfalo, preocupado, la instó
a calmarse, señalando que "mientras seas capaz de enfurecerte, es que
tienes algo que aprender." El cónsul, que alcanzó a escuchar, hizo un
gesto afirmativo con la cabeza, motivo por el cual el caballo real se ganó la antipatía colectiva por mandarse la parte de sabelotodo.
Iris, en tanto, estaba exasperada debido a que la hora corría y en un rato
debía emigrar al piso trece del Hotel de la Fortuna. En la impaciencia tomó la
palabra, achacando el/los malentendido/s a la incontinencia interior de cada
quien e invitando a continuar con la visita sin tanta charla. Para su desdicha,
nadie entendió lo que quiso decir. Abrumada por el derrotero en el que tan
magna historia derrapaba atacó la vinoteca que portaba, descorchó y bebió ante el
azoramiento general. “Mangia bene, ridi
spesso, ama molto”, sentenció, dando unos saltitos vergonzosos con la
botella en alto.
Alejandro
Magno, ya despabilado casi por completo aunque con cierto grado de autismo
residual, se incorporó con intenciones de ir al sanitario, pero sus padres lo
hicieron sentar de un
enérgico empujón y palabras de cariño filial dichas al oído por Filipo,
indicándole que se quedara quieto. Que en caso de desistir el cónsul de la
compra, el edificio y sus ocupantes, cual ejército persa, harían de él el cadáver
del rey Darío. "No sé si me entiendes," concluyó. Cruasán reaccionó con magníficos berrinches, gritando a sus padres que el gran estratega y
conquistador macedonio era él y no ellos; que unos simples reyes de barajas no
iban a gobernarlo, así que no se atrevieran a ponerle una mano encima.
Todos
callaron. Aristóteles, Crátero, Hefestión y Bucéfalo entraron en estado de
shock, incapaces de articular palabra.
Igual sucedió con Cleopatra y sus ilotas
y la Pitonisa del Oráculo de Delfos.
Lo
cierto es que la familia real del Peloponeso estaba desmadrada.
La reina Olimpia, presionándose las sienes en estado de error fatal, inició una insólita discusión con su majestad Filipo II reprochándole su torpeza para ajustarse a la
situación, instándolo a dejar tranquilo al joven Alejandro y a que, por favor,
le trajera un poco de láudano. Alan, sorprendidísimo, trató de apaciguar a su
regia esposa, explicándole –inspirado- que "lo que interesa es que veas
por lo menos tres perspectivas: la de persona "X'', persona "Y"
y persona "Z"; el manejo de cada perspectiva corresponde a las
tres grandes regiones del mundo que nuestro hijo ha conquistado, dejado su huella. Piensa que cambió la historia de nuestra dinastía. Aunque
tampoco quiero ser imperativo, ¿eh?".
Zenda
quedó apabullada y a la deriva, incapaz de emitir sonido.
El
joven Alejandro Magno, en un rapto de prudencia, quiso aprovechar la pausa para distraer al cónsul, que a estas
alturas observaba al grupo temático con los ojos como platos faltando poco para que llamara al 911. No era el caso dejar
escapar esa venta, lástima que los wiskis que tenía encima desviaron sus intenciones: Cruasán, aunque se propuso el grito guerrero de Alejandro "Alalai", solo consiguió
repetir: "Apártate, me tapas el sol", en una
cacofonía desconsolada e insoportable dirigida a un Diógenes invisible.
El
dislate ya era ingobernable.
Olimpia
y Filipo seguían enzarzados en la discusión de la trilogía de las conquistas de
Alejandro de X, Y y Z, totalmente descontrolados.
Rodocrosita,
viendo que tanto esfuerzo se iba por la borda, trató de calmar a Alejandro
contándole cuentos de elefantes rosados, lo que en lugar de calmarlo, lo
sumergió en una paranoia tal que chillaba como un poseso que él no era una copia
y que su vida era un miserable acting. La señorita Strass, alarmada, intentó
consolarlo hablándole de pitonisas desocupadas que todavía esperan en Delfos,
con lo que logró desquiciarlo más todavía, si cabe. De repente, en un arrebato extático,
Cruasán abandonó el proscenio arrastrando el trono enganchado a las vendas, de
tal modo que parecía una réplica de la momia en su peor momento y versión. Por
el camino de salida iba perdiendo las hojas de olivo que adornaban su alejandrina
frente.
El
pánico se apoderó de todos.
Neón
recordaba a cada uno que Alejandro no siempre fue tan magno, advirtiendo que
probablemente, Cruasán se marchó en procura de un arma para masacrar al
consorcio por completo. Los demás lo miraron con la comprensión que se dedica a
los enajenados.
La
señorita Strass, comiendo chocolates como una maniática, se quejaba del
ambiente tóxico que respiraba el edificio, al que llamó la gran hartocracia.
Aristóteles
y los soldados Hefestión y Crátero se abalanzaron sobre los chocolates con escasa
suerte mientras Miguel cantaba y bailaba Zorba el Griego y otras coplas olímpicas. Darío, enojadísimo, le ordenó que se callara ya que le recordaba a
los músicos del Titanic.
Zircón se puso en la tarea de colocar cristales de
cuarzo en el piso, explicando que intentaba una limpieza cósmica que barriera
las energías negativas presentes en el lugar. Los consorcistas, con manifiesta
ingratitud, lo enviaron a un lugar del que no se regresa.
Aristóteles
seguía el curso de los absurdos acontecimientos patitieso y azorado, hasta que
en un momento reaccionó y, colgándose peligrosamente del ventilador de techo,
aulló a sus condóminos que no existían; que no eran más que una manga de
sombras que se proyectan en la pared de una caverna. Dicho lo cual, comunicó al cónsul sus intenciones de ingresar a la Academia de su maestro Platón.
Martín,
atribuladísimo, intentaba calmar a todos y a cada uno, aconsejándoles que
empezaran desde el principio; es decir, que el cónsul saliera mientras se
reacomodaba el malogrado escenario, y luego volviera a ingresar como si nada
hubiera pasado. Las respuestas que recogió son irrepetibles y no vale la pena
recrearlas en un relato de esta naturaleza.
El cónsul, por el sólo hecho de encontrar ideas platónicas en Lucas ya estaba en
la gloria e insistíale para que ingresara como interno en alguna escuela
filosófica ateniense. "De las muchas que aún funcionan secretamente", le
confió.
Lucas,
regresado en sí, con el rostro desencajado por el espanto ante la sola idea de
internarse en algún monte ateniense, no lograba hacerle comprender que no quiso
decir lo que dijo, sino que se refirió en forma figurada a la vida bohemia. El cónsul negaba, afirmando que un internado era más conveniente que una academia.
Y Lucas que dijo "bohemia", no "academia" y el cónsul, que
enternecido, lo perdonaba. Y así, en un diálogo de sordos, Lucas estaba a los
tirones con su ilustrísimo agarrado de su brazo, empeñado en llevarlo a la sede
consular para completar los papeles de ingreso a una secreta escuela de filosofía
platónica.
Darío
repetía a quien quisiera oírlo que de semejante caos no se regresa. De pronto
recordó que había conocido a una inquietante mujer en el último tren a Londres,
interesada en comprar su manual, y quien sabe, también interesada en su
persona, por lo que se escabulló en pleno jaleo, repitiéndose a sí mismo, a
modo de excusa, que sus vecinos no eran más que recortes antiguos de neoprene.
Verdita
observaba el maltrecho campo de la augusta monarquía Macedonia como si recién
llegara de la playa, en una actitud vacilante y desasosegada. No entendía nada.
¿Qué hacía allí, si lo último que recordaba era haber ido a tomar sol? ¿Y esa
ropa ridícula? ¿Quién se la puso? "¡Ay!, ¿dònde habré pasado la
noche?" se interrogó, con una preocupación que no anunciaba nada bueno.
Los ilotas la hicieron callar mediante el sencillo trámite de suministrarle una
pastilla y media de Memorex. Al fin se llamó a silencio, no sin antes preguntar
a qué hora era el acto de Alejandro Magno y familia.
La
pareja real, por su parte, continuaba discutiendo acaloradamente la esencia
filosófica de X, Y, y Z, absorta en la refriega y al borde de la agresión física.
Lucas
no había conseguido librarse del cónsul, por lo que optó por salir corriendo,
regido por el lema de que soldado que huye sirve para otra guerra.
Rodocrosita
escuchaba fascinada las historias que desgranaba Iris acerca del piso trece del
Hotel de la Fortuna, cuando se metió Zlatka diciendo que eran nada más que
patrañas.
Igual,
decidieron probar suerte, total allí no había más nada que hacer. Del dicho
pasaron al hecho y, con los disfraces de Bucéfalo, buey-vinoteca y Zlatka
atiborrada de colgantes, el esperpéntico trío salió a la calle en busca de un
taxi, lo que intentaron por un buen rato, hasta darse por vencidas por
abandono.
Ya
de regreso al campo de batalla, Zlatka y
su gato Cigarette se quedaron hasta el final del desastre, a la espera que su ilustrísimo
se retirara, lo que se puso difícil, ya que seguía empeñado en encontrar a
Lucas.
Finalmente,
cansada y saturada de tanto descalabro, madame Zlatka lo empujó hacia la salida,
despidiéndose, no sin antes regalarle un ejemplar del libro "Cuentos para
llevarse al Partenón", deseándole una buena estadía en el mismo.
Epílogo
Al
caer la tarde, el agotamiento había ganado a todos los consorcistas, por lo que
lentamente, comenzaron un abatido éxodo hacia sus hogares.
Iris,
Zlatka y la señora Rodocrosita, pasado el entusiasmo por el Hotel de la
Fortuna, se reunieron en el apartamento de ésta última a tomar mate, tratando
de olvidar el desdichado episodio de la representación de Alejandro Magno y
compañía. Al rato apareció Verdita con una bandeja de arroz con leche, seguida
de cerca por Alan, que no perdía de vista al exquisito postre.
Enseguida
llegaron Zenda y la señorita Strass; la primera extenuada y todavía vestida de
Olimpia, con tortitas de hojaldre y galletas de grasa; la segunda con su bola
de vidrio, pues los chocolates descansaban en su estómago de pitonisa.
Y
así, de uno en uno, fueron sumándose espontáneamente los demás, tratando de
sacudirse la impresión del fallido acto de carnaval temático.
Miguel,
Neón y Martín intentaban convencer a Lucas que se agregara al grupo; que el cónsul había sido visto alejándose y leyendo un libro en voz alta.
Un
poco más tarde llegaron Zircón, Cruasán y Darío, este último decepcionado a
causa de una bella mujer en el último tren a Londres que no supo de esperas.
Entonces
alguien rio. Y otro alguien soltó una carcajada.
Inadvertidas
y simplemente, como suelen suceder los milagros, las risas fueron
multiplicándose, cortando el fatídico sortilegio del desgano y la enjundia. La
noche los encontró reunidos degustando los vinos imperiales, mientras comentaban que, después de todo, tan mal
no estaban en ese edificio.
Hasta
altas horas de la madrugada, las risas continuaban alivianando el airecillo
fresco del amanecer.
Los
habitantes de las propiedades vecinas, asombradísimos, se preguntaban si sería
cierto eso de que las lluvias de Centáuridas -que en ese momento surcaban el cielo- acarrean un espíritu de
benevolencia.
Claro
que, como ya dije, los habitantes del edificio del Boulevard Estrellado 7077
eran gente rara.