Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

miércoles, 22 de julio de 2020

Una boda complicada


 Los tacos agujas
Amo los tacos aguja. No me incomoda declarar que no me incomodan, salvo esa vez que ¡me casé!

El pelo
Todo estaba primorosamente listo: los zapatos con guardas griegas, el vestido de gasa griega y la trenza de perlas y raso, para lucir mi melena ¡tan griega!

Lástima que con esa habilidad que algunos tenemos para arruinar los momentos perfectos yo hice maravillas, ratificando así una pacífica y continua jurisprudencia personal.

Se me ocurrió ir a la peluquería una semana antes de la boda, sólo para recortar las puntas. Cabe señalar que mi cabecita ostentaba para entonces una melena al hombro, lisísima, rematada por un flequillo liso también importado directamente del Peloponeso a mi frente. Imaginen esa guirnalda de perlas y raso reposando en semejante melena. Una diosa griega, eso iba a ser por una noche.

Pero siempre alguien o algo suele malograr los planes.

El peluquero, al que todavía ando buscando, se dedicó a la labor con el apasionamiento de un genio delirante: entresacaba mechones armado de unas tijeras desdentadas dando saltitos de satisfacción al compás de una frenética música retro mientras las tijeras, desenfrenadas, no se detuvieron hasta dejarme con el pelo indignado y contestatario. Además pagué por el disgusto, retirándome errabunda, furibunda e iracunda, a lo que adicioné una pelea tremebunda con mi futuro ex-esposo.

Claro que ahora me río del río de consecuencias que por un pelo corrió por los bordes de esa boda. Pensar que era sólo el principio.

Los padrinos
La boda sería apadrinada por mi tío y la señora madre de mi ex esposo, que debía viajar desde tierra adentro hacia la capital.

Mi tío, un bon vivant en toda la regla —aunque con una sordera que lo deja a salvo de innombrables inconvenientes—, es en esencia una buena persona. Dicha calidad es la que permite perdonarle los yerros más espantosos que comete empecinada y reiteradamente, sin variar un ápice su mirada cándida y sorprendida.

Es necesario destacar, antes de pasar al desatino siguiente, que entre los invitados al evento se contaban las damas de honor: un par de enfermeras amorosas, de edad incierta y presencia agradable, a quienes yo guardaba singular aprecio y gratitud, dada la abnegación con que cuidaron de mi madre en su larga enfermedad. Ambas, solteras y sin lobos a la vista contra su expresa voluntad, eran incondicionales admiradoras en secreto a voces de la fina estampa que todavía exhibía mi tío.

— ¿Va a viajar la madre de Jorge? —preguntaba Chela, cada dos por tres, estudiándome a través de una pesada cortina de rimel.

—Sí. Sí, Chela. No te preocupes.

— ¡Ay!, querida —susurraba Elena por detrás— ¿No te das cuenta? Se desespera por ser la madrina. Le encantaría salir de la iglesia del brazo de tu tío.

—Basta, che, no seas así —contestaba yo, fastidiada.

— ¿Así, cómo? No, tesoro, ella sería ideal para ese papel. Aunque no sé si cuenta con la ropa adecuada. Yo, en cambio, no tendría inconveniente, ¿sabés? Sólo para que te quedes tranquila, te digo que madrina no va a faltarle a Jorge.

Me cayó la ficha: las dos aspiraban a dicho papel, no por Jorge ni por mí, estaba más que claro. ¿Qué esperarían obtener de mi tío, en caso de desfilar a su lado al cierre de la ceremonia?

El consorcio
Era mejor no lidiar con tales elucubraciones, bastante liada estaba yo con mis preparativos y los enredos generados en el edificio donde residía mi tío, en cuyo noble piso tendría lugar la fiesta.

Parece ser que mi tío y su novia del momento protagonizaban escandalotes variopintos a altas horas de la noche, despertando a los vecinos, la ira de los vecinos y las quejas de los ídem. Concretas. Y en grado de incremento. De todo eso me desayuné cuando fuimos con mi consorte a disponer los arreglos para la fiesta.

En el elevador, no nos saludaron. Y fuera del elevador, tampoco. "¡Qué raro!", pensé.  "Si esta gente a mí me conoce".

El portero develó el intríngulis: los vecinos, con la paciencia colgando de un hilo, enterados que habría fiesta, evaluaban llamar a una asamblea extraordinaria para impedir el festejo. “¿Ah, sí? No me diga, Alberto. Bueno, no se preocupe. Y gracias por el dato. Ya le haremos llegar un poco de torta y champagne”.

Respiré. Entre que se convocaba a asamblea de consorcistas, se enviaban las notificaciones del caso y demás diligencias, nosotros ya andaríamos en plena luna de miel.

La novia de mi tío
No sé si lo mencioné. Mi tío es un militar retirado por obra y gracia de un paracaídas que no paró su caída, allá por el año 1950. Ergo, le fue otorgado el retiro de la fuerza, beneficio éste que lo lanzó al ruedo de la noche y festicholas de todo tenor. Y a los brazos de señoras de todo rango y pelaje.

La novia de mi tío, Lola, conforma un capítulo aparte que no le dedicaré. Es suficiente con que indique que no es una mala  mujer, que ya no trabaja como dama de compañía, digamos,  pero con las mañas intactas de cuando estaba en actividad.

Mi único miedo, francamente, se centraba en el atuendo que podría escoger para la ocasión. Y las ideas que pudiera aportar. No me equivoqué: convenció a mi tío de que para la ceremonia religiosa vistiera el uniforme de gala de la Aeronáutica ¡en nuestro país!, en el que el resentimiento post proceso militar no tenía, tiene, ni tendrá un fin consensuado en el corto plazo. Además, por principios propios que no vienen al caso, yo me resistí tenazmente a semejante despropósito.

Finalmente, primó la cordura y abandonaron la idea, creo que por cansancio. Me relajé. Sólo faltaba un día. En cuanto a su propia vestimenta, ella declaró: “Yo voy de rojo. De traje sastre rojo”. Listo. Si era traje sastre, estaba todo bien.

Los ajetreos previos
Mientras tanto, la madre de mi futuro-ex no llegaba, lo cual exacerbaba las expectativas de las damas de honor que se volvían cada vez más paranoicas una respecto de la otra, en regla directamente proporcional a la falta de noticias de mi suegra y a las vestimentas que se estaban preparando por las dudas, a escondidas.

El día D estaba previsto que yo arribaría a la iglesia a bordo del infatigable Torino azul de mi tío, del que no se separa ni para ir al sanitario. Inútiles fueron los intentos de disuadirlo. Lo que no supe hasta último momento — ¡menos mal!— era que no tenía pensado colocarse al volante. Por lo tanto, cuando anunció sonriente que el chofer sería mi primo —un muchacho con ciertos desencuentros mentales— casi me infarto. No porque no supiera conducir. Sino por las escenas que solían protagonizar padre e hijo cuando se suscitaba alguna diferencia, que era casi siempre. Entre la sordera de mi tío y sus gritos que se estampaban contra la especial  tozudez de mi primo, conformaban un dúo de locos que no pasaba desapercibido en ninguna parte.

Llegado el gran día, mi futura ex suegra seguía sin dar señales de vida. Tampoco se dignó hacer una mísera llamada telefónica, aunque por sus parientes supimos que estaba en viaje. Lo cual acarreó más de un inconveniente, todos enojosos, quejosos, odiosos y progresivos en tanto pasaban las horas, dando lugar a deshonras entre las damas de honor, amiguísimas hasta hacía muy poco tiempo.

Por mi parte, desestimé cualquier arrime de comadreo y me concentré con esmero en el vestuario nupcial. No contenta con el macabro episodio protagonizado en la peluquería —soy insaciable— me metí en aquellos zapatos blanquísimos, ribeteados por guardas en zig zag de una especie de tul firmemente entramado. Dichos ribetes iban a arañar durante toda la noche, concienzudos, mis piecitos manicurados, sin pausa ni piedad, haciéndome experimentar el dolor exquisito, hasta el extremo que de diosa griega no quedaría sino una brumosa intención.

No obstante, pasé con creces el examen del espejo. Aunque no el de mi tío, que pretendió sin éxito que me maquillara con más énfasis; como una puerta, de ser posible. Fue complicado, pero no demasiado por suerte, hacerle comprender que no nos esperaba un baile de boliche. Menos, un salón de tango. Sino una boda, y que su sobrina era la novia.

Las flores
Cuando ya soplaba un airecillo benévolo en los ánimos y faltaba apenas una hora para la ceremonia, un llamado desesperado de mi futuro ex esposo desequilibró tan precaria paz: el sacristán se había emperrado –según sus palabras- en cobrar el arreglo floral que mi príncipe, sencillamente, no había pagado. Y en ese momento –ni en ningún momento, según pude experimentar- tenía un peso partido por la mitad. ¡Madre mía! Telefoneé al sacristán para explicarle que las flores se le abonarían sin falta después de la ceremonia (una vergüenza), que por favor nos comprenda. No hubo caso. El hombre casi clamaba en una irritante letanía: cambiaría todo y colocaría unos arreglos de plástico. “¡Pero no elegimos eso!” protesté.

Soy incapaz de recordar cómo se solucionó este asunto. Sé que se arregló, no sin una previa seguidilla de llamados histéricos que se estrellaron contra las flores (pero no las del Mal) y una tarjeta de crédito exhausta de último momento.

Las madrinas
— ¿Vamos, chiquita? — dijo mi tío, sonriente y cariñoso, ajeno a la pequeña hecatombe recientemente neutralizada.

En eso, sonó de nuevo el teléfono. Otra vez Jorge.

—Che, nena, ¿mi vieja fue para allá?

—Hola, no. No, Jorge.

Un silencio sepulcral imperó detrás de la línea. Luego, un suspiro resignado.

—Mira, estee …  Acá madrinas no faltan, pero hay algunas discusiones. No sé cómo decirte —casi lloró mi príncipe.

— ¿Dónde corno estás? —le susurré, amorosa.

—En una cabina pública. Me escabullí. Es que en la sacristía están Chela y Elena, peleando por mi madrinazgo y me piden que decida. ¿Qué hago, Moni?

Ah, no. En ese momento me fui al éter. Y me asaltó un interrogante extrañísimo. ¿Qué película pasarían por la tele? Siendo las diez de la noche de un sábado, capaz  exhibían algo como un casamiento, qué se yo. En ese instante, un montón de gente se disponía, armada de pizza y helado, a meterse de cabeza en alguna peli. Y yo allí, en semejante embrollo.

Un lamento masculino del otro lado de la línea me regresó a la dulce realidad. Salí del paso con una mentira piadosa:

—Quedate tranquilo, mi amor; vas a ver que tu madre vendrá. Dale, amor, que ya salgo para allá. Un beso.

Me aflojé un poco. Después de todo, qué más daba. Quizás volarían algunos manotazos, pero  alguna dama triunfante saldría del brazo de mi tío por la nave central.

Camino a la iglesia
Abordamos el Torino azul los tres. En el asiento de atrás, mi tío, de impecable ambo gris oscuro y yo, trasformada en una anti-diosa griega desmechada. Al volante, mi primo, súper trajeado. Respiré hondo. “Tengo que disfrutar esto”, me dije, entre encantada y temerosa. Esa intuición que pocas veces me falla no me dejaba en paz. Exhalando lentamente el aire, giré la cabeza hacia la ventanilla, descomprimiendo el cuello.

"¡Qué...!" El estupor reemplazó mi incipiente descompresión. “La plaza. ¿Qué hacía allí la plaza?" No podía ser.

— ¡No, Matías! Este no es el camino a la iglesia, ¡estás yendo para el lado contrario! —grazné etéreamente.

¡Dios mío! Era tardísimo.

—No pasa nada, prima. Todo bien, vamos a buscar a Lola.

— ¿Cómo? —musité afónica y agónica ante la noticia.

—Sí, prima, tranquila vos.

—Pero… —me volví desesperada a mi tío —Mauro, es muy tarde. ¿Lola no iba por su cuenta? —le grité al oído que alojaba el audífono de mejor funcionamiento.

— ¿Qué sucede, mi amor? —se sorprendió—. ¡Ah, estás nerviosa, chiquita! —concluyó emocionado, colocando su mano en la mía.

Me horroricé.

—Mauro, no hay tiempo de ir por Lola. ¡Mirá la hora! —Imploré con desesperación—. ¡Encima el cura está enojado por lo de las flores! —gimoteé desencajada.

Mi tío me contempló entre absorto y sobresaltado.

—Chiquita, no grites que me retumba el oído. Olvidé cambiarle la pila a este aparato.

(¡Dios!)

A todo esto, ya estábamos en la puerta del edificio de Lola. Matías venía de tocar el portero.

—Papi, dice Lola que hay que esperar porque no encuentra las medias.

Esperamos veinte largos minutos. Finalmente apareció con su traje rojo. Un poco llamativo, pero debo reconocer que no estaba mal.

No bien nos vio, se plantó al costado del Torino con cara de bóveda, iniciando un insólito altercado con mi tío: ella no viajaría adelante, al lado del chofer, de ninguna manera. Su lugar estaba junto a su hombre. Vanos fueron los desesperados intentos míos y de mi primo para que se ubicara en el asiento delantero "y lo resolvemos en el camino, Lola, ¡por favor!"

Mi tío, más rápido que la luz, ya tenía puesta su conocidísima mueca de sorpresa e incomprensión, el muy ladino, que incluía la mirada perdida en lontananza. Claro que para cuando las papas quemaron, no tuvo más remedio que intervenir.

Ignoro hasta el día de hoy bajo qué clase de soborno, pero me imagino, la convenció de que el más elemental protocolo impedía arribar a la iglesia en esa disposición. Y ella aceptó. ¡Bah!, es un modo de decir.

La susodicha protestó todo el viaje tocándole a cada rato el brazo a mi primo para asegurarse de que era escuchada. Esto puso nervioso a Matías, que empezó a colocar mal las marchas conduciendo erráticamente, lo que a su vez arrojó como consecuencia una prolífica siembra de insultos de todo calibre en la población automovilística inmediata, mediata y colindante.

Mi tío se sumó a la cruzada gritándole furiosa e inútilmente.

—Pero, Matías, pedazo de crustáceo, doblá de una vez. No, por ahí no. ¿No ves que no se puede girar? ¡Ay, qué chiquito tan desorientado este! ¡Si será opa!

Y mientras decía esto le sacudía la butaca para que reaccionara, al tiempo que se aflojaba y ajustaba el nudo de la corbata como un enajenado. Mi primo le contestaba a todo “Está bien, papi.”

— ¡Pero, no! ¡Doblá! ¿No ves, chiquito, que nos vamos al carajo?

El auto se movía como una coctelera.

—Está bien, papi. Prima, ¿Jorge ya habrá llegado?

Antes de que yo pudiera reaccionar, mi tío volvió a la carga gesticulando como un poseído.

— ¡Matías, querido, doblá de una vez! Ay, ¡pero qué desgraciado había sabido ser este chango! —, se lamentaba, agarrándose la cabeza.

—Está bien, papi, quedate tranquilo — Mi primo sonreía. Estaba contento con el casamiento. 

Un insulto de otro automovilista se mezcló en el monoambiente vehicular sin que ninguno nos sorprendiéramos.

Mi tío, que tenía el semblante descompuesto de la rabia y los nervios y el control perdidos, se despachó con una brutal palabrota al conductor del vehículo aledaño que, ahí nomás, gritando toda clase de improperios, plantó el freno listo para tirársenos encima.

— ¡Seguí Mati! No te detengas. Dale, ¡acelerá! —supliqué, aterrorizada por el giro que tomaban los acontecimientos.

— ¡Acelerá, chango! —ladró mi tío, dándole un golpe rápido en la nuca a mi primo, al tiempo que dedicaba un feroz corte de manga al embravecido automovilista agredido.

Para no ser menos, Matías, repentinamente fascinado con los hechos, mandó a  paseo al tipo enseñándole el dedo del medio hacia arriba, tras lo cual aceleró como un bólido, mientras un semáforo ¿en stop? quedó atrás como un suspiro. Mi tío, ensimismado, soltaba una batería de juramentos que mis oídos jamás habían tenido el disgusto de escuchar.

— ¡Doblá de una vez, Matías! Ay, este changuito, pobrecito, si será tan infeliz.

—Está bien, papi.

Yo estaba azorada y trataba sin éxito de hacerme escuchar en la refriega.

—No importa, Mauro. Dejalo que vamos a llegar igual —le chillé al audífono casi sin pila, desorbitada y con mis mechas desmechadas como alambres de púas.

Lola, ajena a todo, se limaba una uña del dedo meñique.

Súbitamente, mi primo dobló.

"Sí, quiero"
Por fin, llegamos. De pronto, al avizorar la iglesia, todos nos callamos y sonreímos en un tácito composé. La puerta azul se abrió y yo descendí, grácil como una vestal griega. Algunos flashes oportunos inmortalizaron el momento y mi sonrisa en cinemascope.

Un monaguillo malhumorado salió corriendo a dar la orden de abrir las puertas de la iglesia y otro, más malhumorado aún, nos indicó el punto exacto de partida.

Cuando me vi delante de las imponentes puertas aún cerradas, un temblor involuntario me recorrió de pies a cabeza. Aunque poco duró el principio de emoción nupcial. Cierto murmullo creciente detrás nuestro hizo que me volviera. Lola y el sacristán en progresivo estado de irritabilidad discutían acaloradamente. “¿Y ahora... qué?”, me dije, mirando la incomprensible escena.

En ese instante, la voz del sacristán se impuso sobre la de ella.

—No señora. No puede ingresar del brazo del hijo de su novio por la nave central. Solo la novia y el padrino. Haga el favor de dirigirse por la entrada lateral.

Lo que faltaba. Estaba loca en serio.

No había caso. Insistía como una poseída, agarrada a la manga del pobre sacristán que se libró del absurdo apresamiento de un tirón espectacular. De inmediato pegó media vuelta encrespado, con la vista fija en su reloj de pulsera.

De repente nos miró a mi tío y a mí, como si reparase en nosotros por primera vez.

— ¡Entren! —ordenó con cara de pocos amigos.

Se escucharon los acordes del Ave María.

Mi tío y yo, empujados con cristiana caridad por el sacristán, hicimos pie bruscamente en el pasillo central. Detrás y casi sobre nuestros talones un sonoro portazo selló la entrada principal en las narices de Lola, que ya se había colgado del brazo de mi primo, lista para colarse.

Puestos en la marcha sobre la alfombra roja, mi tío me codeó para que aflojara el gesto. Entonces sonreí, mientras avanzábamos con la solemnidad que el caso requería. Sonreí lo más bien a los concurrentes. Lástima que desde los bancos sólo recibí miradas de cansancio y reproche de quienes no dormitaban, tipo: “Vos siempre igual, ¿eh? Tarde, para variar. Ni siquiera hoy..." Y, sí. Llevábamos un atraso de una hora y media. Pero al pie del altar estaba Jorge, visiblemente conmovido, ¡escoltado por su señora madre!

Ah, ¡qué alivio, por Dios! ¡Qué alivio sentí cuando la vi!

El dolor exquisito
Ya saliendo de la iglesia, acosada por Pompas y Circunstancias, con el dolor exquisito en pies y cabeza, solo quedaba inerme mi vestido de gasa griega.

Pero no. Era mayo, generalmente un mes de temperatura media o templada por estos lares, menos esa noche. Doce grados escoltados por un vendaval sureño me congelaron el alma, los dedos, la espalda, los hombros y la sonrisa, que se volvió de tiza, hecha trizas contra todo intento de elegancia. Que para entonces, ya era rancia y de pretensa arrogancia.

Epílogo
Entre los besos, salutaciones, abrazos y puñados de arroz que alborotaron el atrio, no pude evitar ponerle el oído a cierto chisme. Parece que dado el atraso de la madre de mi consorte, y ante la inminencia de la ceremonia, ciertas señoras muy aseñoradas llegaron a no dirigirse la palabra en el fragor de la pulseada originada cuando, justo a tiempo e inocente de todo el alboroto desatado, arribó mi futura ex suegra, saludando como si fuera Evita.

Y mi tío no se enteró jamás -o sí, y se hizo el gallo distraído-, de los suspiros, quejas y ofensas que generó entre las damas, a punto de dejar de serlo, en la bajeza de la disputa. Él, sólo avanzó a mi lado orgulloso y emocionado, guapísimo, con un par de zapatos impecables, brillantes y ¡de un color diferente cada uno!

Y esto no es todo. Pero la fiesta, es otro cuento.

¡Todavía no me acostumbré a los éxitos que acumulé en una sola noche!

Aunque algo aprendí: desde esa época, uso melena. Y cuando voy a la peluquería, lo hago acompañada de un infaltable dolor exquisito. 

12 comentarios:

  1. Me gustó mucho, fue muy divertido, gracias por compartir.

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  2. Gracias, Gra. Si te divirtió, cumplió su meta. Besos.

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  3. Muy graciosa la odisea...y por suerte con final feliz! Me gustó mucho la división del relato en titulos!

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    1. Hola, Moni. Gracias por pasarte. Sí, fue una odisea, jaja. ¿Así Qué te gustó la división en títulos? Está bueno saberlo. Un beso.

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  4. ¡Espectacular!, recuerdo este texto del foro. Muy divertido, me he reído en cada paso. Belleza griega, tío "un bon vivant", el sobrino que va a la suya, las damas de honor jugandose al tío, la madrina..., y la novia del tío ¡Dios mío, qué mujer!.
    Bueno a pesar de todo hubo boda, que no se presagiaba nada bueno.
    Espero que pongas la fiesta, la recuerdo espectacular.
    Me ha gustado volver a leer este tema.
    Un abrazo

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  5. Hola, Jesús. Gracias por leerlo de nuevo, pero si te hizo reír me pone contenta. Sí, ahora que lo pienso, con semejantes personajes, empezando por los delirios estropeados de la novia y la catadura de parientes y allegados, es casi un milagro el final, jaja. Pronto subiré La Fiesta. Un beso.

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  6. Admirable.el detalle de emociones y desencuentros. Espere que en algun momento te bajaras del.auto y salias corriendo!!! Espero la fiesta!!! Lily tu compa del.secundario. te felicito me encantó. Abrazo.

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  7. Hola, Lily. Muchas gracias por pasarte y comentar. Confieso que en el trayecto fantaseé con salir corriendo y subirme a un taxi. Qué bueno que te haya gustado. Un beso.

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  8. Un ritmo muy ágil y divertido. Y los personajes me han encantado, sobre todo el tío.

    Un abrazo :)

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  9. Gracias Volarela, por dejar tu comentario. Sí, sin el tío el cuento desfallece. Besos.

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