Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

martes, 7 de enero de 2025

Un día de pandemia

 


Nueve días antes se había declarado el estado de pandemia y decretado la consiguiente cuarentena. Aconsejaban evitar los cajeros automáticos, entre otras actividades. Pero yo debía ir. Aunque no tenía nada de voluntad y nada de plata en efectivo.

El cajero más cercano está a un kilómetro y medio. Podía caminar y estirarme un poco, pero la cuarentena era obedecida a rajatabla. Por las calles no se veía un alma. De vez en cuando circulaban patrulleros avisando por altavoz que nos quedemos en casa, salvo necesidad de medicamentos o alimentos. Y en esos casos, salir con  barbijo y en soledad. Ante este panorama, de solo pensar en caminar quince cuadras me sentía una criminal en potencia. Mejor iría en autobús. En el auto, ni loca. A ver si me lo retenían por circular sin permiso.

Antes debía sacar a mi perrita. “Los perros deben pasearse hasta dos cuadras del domicilio como máximo”, avisaba un noticiero. Otro, expresaba que apenas una cuadra y un tercero, que solo hasta la vereda de la puerta de calle, para sus necesidades. Y mostraba un video en el que un hombre y su perrito eran arrestados por violar las consignas, mientras su mujer pedía a gritos que le devolvieran el cachorro. ¡Pobre hombre!  ¿Cuál sería la consigna válida? La imagen del abatido señor ingresando en bermudas y ojotas al patrullero con su perrito en brazos me picoteaba la cabeza como un pájaro carpintero.

Por las dudas, adoptaría la tercera presunta consigna.

Ergo, mi perrita y yo nos paramos en la vereda frente a casa. Transcurridos unos minutos, ella me miró extrañada, como diciendo “a ver cuándo arrancamos a caminar”. Y yo ansiosa, esperando el popó. Al rato le pedí e insistí: “por favor, hacé popó”. Ella paró las orejas y ladeó la cabeza, indagándome sorprendida.  “Tenés que hacer popó en esta baldosa”, reiteré. Después de unos minutos, a instancias del animalito, decidí caminar hasta la esquina. En eso se aproximó un patrullero. ¡Ay, Dios! Con la paranoia al galope me agaché detrás de un volquete, obligando a mi confundida perrita a hacer de estatua. Pasado el peligro, volví a la carga, implorándole que tuviera la gentileza de hacer el popó de una vez. Ella me observó inocentemente. Sin popó, pegamos la vuelta.

A punto de llegar a casa se soltó de la correa, corrió hacia la esquina y, feliz y relajada, hizo sus necesidades junto a un árbol libre de protocolos. Fui desesperada a buscarla y a recoger el popó. Desde un patrullero me saludaron atentamente. Devolví el saludo con expresión de culpable y falsa sonrisa.

 Ya en casa y a salvo de ser arrestadas, aunque algo extenuada, decidí marchar hacia el cajero. Me calcé barbijo y guantes de látex, agarré el frasquito de alcohol en gel y partí.

Una vez frente a la pantalla, se me hizo difícil teclear con los guantes. Más complicada se puso la cosa cuando debí ingresar un CBU -de 22 dígitos- copiándolo de un mensaje de WhatsApp. Necesitaba los lentes. Metí la mano ¡enguantada! en el bolso y agarré los anteojos. La pantalla del cajero me dedicó un cartel: “¿Necesita más tiempo para su operación”?

Sí.

Con la visión a pleno y los guantes a full intenté teclear los 22 dígitos, pero no hubo caso. Gracias al látex, cada número conllevaba más de un intento. A punto de concluir tan enojoso asunto, otro pérfido cartel anunció que “su tiempo ha concluido”. Casi me da un ataque.

Vuelta a empezar. En una mano el móvil para copiar el CBU y en la otra mi enemigo mercenario, el guante de látex que prometía salvarme del virus asesino. Cuando iba por el dígito quince más o menos, con los dedos acalambrados y los ojos a cuadros de tanto mirar fijamente el horrible número plagado de filas de ceros, la aplicación de WhatsApp desapareció.  La pantalla, con cierto temperamento burlón, me repreguntó si necesitaba más tiempo. Absteniéndome de darle una trompada, puse que sí y se borró lo tecleado. Empecé a traspirar. Por la frente me corrían gotas que, copiosas, resbalaban sobre mis ojos. Al borde de un ataque de nervios, me sequé con las manos enguantadas. Enseguida tomé conciencia de lo hecho y tiré los guantes ¡adentro del bolso! El sudor me cubría la cara y se estrellaba contra el barbijo. Empapada, me apresuré a concluir la muy ladina operación bancaria, con éxito esta vez. Nomás la máquina escupir el recibo del trámite, alcancé la calle, victoriosa y velozmente, como si me hubieran soltado de una tiendita del horror.

Desechados los torpes guantes y aseados con alcohol en gel el contenido del bolso, manos y cara, decidí regresar caminando, ya me importaba un pepino lo de sentirme una infractora de mis propias garantías ciudadanas. A medida que me alejaba de los malévolos cajeros, me ganaba un estado como de risueña ebriedad. El lamentable episodio de los guantes, los dígitos y sus secuelas no lo compartiría por nadie.

Durante la solitaria caminata me topé con una pescadería. Del todo tranquila, aprovecharía para comprar pescado. Lástima que al momento de pagar advertí que en el trágico episodio del cajero olvidé sacar dinero. “No importa, cóbrese con la tarjeta”. ¡Pero no la encontré! Desesperada, vacié el contenido del bolso en el mostrador ante la mirada atenta y desconfiada del vendedor que rociaba todo con alcohol. Nada. La prisa y los nervios me habían jugado una muy mala pasada. La tarjeta debió quedarse alegremente en la bandeja del cajero. ¡Ay, Dios mío!

Abandoné el paquete del pescado y volé hacia el banco, mientras el de la pescadería me decía no sé qué cosas.   

En el hall de los cajeros no se veía un alma. La tarjeta, tampoco.

Llegué a casa traspirada, derrotada y furiosa conmigo misma.

Cancelé la tarjeta por teléfono y condené los guantes de látex sin uso a la basura. Recordé que un par de ellos descansaban en el bolsillito interno de mi bolso. No iba a dejar sobrevivir un solo par. Lo abrí, saqué los guantes y ¡la tarjeta cancelada!     

 

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