Nueve días antes se había declarado el
estado de pandemia y decretado la consiguiente cuarentena. Aconsejaban evitar
los cajeros automáticos, entre otras actividades. Pero yo debía ir. Aunque no
tenía nada de voluntad y nada de plata en efectivo.
El cajero más cercano está a un kilómetro
y medio. Podía caminar y estirarme un poco, pero la cuarentena era obedecida a
rajatabla. Por las calles no se veía un alma. De vez en cuando circulaban
patrulleros avisando por altavoz que nos quedemos en casa, salvo necesidad de
medicamentos o alimentos. Y en esos casos, salir con barbijo y en soledad. Ante este panorama, de solo
pensar en caminar quince cuadras me sentía una criminal en potencia. Mejor iría
en autobús. En el auto, ni loca. A ver si me lo retenían por circular sin
permiso.
Antes debía sacar a mi perrita. “Los
perros deben pasearse hasta dos cuadras del domicilio como máximo”, avisaba un
noticiero. Otro, expresaba que apenas una cuadra y un tercero, que solo hasta
la vereda de la puerta de calle, para sus necesidades. Y mostraba un video en
el que un hombre y su perrito eran arrestados por violar las consignas,
mientras su mujer pedía a gritos que le devolvieran el cachorro. ¡Pobre hombre!
¿Cuál sería la consigna válida? La
imagen del abatido señor ingresando en bermudas y ojotas al patrullero con su
perrito en brazos me picoteaba la cabeza como un pájaro carpintero.
Por las dudas, adoptaría la tercera
presunta consigna.
Ergo, mi perrita y yo nos paramos en la
vereda frente a casa. Transcurridos unos minutos, ella me miró extrañada, como
diciendo “a ver cuándo arrancamos a caminar”. Y yo ansiosa, esperando el popó. Al
rato le pedí e insistí: “por favor, hacé popó”. Ella paró las orejas y ladeó la
cabeza, indagándome sorprendida. “Tenés
que hacer popó en esta baldosa”, reiteré. Después de unos minutos, a instancias
del animalito, decidí caminar hasta la esquina. En eso se aproximó un
patrullero. ¡Ay, Dios! Con la paranoia al galope me agaché detrás de un
volquete, obligando a mi confundida perrita a hacer de estatua. Pasado el
peligro, volví a la carga, implorándole que tuviera la gentileza de hacer el
popó de una vez. Ella me observó inocentemente. Sin popó, pegamos la vuelta.
A punto de llegar a casa se soltó de la
correa, corrió hacia la esquina y, feliz y relajada, hizo sus necesidades junto
a un árbol libre de protocolos. Fui desesperada a buscarla y a recoger el popó.
Desde un patrullero me saludaron atentamente. Devolví el saludo con expresión
de culpable y falsa sonrisa.
Ya
en casa y a salvo de ser arrestadas, aunque algo extenuada, decidí marchar hacia
el cajero. Me calcé barbijo y guantes de látex, agarré el frasquito de alcohol
en gel y partí.
Una vez frente a la pantalla, se me hizo
difícil teclear con los guantes. Más complicada se puso la cosa cuando debí
ingresar un CBU -de 22 dígitos- copiándolo de un mensaje de WhatsApp. Necesitaba
los lentes. Metí la mano ¡enguantada! en el bolso y agarré los anteojos. La pantalla
del cajero me dedicó un cartel: “¿Necesita más tiempo para su operación”?
Sí.
Con la visión a pleno y los guantes a full
intenté teclear los 22 dígitos, pero no hubo caso. Gracias al látex, cada
número conllevaba más de un intento. A punto de concluir tan enojoso asunto, otro
pérfido cartel anunció que “su tiempo ha concluido”. Casi me da un ataque.
Vuelta a empezar. En una mano el móvil
para copiar el CBU y en la otra mi enemigo mercenario, el guante de látex que
prometía salvarme del virus asesino. Cuando iba por el dígito quince más o
menos, con los dedos acalambrados y los ojos a cuadros de tanto mirar fijamente
el horrible número plagado de filas de ceros, la aplicación de WhatsApp
desapareció. La pantalla, con cierto temperamento
burlón, me repreguntó si necesitaba más tiempo. Absteniéndome de darle una
trompada, puse que sí y se borró lo tecleado. Empecé a traspirar. Por la frente
me corrían gotas que, copiosas, resbalaban sobre mis ojos. Al borde de un
ataque de nervios, me sequé con las manos enguantadas. Enseguida tomé conciencia
de lo hecho y tiré los guantes ¡adentro del bolso! El sudor me cubría la cara y
se estrellaba contra el barbijo. Empapada, me apresuré a concluir la muy ladina
operación bancaria, con éxito esta vez. Nomás la máquina escupir el recibo del
trámite, alcancé la calle, victoriosa y velozmente, como si me hubieran soltado
de una tiendita del horror.
Desechados los torpes guantes y aseados
con alcohol en gel el contenido del bolso, manos y cara, decidí regresar caminando,
ya me importaba un pepino lo de sentirme una infractora de mis propias
garantías ciudadanas. A medida que me alejaba de los malévolos cajeros, me ganaba
un estado como de risueña ebriedad. El lamentable episodio de los guantes, los
dígitos y sus secuelas no lo compartiría por nadie.
Durante la solitaria caminata me topé con
una pescadería. Del todo tranquila, aprovecharía para comprar pescado. Lástima
que al momento de pagar advertí que en el trágico episodio del cajero olvidé
sacar dinero. “No importa, cóbrese con la tarjeta”. ¡Pero no la encontré!
Desesperada, vacié el contenido del bolso en el mostrador ante la mirada atenta
y desconfiada del vendedor que rociaba todo con alcohol. Nada. La prisa y los
nervios me habían jugado una muy mala pasada. La tarjeta debió quedarse
alegremente en la bandeja del cajero. ¡Ay, Dios mío!
Abandoné el paquete del pescado y volé
hacia el banco, mientras el de la pescadería me decía no sé qué cosas.
En el hall de los cajeros no se veía un
alma. La tarjeta, tampoco.
Llegué a casa traspirada, derrotada y
furiosa conmigo misma.
Cancelé la tarjeta por teléfono y condené
los guantes de látex sin uso a la basura. Recordé que un par de ellos
descansaban en el bolsillito interno de mi bolso. No iba a dejar sobrevivir un
solo par. Lo abrí, saqué los guantes y ¡la tarjeta cancelada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario