La biblioteca del tiempo
Salta, 16 de diciembre de 1945
Con mantilla de menta después de la lluvia, la mañana se
desperezaba detrás de los cerros. Arturo respiró hondo y se dispuso a recorrer
el campo, como siempre que regresaba a su tierra. Aunque esta vez se dirigió
primero a la biblioteca para dejar la carta.
Esa biblioteca enchapada en raíz de abedul era un armario
misterioso. Escudriñó pensativo al mueble que, silencioso y arrogante, generaba
respeto desde su imponente claustro. Arturo se sacudió un sesgo de
sobrecogimiento. Lo importante era la carta. De allí la retiraría el empleado
de correos. Pensó en Clara, en lo lejos que estaba y en cuánto tiempo faltaba
para su retorno. Sonrió con nostalgia. ¡Ay!, esos momentos en los que el piano
y los libros los separaban del mundo; cuando entre besos, letras y partituras
el tiempo era apenas un convidado olvidable ¡cómo los atesoraba!
Setenta años después
Santa Fe, agosto de 2016
La noche helada pegaba extrañas figuras en los vitraux de un delicado degradé ambarino.
Hacía frío en la espaciosa sala y los pies de Clara se movían inquietos, en un
esfuerzo inconsciente por entrar en calor. En tanto, apresuraba la lectura de
los últimos capítulos de "Desiré".
Con solo 22 años, ya era bibliotecaria diplomada y al
otro día tenía trabajo. Consultó el gran reloj de pared: las diez de la noche.
Cerró el libro y con un suspiro de cansancio fue a dejarlo en la biblioteca. Su
perro la siguió con pereza. Era un mueble bien singular aquella biblioteca
traída desde Salta muchísimos años atrás. Según el abuelo, su adquisición estuvo
plagada de misterios. Detuvo la mirada en la estantería acusada: totalmente
enchapado en raíz de abedul, el precioso mueble —además de la población de
libros que albergaba con la confianza de la habitualidad— exhibía en su frente la
leyenda: “Para Dios un día es como mil años, y mil años como un día”. Clara
sacudió los hombros. Los párpados le pesaban.
Al guardar el libro, sus dedos tropezaron con un sobre de
papel bastante añejo. No estaba antes allí antes, eso era seguro. Tras una
vacilación, lo abrió despacio, como si tocase algo ajeno. Contenía una carta
cuyas hojas hubo de separar con cuidado de no rasgarlas, dado su
envejecimiento. Extendió el papel y comenzó a leer.
“Salta 15 de diciembre de 1945.
Mi queridísima Clara:
Ya ves, lo primero que hago al llegar es escribirte. Es
tan difícil aceptar el hecho que luego de unas cuantas horas esté tan lejos de
ti. Siento aún la alegría de saber que anochecía y que tenía que ir a verte. Me
desespera el pensar que todavía tengo que permanecer un mes aquí, mi querida
Clara, y me causa una humilde alegría saber que por estas líneas estamos
conversando; me parece verte apoyada en la puerta de tu casa. Son como las diez
de la noche y yo estoy sentado encima de la cama, escribiéndote, teniendo como
mesa la radio que está en pleno funcionamiento. El piano se cuela con una de
tus favoritas: las Bagatelles. Afuera
está lloviendo fuerte. Te digo esto para tener la ilusión que estoy contigo y
sepas lo que hago en este momento. Me pasé casi todo el día leyendo el libro
“La Esperanza” que me diste y que resulta bastante bueno, trata nada menos que
de la guerra civil española. ¿Y tú cómo vas con “Desiré”? Te envío la foto que
nos tomamos la tarde que nos despedimos.
Bueno, mi querida Clarita, con toda el alma deseo que
estés completamente bien en compañía de los tuyos. Te besa, Arturo.”
Clara quedó atónita. ¿Cómo podía existir una carta fechada
setenta años atrás, dirigida a su persona? ¿Y esa foto de un hombre moreno
junto a ella? Eso no era posible. Miró hacia el ventanal: una lluvia monótona y
helada invitaba al relax, aunque era lo que menos sentía en ese momento. Prendió
la radio a fin de tranquilizarse un poco pero no lo logró: las Bagatelles de Beethoven derramaban sus
dulzuras, ingenuas y desafiantes.
Advirtió que el ambiente había variado sustancialmente.
Más que nada, los olores y los sonidos. Eran como ecos de
un tiempo rescatado del olvido. Se asomó a la ventana y no pudo creer lo que
veía: en la vereda, niñas con trenzas y vestidos floreados jugando a la rayuela
y niños con pantalones cortos tirando bolitas contra la pared. Por la calle
adoquinada se desplazaban vehículos de colección a velocidades
incomprensiblemente lentas. Afanoso, el carro del lechero se detenía de puerta
en puerta dejando un botellón verde e, indiferente, un tranvía daba pasos de
ciempiés. El aire olía a menta fresca.
El sol se filtraba a raudales por los alegres vitraux de la sala dibujando asteriscos
de luz sobre el rostro durmiente de Clara. Los amables lengüetazos que su
cachorro le dedicó, a modo de lavado de cara, la despabilaron con algún
sobresalto. Se incorporó con la carta todavía en la mano y observó el reloj de
pared. Era tardísimo. Examinó al impertérrito mueble de raíz de abedul con gran
desconfianza. “Debo estar enloqueciendo”. Intrigada, se asomó a la ventana: ni
rastros de tranvías ni de niñas con trenzas; tampoco de carros de lechero. En
cambio, pudo ver el paisaje habitual de su cuadra: motos estacionadas en la
vereda y el local de internet con las luces de neón girando sin fin. En la
esquina, flemáticos, parpadeaban los semáforos. Sacudió la cabeza, incrédula. No
le sobraba el tiempo para elucubraciones, debía llegar sin demora a su trabajo
en la biblioteca.
El día transcurrió con el suficiente movimiento de
estudiantes y lectores como para impedirle un análisis concienzudo de los
acontecimientos recientes.
Un joven irrumpió en la sala deteniendo sus
cavilaciones.
—Buenas tardes.
Perdón por la hora, señorita. ¿Tengo tiempo de registrarme? Quisiera llevar un
libro en préstamo—, dijo el muchacho, agitado por el apuro, al tiempo que le
alargaba su documento para el trámite.
Clara accedió y le entregó el formulario para rellenar
con sus datos.
Mientras disponía todo para cerrar, lo miró de reojo. Era
bastante atractivo. Además, le resultaba vagamente familiar... La foto junto a
la carta ¡era el!
El joven entregó la ficha ya completa.
— ¿Qué libro va a llevar? — preguntó ella, con un
progresivo temblor en la voz.
— La Esperanza. Es un libro sobre la guerra civil
española, no recuerdo el autor.
Clara apenas se inmutó. Semejante cadena de ¿casualidades?
la sobrepasaba. Y aunque el corazón le daba saltos desacompasados a su pesar,
trató de ignorarlo. Tomó el ejemplar de la estantería y lo entregó al flamante
socio, no sin antes anotar sus datos en la tarjeta de la contratapa. Nombre:
Arturo Fernández, oriundo de Salta. Ocupación: Estudiante.
— Acá tiene. La Esperanza, de André Malraux.
Salieron juntos de la biblioteca. Ella llevaba en la mano
la novela “Desiré”.
Arturo tocó el libro rozándole los dedos y sonrió.
— Una buena lectura. — Y
mirándola pensativo, agregó:
— Me pregunto si tendrás un rato para… ¿Hablar de estos
libros que nos hemos traído?
Ya entrada la noche, se separaron con la promesa de otro
encuentro. La figura de Clara, apoyada en la puerta de su casa, abrochó con
ternura el corazón de Arturo.
El aire olía a teclas de piano. Si es que eso era
posible.
Me encantan estos textos que me permiten imaginar lo que leo. Gracias. Graciela
ResponderEliminarHola, Grace. Muchas gracias por tus palabras.
ResponderEliminarMe gustó mucho pues soy fanática de novelas románticas que atraviesan los tiempos. Adelante Mónica estoy muy contenta que hayas vuelto. Ana María
ResponderEliminarHola, Ana. Bienvenida. Muchas gracias por tus palabras, yo también estoy contenta de este regreso. Un beso grande.
ResponderEliminarUn relato de los que a mi me gustan. Misterio, viajes, romanticismo, y un final abierto.
ResponderEliminarSi no recuerdo mal (si no este otro parecido).
Lectura fácil y muy entretenida.
Me ha gustado.
Jesús
Hola, Jesús, gracias. Sí, no recuerdas mal, aunque este final es de factura reciente. Besos.
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