Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

domingo, 26 de julio de 2020

Raíz de abedul



La biblioteca del tiempo

Salta, 16 de diciembre de 1945

Con mantilla de menta después de la lluvia, la mañana se desperezaba detrás de los cerros. Arturo respiró hondo y se dispuso a recorrer el campo, como siempre que regresaba a su tierra. Aunque esta vez se dirigió primero a la biblioteca para dejar la carta.

Esa biblioteca enchapada en raíz de abedul era un armario misterioso. Escudriñó pensativo al mueble que, silencioso y arrogante, generaba respeto desde su imponente claustro. Arturo se sacudió un sesgo de sobrecogimiento. Lo importante era la carta. De allí la retiraría el empleado de correos. Pensó en Clara, en lo lejos que estaba y en cuánto tiempo faltaba para su retorno. Sonrió con nostalgia. ¡Ay!, esos momentos en los que el piano y los libros los separaban del mundo; cuando entre besos, letras y partituras el tiempo era apenas un convidado olvidable ¡cómo los atesoraba!


Setenta años después

Santa Fe, agosto de 2016

La noche helada pegaba extrañas figuras en los vitraux de un delicado degradé ambarino. Hacía frío en la espaciosa sala y los pies de Clara se movían inquietos, en un esfuerzo inconsciente por entrar en calor. En tanto, apresuraba la lectura de los últimos capítulos de "Desiré". 

Con solo 22 años, ya era bibliotecaria diplomada y al otro día tenía trabajo. Consultó el gran reloj de pared: las diez de la noche. Cerró el libro y con un suspiro de cansancio fue a dejarlo en la biblioteca. Su perro la siguió con pereza. Era un mueble bien singular aquella biblioteca traída desde Salta muchísimos años atrás. Según el abuelo, su adquisición estuvo plagada de misterios. Detuvo la mirada en la estantería acusada: totalmente enchapado en raíz de abedul, el precioso mueble —además de la población de libros que albergaba con la confianza de la habitualidad— exhibía en su frente la leyenda: “Para Dios un día es como mil años, y mil años como un día”. Clara sacudió los hombros. Los párpados le pesaban. 

Al guardar el libro, sus dedos tropezaron con un sobre de papel bastante añejo. No estaba antes allí antes, eso era seguro. Tras una vacilación, lo abrió despacio, como si tocase algo ajeno. Contenía una carta cuyas hojas hubo de separar con cuidado de no rasgarlas, dado su envejecimiento. Extendió el papel y comenzó a leer.

                                                  “Salta 15 de diciembre de 1945.

Mi queridísima Clara:

Ya ves, lo primero que hago al llegar es escribirte. Es tan difícil aceptar el hecho que luego de unas cuantas horas esté tan lejos de ti. Siento aún la alegría de saber que anochecía y que tenía que ir a verte. Me desespera el pensar que todavía tengo que permanecer un mes aquí, mi querida Clara, y me causa una humilde alegría saber que por estas líneas estamos conversando; me parece verte apoyada en la puerta de tu casa. Son como las diez de la noche y yo estoy sentado encima de la cama, escribiéndote, teniendo como mesa la radio que está en pleno funcionamiento. El piano se cuela con una de tus favoritas: las Bagatelles. Afuera está lloviendo fuerte. Te digo esto para tener la ilusión que estoy contigo y sepas lo que hago en este momento. Me pasé casi todo el día leyendo el libro “La Esperanza” que me diste y que resulta bastante bueno, trata nada menos que de la guerra civil española. ¿Y tú cómo vas con “Desiré”? Te envío la foto que nos tomamos la tarde que nos despedimos.

Bueno, mi querida Clarita, con toda el alma deseo que estés completamente bien en compañía de los tuyos. Te besa, Arturo.”

Clara quedó atónita. ¿Cómo podía existir una carta fechada setenta años atrás, dirigida a su persona? ¿Y esa foto de un hombre moreno junto a ella? Eso no era posible. Miró hacia el ventanal: una lluvia monótona y helada invitaba al relax, aunque era lo que menos sentía en ese momento. Prendió la radio a fin de tranquilizarse un poco pero no lo logró: las Bagatelles de Beethoven derramaban sus dulzuras, ingenuas y desafiantes.

Advirtió que el ambiente había variado sustancialmente.

Más que nada, los olores y los sonidos. Eran como ecos de un tiempo rescatado del olvido. Se asomó a la ventana y no pudo creer lo que veía: en la vereda, niñas con trenzas y vestidos floreados jugando a la rayuela y niños con pantalones cortos tirando bolitas contra la pared. Por la calle adoquinada se desplazaban vehículos de colección a velocidades incomprensiblemente lentas. Afanoso, el carro del lechero se detenía de puerta en puerta dejando un botellón verde e, indiferente, un tranvía daba pasos de ciempiés. El aire olía a menta fresca.

 

El sol se filtraba a raudales por los alegres vitraux de la sala dibujando asteriscos de luz sobre el rostro durmiente de Clara. Los amables lengüetazos que su cachorro le dedicó, a modo de lavado de cara, la despabilaron con algún sobresalto. Se incorporó con la carta todavía en la mano y observó el reloj de pared. Era tardísimo. Examinó al impertérrito mueble de raíz de abedul con gran desconfianza. “Debo estar enloqueciendo”. Intrigada, se asomó a la ventana: ni rastros de tranvías ni de niñas con trenzas; tampoco de carros de lechero. En cambio, pudo ver el paisaje habitual de su cuadra: motos estacionadas en la vereda y el local de internet con las luces de neón girando sin fin. En la esquina, flemáticos, parpadeaban los semáforos. Sacudió la cabeza, incrédula. No le sobraba el tiempo para elucubraciones, debía llegar sin demora a su trabajo en la biblioteca.

El día transcurrió con el suficiente movimiento de estudiantes y lectores como para impedirle un análisis concienzudo de los acontecimientos recientes.

Un joven irrumpió en la sala deteniendo sus cavilaciones.  

 —Buenas tardes. Perdón por la hora, señorita. ¿Tengo tiempo de registrarme? Quisiera llevar un libro en préstamo—, dijo el muchacho, agitado por el apuro, al tiempo que le alargaba su documento para el trámite.

Clara accedió y le entregó el formulario para rellenar con sus datos.

Mientras disponía todo para cerrar, lo miró de reojo. Era bastante atractivo. Además, le resultaba vagamente familiar... La foto junto a la carta ¡era el!

El joven entregó la ficha ya completa.

— ¿Qué libro va a llevar? — preguntó ella, con un progresivo temblor en la voz.

— La Esperanza. Es un libro sobre la guerra civil española, no recuerdo el autor.

Clara apenas se inmutó. Semejante cadena de ¿casualidades? la sobrepasaba. Y aunque el corazón le daba saltos desacompasados a su pesar, trató de ignorarlo. Tomó el ejemplar de la estantería y lo entregó al flamante socio, no sin antes anotar sus datos en la tarjeta de la contratapa. Nombre: Arturo Fernández, oriundo de Salta. Ocupación: Estudiante.

— Acá tiene. La Esperanza, de André Malraux.

Salieron juntos de la biblioteca. Ella llevaba en la mano la novela “Desiré”.

Arturo tocó el libro rozándole los dedos y sonrió.

— Una buena lectura. — Y mirándola pensativo, agregó:

— Me pregunto si tendrás un rato para… ¿Hablar de estos libros que nos hemos traído?

Ya entrada la noche, se separaron con la promesa de otro encuentro. La figura de Clara, apoyada en la puerta de su casa, abrochó con ternura el corazón de Arturo.

El aire olía a teclas de piano. Si es que eso era posible.





6 comentarios:

  1. Me encantan estos textos que me permiten imaginar lo que leo. Gracias. Graciela

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  2. Hola, Grace. Muchas gracias por tus palabras.

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  3. Me gustó mucho pues soy fanática de novelas románticas que atraviesan los tiempos. Adelante Mónica estoy muy contenta que hayas vuelto. Ana María

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  4. Hola, Ana. Bienvenida. Muchas gracias por tus palabras, yo también estoy contenta de este regreso. Un beso grande.

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  5. Un relato de los que a mi me gustan. Misterio, viajes, romanticismo, y un final abierto.
    Si no recuerdo mal (si no este otro parecido).
    Lectura fácil y muy entretenida.
    Me ha gustado.
    Jesús

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  6. Hola, Jesús, gracias. Sí, no recuerdas mal, aunque este final es de factura reciente. Besos.

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