Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

jueves, 6 de agosto de 2020

La fiesta


Automedicación

Generalmente me automedico con cierto grado de eficacia, para espanto de mis amistades. 

Pero los resultados no fueron los mismos cuando me automediqué el casamiento. Tal vez por eso de que “el que sabe, sabe, y el que no, es jefe”. Yo fui ambas cosas, a un tiempo y en el mismo espacio, haciendo caso omiso de todo preaviso expreso, tácito o subrepticio. Allá fui colgada de una ilusión ilusa a todas luces carente de luz, por lo que las secuelas negativas, caídas y recaídas acontecidas en la fiesta son de mi entera irresponsabilidad.

Ya en el atrio de la iglesia, durante las salutaciones post nupciales se respiraba un tufillo de rara dinámica, como de anarquía inminente. Claro que el interesado suele ser el último en advertirlo. Es así, no hay peor ciego que el que no quiere ver.

El Fotógrafo

El fotógrafo —hallazgo mío— era un tipo liberado de atavismos. Filmaba y sacaba fotos a lo pavo, contorsionándose exaltado y risueño. Fotos para las que yo sonreía, tiraba besitos, hacía mohines de vestal griega liberada de sus votos y mostraba la rodilla, ora Cenicienta, ora vedette. No es que estuviera posando para dichas tomas, no. El tipo había especificado que su estilo consistía en atrapar imágenes espontáneas, “mucho más expresivas que las fotos tradicionales en puentes, parques, fuentes de agua y toda esa gilada”. Jorge y yo no pusimos objeciones, nos pareció bien, nosotros también queríamos marcar la diferencia. Nada de convencionalismos, entonces. Se me hizo, ¡y cómo! La persona más fotografiada y filmada, ya sea sola, conmigo o con los invitados, resultó ¡el novio! El fotógrafo quedó prendado de mi consorte, parece.

Cuando fui a retirar ilusionadísima las muestras de rigor, en todas aparecía el novio en primer plano. Canchero, besando botellas, bailando, dándole a los tragos onda lord inglés, haciendo gárgaras, recreándose en gestos recios, tipo duro de matar, ¡todo un macho pistola! ¿La novia? Bien, gracias. Cuando aparecía, era de espaldas. Así que, salvo que el fotógrafo estuviera prendado de mi espalda, lo cual lo hubiera colocado en la peor situación de colegir que me veía mejor de atrás que de frente, sólo quedaba como lamentable conclusión que la que suscribe contrató un profesional que se prendó del novio. Estoy de acuerdo, a mí también me podía el novio, pero de eso a ser su sombra en las fotos, ¡no!

Sin embargo así fue, nomás. Hasta por la ventanilla del infatigable Torino azul de mi tío asomaba en riguroso primer plano la alegre cara de Jorge. ¡Ah!, y mi mano en su hombro con la alianza. Eso sí. Algo es algo.

El Gran Vals

Ya instalados en el coqueto piso de mi tío, pasado el primer round de fotos, junto con los bocadillos llegaron los vinos, tragos y demás bebidas multicolores, según la graduación: amatista, ambarina y blanca y radiante.

Entre mis amigos y familia, abstemio no se registraba ninguno. Los de la contraparte, por lo que pudo advertirse, tampoco. Por lo tanto, entre trago y trago se armó el bailongo.

Mi tío —y mi padrino de bodas en este caos digo, caso—, y yo, inauguramos la sesión danzante con los primeros compases de “Cuentos del bosque de Viena”. Por unos minutos fuimos Sissí y el Emperador. Emperador que, en cuanto pudo, me entregó a los brazos del primer candidato conforme la tradición para sumergirse raudamente en la toilette, de la que emergió renovado y perfumado cual un bosque de Viena andante.

Establecido su radio de acecho contra el dressoir estilo gótico de mi difunta tía, se concentró en el estudio de cada invitada con la mirada felina semioculta en un gesto cuidadosamente negligente, mientras sus manos jugaban distraídas con la copa de vino. ¡Ay, yo conocía de memoria esa postura! No presagiaba nada bueno, ¿dónde se había metido Lola?

Pasados el Danubio Azul y el Vals de las Flores así como varios tragos por su garganta, mi tío se encontraba en su punto justo, al dente, cuando apareció Lola toda chispeante, enfundada en su traje rojo, insinuándosele juguetona. Una leve sombra de pánico cruzó el semblante de Mauro, neutralizada enseguida por un largo trago de vino. Todo un caballero aún en la traición, le devolvió una inocente sonrisa para, tras cartón, ir girando lentamente hasta quedar distante y de espaldas a Lola  que, por más que lo seguía como las agujas de un reloj se siguen, ella llevaba la de la hora contra la del minutero de él. Era un esfuerzo inútil, muy bien lo sabía yo. 

En una fracción de segundo instaló entre él y Lola dos salones y un recibidor. Mi tío ya estaba en otra, y bien concretamente.

Olvidándose de su novia, amnesia que todavía le sobreviene sin aviso previo cada vez que se le cruza alguna cabeza femenina rubia —auténtica, teñida, oxigenada o pasada por manzanilla—, se lanzó en picada como un albatros (quizás debido a una malformación profesional consecuencia de su entrenamiento en la aeronáutica) sobre una amiga mía que quedó fascinada con el aterrizaje.

Los compases de Strauss abandonaron la escena y Lola, cada vez más cerca de alcanzar el título de ex novia, también. Luego de una mueca que presagiaba una tormenta perfecta, pidió que le abrieran el portero electrónico, ya que bajaría a comprar al  kiosco. Varias invitadas se ofrecieron a prestarle el servicio, encantadas. Entre ellas, las dos enfermeras que enfermaban de falsa rosácea cada vez que se cruzaban con mi tío.

Kitty

Mi tía Kitty era una dama entrada en añísimos dedicada a dar testimonio de la sangre aristocrática que corría por sus venas, consecuencia del linaje heredado de nuestros ancestros, según ella.

En consonancia con dicho convencimiento y ayudada por su figura, vestía cual miembro relevante de alguna ignota monarquía en extinción. Alta, delgadísima, rostro fino de finos labios, nariz aguileña y mirada frontal y altiva, circulaba por la vida con su boquilla, abrigo de pieles y glamour un tanto rancios, envuelta en un dejo de altanería y desdén hacia el resto del mundo. Aún así, quienes la trataban no podían evitar el gran corazón que se albergaba bajo tal fachada de provisoria arrogancia.

Mi primo (su sobrino) no era precisamente una muestra de esa genealogía. Con su simpleza y mínima disposición social, se las arreglaba para pasarla bien a costa del descrédito consiguiente para el presunto abolengo de la familia.

Matías fue y es, en este sentido, un individuo práctico y de pensamiento unívocamente lateral. En esta idea, ante síntomas de sueño se echa donde lo sorprende el cansancio o donde descubre una cama, un sofá o cualquier mueble idóneo. Con la comida se sujeta a idéntico protocolo. Cuando tiene hambre se come lo que sea de quien sea, o aun en ausencia de demandas estomacales, si sucede que avizora un alimento a su alcance. Aunque casi siempre tiene hambre y sueño.

Ergo, en la fiesta se abocó a revolotear de un plato al otro como un enajenado, aspirando cual termita todo comestible que encontraba sin respetar las titularidades de los comensales. Detrás de él, en la cima de unos intimidantes tacones de charol y semi oculta bajo su infatigable sombrero estilo reina de Inglaterra, Kitty trotaba indignada pegándole en la mano con el abanico que sostenían sus dedos nudosos, atiborrados de anillos enormes. A mi primo le dolía. Pero, bajo el dominio de su razonamiento eminentemente tangencial, el dolor era lo de menos y la comida lo de más. No dejó aceituna con carozo en su cruzada manducatoria.

El empezóse

El empezóse del acabóse tuvo lugar cuando Lola, ya de regreso, pulsó el timbre para que le abrieran la puerta de calle. Desde el sexto piso nadie se hizo cargo.

Más timbres: seguidos primero, insostenibles después. Nada. Ni atisbos de abrirle, la gente estaba como distraída. 

Enérgica, prolongada y pujante, la opereta del timbre y los invitados no se otorgaban concesiones. Allí estaba Lola, agarrada al portero electrónico, en la acera de tan distinguido edificio, con frío e impaciencia creciente, indignación y una rabia… Una rabia en concordancia con los ya terroríficos timbrazos que se repetían sin cesar y que, no sé si a causa de la música o por algún pacto telepático mancomunado, generó la pícara indiferencia general.

Hasta que desde el sexto piso se oyó un claro, terrible y feroz grito de guerra proveniente de la planta baja: “¡Abrí, impotentee!"

Siguió una pausa que no anticipaba más que horribles preparativos.

— ¡Abrime, milico de cuarta!

El balcón se convirtió en un palco improvisado repleto de cabezas encimadas mirando hacia abajo.

— ¿Ah, no querés abrir? Pagame, entonces. ¡Pagá, que es lo único que sabés hacer!

Alguien le arrojó un pedazo de soufflé con kétchup.

— ¡Abrí, cornudo! —aullaba Lola, con el dedo apuntando hacia el sexto piso.

—¡Por favor, qué escena tan desagradable y ordinaria! —comentaba Kitty, frunciendo los labios con asco. Es que el sonido, igual que el calor, sube.

No sé si aclaré que mi tío es sordo; todo lo sordo que lo requieran las circunstancias del momento. En este caso, fue muy sordo. Pasado el primer minuto de sorpresa se hizo el desentendido y encabezó un trencito al son de la música, tendiente al desalojo del balcón indiscreto. Al rato bailaba como un adolescente con cuanta rubia se le cruzaba —y se le cruzaron todas, incluso las morenas— a las que les alababa los ojos claros. Pero no había morenas de ojos claros en mi casamiento, salvo… Bueno, no importa.

El fotógrafo, embriagado de arte y de vino, brincaba arrebolado, solo o con compañía, mientras la cámara descansaba en un silloncito Luis XVI. La madre de Jorge, espantada, se refugió en la cocina detrás de una botella de sidra “Manzana Verde” cuyo caudal disminuía con celeridad.

Mis amigos y los parientes de la contraparte estaban pendientes del culebrón; ninguno oprimía el botón del portero eléctrico, entusiasmados con los distintos tonos y letras de las lamentaciones acusadoras de una Lola al rojo vivo que reptaban hasta el sexto piso, como cornetas de campaña. Alguien comparó sus gritos desde la vereda con una serenata innovadora. Hay gente mala, ¡sí, señor! 

Finalmente, un alma anónima, caritativa o sibilina, le abrió.

Lola hizo su entrada hecha una hiena enfundada en su traje que ya era rojo sangre, los ojos inyectados en ídem y un dedo. Un dedo en alto, afilado y acusador apuntando derecho al ojo izquierdo de mi tío que habría ido directo como un misil a enterrarse en el mismo, si éste, con sorprendente plasticidad, no la hubiera detenido tomándole la muñeca.

— ¿Qué te pasa changuita? ¡Ay, te sentís, mal! Vamos que te llevo —susurró broncamente, con una sonrisa a lo Capone. Y la cargó literalmente, desapareciendo por la puerta del recibidor, no sin antes guiñarle un ojo a una de las enfermeras con un gesto cómplice, tipo “ya vengo, no te vayas”.

El estupor generalizado degeneró en un silencio infame, interrumpido —gracias a Baco— por el fotógrafo que en estado de total ebriedad y enloquecido, disparaba fotos en cascada sobre mi esposo. Que no se enteró, ensimismado como estaba a su vez, en una improvisada fiesta de la Vendimia.

Una vez agotado el cateo, Jorge —entonado por los efluvios de Dionisio y los entremeses anteriores— no tuvo mejor idea que trenzarse con todos mis compañeros de baile, acusándolos de querer seducirme, incluido mi primo al que no reconoció, quien alarmado, corrió a refugiarse detrás del sombrero de Kitty.

— Ay, yo le dije a ella que no se casara tan pronto. Mirá como muestra la hilacha. Resultó un loquito, ¿viste? Era como yo decía, nomás —farfullaba Kitty, a quien quisiera escucharla.
Mientras tanto, un marido ajeno que gateaba en el mayor de los anonimatos entre las piernas forradas en seda de Kitty, en busca de sus anteojos perdidos, chilló:

—A ver si hacen callar a la vieja, ¡ja!, ¿marquesa, dice? ¡Por favor, que me desconcentro!

Y Kitty escuchó. Porque si algo tenía Kitty bien aceitado, era el oído. Y, como esa noche, a sus setenta años había tomado más de setenta veces siete, reaccionó descargando una mirada de desprecio infinito sobre el infeliz que, enfurruñado, la observaba desde el piso como un can de casa, asomado entre sus rodillas tapizadas en sedas de Dior.

Muy despacio y sin dejar de fulminar a su víctima con la mirada, al tiempo que estremecía sus hombros con elegancia, Kitty metió una mano de porcelana en su bolso de noche. Los invitados cercanos a ella retrocedieron unos centímetros, conteniendo la respiración. Ajena al interés que había despertado, Kitty retiró de la cartera su puño derecho cerrado, exacerbando la expectativa de los testigos. Con gran parsimonia y para la sorpresa de aquéllos, de la palma de sus manos brotaron unas originales castañuelas traídas de su reciente viaje a la tierra flamenca. Sin dar tiempo a reacción alguna, con inesperada gracia Kitty tomó de la correa —digo, de la corbata— al señor de las gafas perdidas, conduciéndolo en la lamentable postura de cuatro patas hacia el cuadrilátero danzón, obligándolo a rendirse al son de “Soltera pa toa la vida" que ella misma se encargó de cantar, para felicidad del hombre sin lentes. Lástima que se superponía con los acordes de My Way. Pero una confusión la tiene cualquiera.

En eso volvió mi tío con un par de rasguños en la cara, el pelo tirado para adelante, el ojo izquierdo medio cerrado, unos feroces chupones en el cuello con más bárbaras huellas de rouge en la cara. Lola lo había devuelto con el terreno demarcado. Él no le dio la menor importancia. Bailó, brincó y sedujo hasta a los jarrones que quedaron resecos, aclaro. Ni el agua de los floreros se salvó.


Fideo Fino

Con la complicidad de tanto salto sorpresivo, una espesa nube cargada de confusión y finísimos vapores etílicos se había adueñado del ambiente.

La gente se divertía como loca.

Mi futuro ex esposo contribuyó a la sobrecarga ambiental en forma instantánea: agarró de la mano a mi tío, que se entregaba ya casi a cualquier payasada, y cruzando ambos sus brazos entrelazados brincaron Fideo Fino, cantando a viva voz “dos elefantes se columpiaban sobre la tela de una araña, como veían qué resistían, fueron a buscar otro elefante”. Enseguida sacaban a bailar (es un decir) a cualquiera de entre los presentes sobrevivientes. Yo me reía no sé de qué.

Le doleur exquise me recordó que necesitaba cambiarme los zapatos. Pero tuve inconvenientes. La puerta de uno de los dormitorios me fue cerrada en la cara. "¿Podrá ser posible lo que estoy pensando?", me extrañé, escandalizada. Tomé distancia asegurándome de la ausencia de testigos involuntarios y arremetí contra la puerta de una feroz y efectiva patada. Se abrió dejando a la vista a mi primo, rodeado de helado y bocados, abstraído totalmente en la exhibición de Superman II. Abandoné los zapatos a su propio azar, pedí perdón a mi primo que ni me escuchó y me fui dispuesta a acabar con aquella fiesta desmadrada.

El gran salón comedor era para entonces un enorme saloon del Oeste en el que un número incierto de varones desaforados de todas las edades y profesiones de bien, hacían Fideo Fino, entonando “veinte elefantes se columpiaban sobre la tela de una araña, como veían que resistían fueron a buscar otro elefante”.

El fotógrafo era la estrella de la noche. Se lucía con algo así como capoeira en el centro de los bailarines del Fideo Fino. Aunque en realidad parece que se había agachado y no lograba erguirse.

El brindis

Yo fui corriendo a buscar la torta para atemperar el dislate. Justo cuando la partíamos, mano sobre mano, “uno para ambos y ambos para mí”, nos juramos Jorge y yo, irrumpió una insólita Lola en jeans y sandalias, con el rimel corrido y muy desbocada, gritando que "ese impotente" no iba a desalojarla así nomás de su lado, ni de "su" fiesta.

Sobrevino un incómodo silencio.

El cántico masculino se interrumpió cuando ya andaba por los sesenta elefantes, mientras algunos bailarines azorados eran ayudados por sus esposas a levantarse del piso. Fue un momento sacrosanto, diríase, por la armonía que imperó, leve y fugitiva.

De pronto y al unísono, el movimiento se reanudó en una uniforme y tumultuosa carrera hacia los guardarropas. Algunos invitados empezaron a despedirse diciendo que al otro día viajaban, otros que al otro día partían de viaje, ¡todos viajaban! Incluso el fotógrafo.

El acabóse

En la confusión, mi tío no pudo esquivar a Lola y fueron a dar al fondo de un mullido sillón, con tan mala suerte que quedaron abrazados. No tardaron en hacerse mimos y ya ninguno de ambos se acordó quién empezó qué cosa.

La enfermera se despidió dedicándole a mi tío una mirada resentida. Sus últimas palabras, antes de irse "porque en unas horas tengo terapia, hoy me toca”, fueron que Mauro era "un típico milico de cuarta."

Mientras, la vecina del séptimo, cansada de golpear la puerta, nos avisaba a través del balcón que ya había llamado a la policía a causa del griterío. Aunque creo que dijo “puterío”. No sé, la verdad.

Jorge y yo nos miramos, agarramos los zapatos y en puntas de pie abandonamos el campo de guerra.

Baile de disfraces

Como las llaves del auto las tenía mi tío que estaba perdido en los brazos, piernas y uñas de Lola, nos paramos en la esquina del Jardín Zoológico a las 4 AM, esperando un taxi salvador.

No sólo ninguno se detuvo. Un par que amagó hacerlo, después de mirarnos curiosamente, viró sin volver la marcha atrás.

Hasta que uno medio achispado se apiadó.

Durante el viaje imperó un silencio sepulcral.

No obstante, intrigadísimo por nuestro aspecto, el chofer no nos quitaba la vista de encima por el espejo retrovisor. A mitad de camino no pudo más con la curiosidad.

— ¿Y chicos, estuvo bueno el baile de disfraces? No sabía que el Zoo abría de noche. ¿O fue en el Botánico?

—¿… ?

— ¡Qué buena iniciativa, la de esta intendencia! Los voy a volver a votar.



7 comentarios:

  1. ¡Madre mía!, menuda fiesta, es de las que marcan época. El fotógrafo es de película,¡el tío! quizás fue el que mejor se lo pasó ("un típico milico de cuarta", me ha gustado esa expresión), el resto no tiene desperdicio.
    Ja ja jajaja ja muy divertido este relato, me atrevo a decir que más (y ya es) que la boda.
    Un saludote.

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  2. Esto es todo un bodorrio. ;))))

    Saludos.

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  3. muy interesante lo que escribes te dejo un abrazo desde Miami

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  4. Hola, Jesús. Me alegro que te hayas divertido con la lectura y gracias por tus palabras. un beso.

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  5. Recomenzar y Alfred, gracias por pasar por aquí y dejar sus impresiones. Un saludo.

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  6. Me gustó mucho, muy gracioso, me reí mucho. Excelentemente escrito. Graciela

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