Automedicación
Generalmente me automedico
con cierto grado de eficacia, para espanto de mis amistades.
Pero los resultados no fueron los mismos cuando me automediqué el casamiento. Tal vez por eso de que “el que sabe, sabe, y el que no, es jefe”. Yo fui ambas cosas, a un tiempo y en el mismo espacio, haciendo caso omiso de todo preaviso expreso, tácito o subrepticio. Allá fui colgada de una ilusión ilusa a todas luces carente de luz, por lo que las secuelas negativas, caídas y recaídas acontecidas en la fiesta son de mi entera irresponsabilidad.
Pero los resultados no fueron los mismos cuando me automediqué el casamiento. Tal vez por eso de que “el que sabe, sabe, y el que no, es jefe”. Yo fui ambas cosas, a un tiempo y en el mismo espacio, haciendo caso omiso de todo preaviso expreso, tácito o subrepticio. Allá fui colgada de una ilusión ilusa a todas luces carente de luz, por lo que las secuelas negativas, caídas y recaídas acontecidas en la fiesta son de mi entera irresponsabilidad.
Ya en el atrio de la
iglesia, durante las salutaciones post nupciales se respiraba un tufillo de
rara dinámica, como de anarquía inminente. Claro que el interesado suele ser el
último en advertirlo. Es así, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
El Fotógrafo
El fotógrafo —hallazgo mío—
era un tipo liberado de atavismos. Filmaba y sacaba fotos a lo pavo,
contorsionándose exaltado y risueño. Fotos para las que yo sonreía, tiraba
besitos, hacía mohines de vestal griega liberada de sus votos y mostraba la
rodilla, ora Cenicienta, ora vedette. No es que estuviera posando para dichas
tomas, no. El tipo había especificado que su estilo consistía en atrapar
imágenes espontáneas, “mucho más expresivas que las fotos tradicionales en
puentes, parques, fuentes de agua y toda esa gilada”. Jorge y yo no pusimos
objeciones, nos pareció bien, nosotros también queríamos marcar la diferencia.
Nada de convencionalismos, entonces. Se me hizo, ¡y cómo! La persona más
fotografiada y filmada, ya sea sola, conmigo o con los invitados, resultó ¡el
novio! El fotógrafo quedó prendado de mi consorte, parece.
Cuando fui a retirar
ilusionadísima las muestras de rigor, en todas aparecía el novio en primer
plano. Canchero, besando botellas, bailando, dándole a los tragos onda lord
inglés, haciendo gárgaras, recreándose en gestos recios, tipo duro de matar,
¡todo un macho pistola! ¿La novia? Bien, gracias. Cuando aparecía, era de
espaldas. Así que, salvo que el fotógrafo estuviera prendado de mi espalda, lo
cual lo hubiera colocado en la peor situación de colegir que me veía mejor de
atrás que de frente, sólo quedaba como lamentable conclusión que la que
suscribe contrató un profesional que se prendó del novio. Estoy de acuerdo, a
mí también me podía el novio, pero de eso a ser su sombra en las fotos, ¡no!
Sin embargo así fue, nomás.
Hasta por la ventanilla del infatigable Torino azul de mi tío asomaba en
riguroso primer plano la alegre cara de Jorge. ¡Ah!, y mi mano en su hombro con
la alianza. Eso sí. Algo es algo.
El Gran Vals
Ya instalados en el coqueto
piso de mi tío, pasado el primer round de fotos, junto con los bocadillos
llegaron los vinos, tragos y demás bebidas multicolores, según la graduación:
amatista, ambarina y blanca y radiante.
Entre mis amigos y familia,
abstemio no se registraba ninguno. Los de la contraparte, por lo que pudo
advertirse, tampoco. Por lo tanto, entre trago y trago se armó el bailongo.
Mi tío —y mi padrino de
bodas en este caos digo, caso—, y yo, inauguramos la sesión danzante con los
primeros compases de “Cuentos del bosque de Viena”. Por unos minutos fuimos
Sissí y el Emperador. Emperador que, en cuanto pudo, me entregó a los brazos
del primer candidato conforme la tradición para sumergirse raudamente en la
toilette, de la que emergió renovado y perfumado cual un bosque de Viena
andante.
Establecido su radio de
acecho contra el dressoir estilo gótico de mi difunta tía, se
concentró en el estudio de cada invitada con la mirada felina semioculta en un
gesto cuidadosamente negligente, mientras sus manos jugaban distraídas con la
copa de vino. ¡Ay, yo conocía de memoria esa postura! No presagiaba nada bueno,
¿dónde se había metido Lola?
Pasados el Danubio Azul y
el Vals de las Flores así como varios tragos por su garganta, mi tío se
encontraba en su punto justo, al
dente, cuando apareció Lola toda chispeante, enfundada en su traje rojo, insinuándosele juguetona. Una leve sombra de pánico cruzó el
semblante de Mauro, neutralizada enseguida por un largo trago de vino. Todo un
caballero aún en la traición, le devolvió una inocente sonrisa para, tras
cartón, ir girando lentamente hasta quedar distante y de espaldas a Lola que, por más que lo seguía como las agujas de
un reloj se siguen, ella llevaba la de la hora contra la del minutero de él.
Era un esfuerzo inútil, muy bien lo sabía yo.
En una fracción de segundo
instaló entre él y Lola dos salones y un recibidor. Mi tío ya estaba en otra, y
bien concretamente.
Olvidándose de su novia,
amnesia que todavía le sobreviene sin aviso previo cada vez que se le cruza
alguna cabeza femenina rubia —auténtica, teñida, oxigenada o pasada por
manzanilla—, se lanzó en picada como un albatros (quizás debido a una
malformación profesional consecuencia de su entrenamiento en la aeronáutica)
sobre una amiga mía que quedó fascinada con el aterrizaje.
Los compases de Strauss
abandonaron la escena y Lola, cada vez más cerca de alcanzar el título de ex novia,
también. Luego de una mueca que presagiaba una tormenta perfecta, pidió que le
abrieran el portero electrónico, ya que bajaría a comprar al kiosco. Varias
invitadas se ofrecieron a prestarle el servicio, encantadas. Entre ellas, las dos
enfermeras que enfermaban de falsa rosácea cada vez que se cruzaban con mi tío.
Kitty
Mi tía Kitty era una dama
entrada en añísimos dedicada a dar testimonio de la sangre aristocrática que
corría por sus venas, consecuencia del linaje heredado de nuestros ancestros, según ella.
En consonancia con dicho
convencimiento y ayudada por su figura, vestía cual miembro relevante de alguna
ignota monarquía en extinción. Alta, delgadísima, rostro fino de finos labios,
nariz aguileña y mirada frontal y altiva, circulaba por la vida con su boquilla,
abrigo de pieles y glamour un tanto rancios, envuelta en un dejo de altanería y
desdén hacia el resto del mundo. Aún así, quienes la trataban no podían evitar
el gran corazón que se albergaba bajo tal fachada de provisoria arrogancia.
Mi primo (su sobrino) no
era precisamente una muestra de esa genealogía. Con su simpleza y mínima
disposición social, se las arreglaba para pasarla bien a costa del descrédito
consiguiente para el presunto abolengo de la familia.
Matías fue y es, en este
sentido, un individuo práctico y de pensamiento unívocamente lateral. En esta
idea, ante síntomas de sueño se echa donde lo sorprende el cansancio o donde
descubre una cama, un sofá o cualquier mueble idóneo. Con la comida se sujeta a
idéntico protocolo. Cuando tiene hambre se come lo que sea de quien sea, o
aun en ausencia de demandas estomacales, si sucede que avizora un alimento a su
alcance. Aunque casi siempre tiene
hambre y sueño.
Ergo, en la fiesta se abocó
a revolotear de un plato al otro como un enajenado, aspirando cual termita todo
comestible que encontraba sin respetar las titularidades de los comensales.
Detrás de él, en la cima de unos intimidantes tacones de charol y semi oculta
bajo su infatigable sombrero estilo reina de Inglaterra, Kitty trotaba
indignada pegándole en la mano con el abanico que sostenían sus dedos nudosos,
atiborrados de anillos enormes. A mi primo le dolía. Pero, bajo el dominio de
su razonamiento eminentemente tangencial, el dolor era lo de menos y la comida
lo de más. No dejó aceituna con carozo en su cruzada manducatoria.
El empezóse
El empezóse del acabóse
tuvo lugar cuando Lola, ya de regreso, pulsó el timbre para que le abrieran la
puerta de calle. Desde el sexto piso nadie se hizo cargo.
Más timbres: seguidos
primero, insostenibles después. Nada. Ni atisbos de abrirle, la gente
estaba como distraída.
Enérgica, prolongada y
pujante, la opereta del timbre y los invitados no se otorgaban concesiones. Allí estaba Lola, agarrada al portero electrónico, en la acera de tan
distinguido edificio, con frío e impaciencia creciente, indignación y una
rabia… Una rabia en concordancia con los ya terroríficos timbrazos que se
repetían sin cesar y que, no sé si a causa de la música o por algún pacto
telepático mancomunado, generó la pícara indiferencia general.
Hasta que desde el sexto
piso se oyó un claro, terrible y feroz grito de guerra proveniente de la planta
baja: “¡Abrí, impotentee!"
Siguió una pausa que no
anticipaba más que horribles preparativos.
— ¡Abrime, milico de cuarta!
El balcón se convirtió en
un palco improvisado repleto de cabezas encimadas mirando hacia abajo.
— ¿Ah, no querés abrir?
Pagame, entonces. ¡Pagá, que es lo único que sabés hacer!
Alguien le arrojó un pedazo
de soufflé con kétchup.
— ¡Abrí, cornudo! —aullaba Lola,
con el dedo apuntando hacia el sexto piso.
—¡Por favor, qué escena tan
desagradable y ordinaria! —comentaba Kitty, frunciendo los labios con asco. Es
que el sonido, igual que el calor, sube.
No sé si aclaré que mi tío
es sordo; todo lo sordo que lo requieran las circunstancias del momento. En
este caso, fue muy sordo. Pasado el primer minuto de sorpresa se hizo el
desentendido y encabezó un trencito al son de la música, tendiente al desalojo
del balcón indiscreto. Al rato bailaba como un adolescente con cuanta rubia se
le cruzaba —y se le cruzaron todas, incluso las morenas— a las que les alababa
los ojos claros. Pero no había morenas de ojos claros en mi casamiento, salvo…
Bueno, no importa.
El fotógrafo, embriagado de
arte y de vino, brincaba arrebolado, solo o con compañía, mientras la cámara
descansaba en un silloncito Luis XVI. La madre de Jorge, espantada, se refugió
en la cocina detrás de una botella de sidra “Manzana Verde” cuyo caudal
disminuía con celeridad.
Mis amigos y los parientes
de la contraparte estaban pendientes del culebrón; ninguno oprimía el botón del
portero eléctrico, entusiasmados con los distintos tonos y letras de las
lamentaciones acusadoras de una Lola al rojo vivo que reptaban hasta el sexto
piso, como cornetas de campaña. Alguien comparó sus gritos desde la vereda con
una serenata innovadora. Hay gente mala, ¡sí, señor!
Finalmente, un alma
anónima, caritativa o sibilina, le abrió.
Lola hizo su entrada hecha
una hiena enfundada en su traje que ya era rojo sangre, los ojos inyectados en
ídem y un dedo. Un dedo en alto, afilado y acusador apuntando derecho al ojo
izquierdo de mi tío que habría ido directo como un misil a enterrarse en el
mismo, si éste, con sorprendente plasticidad, no la hubiera detenido tomándole
la muñeca.
— ¿Qué te pasa changuita?
¡Ay, te sentís, mal! Vamos que te llevo —susurró broncamente, con una sonrisa a
lo Capone. Y la cargó literalmente, desapareciendo por la puerta del recibidor,
no sin antes guiñarle un ojo a una de las enfermeras con un gesto cómplice,
tipo “ya vengo, no te vayas”.
El estupor generalizado
degeneró en un silencio infame, interrumpido —gracias a Baco— por el fotógrafo
que en estado de total ebriedad y enloquecido, disparaba fotos en cascada sobre
mi esposo. Que no se enteró, ensimismado como estaba a su vez, en una improvisada
fiesta de la Vendimia.
Una vez agotado el cateo,
Jorge —entonado por los efluvios de Dionisio y los entremeses anteriores— no
tuvo mejor idea que trenzarse con todos mis compañeros de baile, acusándolos de
querer seducirme, incluido mi primo al que no reconoció, quien alarmado, corrió
a refugiarse detrás del sombrero de Kitty.
— Ay, yo le dije a ella que
no se casara tan pronto. Mirá como muestra la hilacha. Resultó un loquito,
¿viste? Era como yo decía, nomás —farfullaba Kitty, a quien quisiera
escucharla.
Mientras tanto, un marido
ajeno que gateaba en el mayor de los anonimatos entre las piernas forradas en
seda de Kitty, en busca de sus anteojos perdidos, chilló:
—A ver si hacen callar a la
vieja, ¡ja!, ¿marquesa, dice? ¡Por favor, que me desconcentro!
Y Kitty escuchó. Porque si
algo tenía Kitty bien aceitado, era el oído. Y, como esa noche, a sus
setenta años había tomado más de setenta veces siete, reaccionó descargando una
mirada de desprecio infinito sobre el infeliz que, enfurruñado, la observaba
desde el piso como un can de casa, asomado entre sus rodillas tapizadas en
sedas de Dior.
Muy despacio y sin dejar de
fulminar a su víctima con la mirada, al tiempo que estremecía sus hombros con
elegancia, Kitty metió una mano de porcelana en su bolso de noche. Los
invitados cercanos a ella retrocedieron unos centímetros, conteniendo la
respiración. Ajena al interés que había despertado, Kitty retiró de la cartera
su puño derecho cerrado, exacerbando la expectativa de los testigos. Con gran
parsimonia y para la sorpresa de aquéllos, de la palma de sus manos brotaron
unas originales castañuelas traídas de su reciente viaje a la tierra flamenca.
Sin dar tiempo a reacción alguna, con inesperada gracia Kitty tomó de la correa
—digo, de la corbata— al señor de las gafas perdidas, conduciéndolo en la
lamentable postura de cuatro patas hacia el cuadrilátero danzón, obligándolo a
rendirse al son de “Soltera pa toa la vida" que ella misma se encargó de
cantar, para felicidad del hombre sin lentes. Lástima que se superponía con los
acordes de My Way. Pero
una confusión la tiene cualquiera.
En eso volvió mi tío con un
par de rasguños en la cara, el pelo tirado para adelante, el ojo izquierdo
medio cerrado, unos feroces chupones en el cuello con más bárbaras
huellas de rouge en la cara. Lola lo había devuelto con el terreno demarcado.
Él no le dio la menor importancia. Bailó, brincó y sedujo hasta a los jarrones
que quedaron resecos, aclaro. Ni el agua de los floreros se salvó.
Fideo Fino
Con la complicidad de tanto
salto sorpresivo, una espesa nube cargada de confusión y finísimos vapores
etílicos se había adueñado del ambiente.
La gente se divertía como
loca.
Mi futuro ex esposo
contribuyó a la sobrecarga ambiental en forma instantánea: agarró de la mano a
mi tío, que se entregaba ya casi a cualquier payasada, y cruzando ambos sus
brazos entrelazados brincaron Fideo Fino, cantando a viva voz “dos elefantes se
columpiaban sobre la tela de una araña, como veían qué resistían, fueron a
buscar otro elefante”. Enseguida sacaban a bailar (es un decir) a cualquiera de
entre los presentes sobrevivientes. Yo me reía no sé de qué.
Le doleur exquise me recordó que necesitaba cambiarme los zapatos.
Pero tuve inconvenientes. La puerta de uno de los dormitorios me fue cerrada en
la cara. "¿Podrá ser posible lo que estoy pensando?", me extrañé,
escandalizada. Tomé distancia asegurándome de la ausencia de testigos
involuntarios y arremetí contra la puerta de una feroz y efectiva patada. Se
abrió dejando a la vista a mi primo, rodeado de helado y bocados, abstraído
totalmente en la exhibición de Superman II. Abandoné los zapatos a su propio
azar, pedí perdón a mi primo que ni me escuchó y me fui dispuesta a acabar con
aquella fiesta desmadrada.
El gran salón comedor era
para entonces un enorme saloon del Oeste en el que un número incierto de
varones desaforados de todas las edades y profesiones de bien, hacían Fideo
Fino, entonando “veinte elefantes se columpiaban sobre la tela de una araña, como
veían que resistían fueron a buscar otro elefante”.
El fotógrafo era la
estrella de la noche. Se lucía con algo así como capoeira en el centro de los
bailarines del Fideo Fino. Aunque en realidad parece que se había agachado y no
lograba erguirse.
El brindis
Yo fui corriendo a buscar
la torta para atemperar el dislate. Justo cuando la partíamos, mano sobre mano,
“uno para ambos y ambos para mí”, nos juramos Jorge y yo, irrumpió una insólita Lola en jeans y sandalias, con el rimel corrido y muy desbocada, gritando
que "ese impotente" no iba a desalojarla así nomás de su lado, ni de
"su" fiesta.
Sobrevino un incómodo
silencio.
El cántico masculino se
interrumpió cuando ya andaba por los sesenta elefantes, mientras algunos
bailarines azorados eran ayudados por sus esposas a levantarse del piso. Fue un
momento sacrosanto, diríase, por la armonía que imperó, leve y fugitiva.
De pronto y al unísono, el
movimiento se reanudó en una uniforme y tumultuosa carrera hacia los
guardarropas. Algunos invitados empezaron a despedirse diciendo que al otro día
viajaban, otros que al otro día partían de viaje, ¡todos viajaban! Incluso el
fotógrafo.
El acabóse
En la confusión, mi tío no
pudo esquivar a Lola y fueron a dar al fondo de un mullido sillón, con tan mala
suerte que quedaron abrazados. No tardaron en hacerse mimos y ya ninguno de
ambos se acordó quién empezó qué cosa.
La enfermera se despidió
dedicándole a mi tío una mirada resentida. Sus últimas palabras, antes de irse
"porque en unas horas tengo terapia, hoy me toca”, fueron que Mauro era
"un típico milico de cuarta."
Mientras, la vecina del
séptimo, cansada de golpear la puerta, nos avisaba a través del balcón que ya
había llamado a la policía a causa del griterío. Aunque creo que dijo “puterío”. No sé, la verdad.
Jorge y yo nos miramos,
agarramos los zapatos y en puntas de pie abandonamos el campo de guerra.
Baile de disfraces
Como las llaves del auto
las tenía mi tío que estaba perdido en los brazos, piernas y uñas de Lola, nos
paramos en la esquina del Jardín Zoológico a las 4 AM, esperando un taxi
salvador.
No sólo ninguno se detuvo.
Un par que amagó hacerlo, después de mirarnos curiosamente, viró sin volver la
marcha atrás.
Hasta que uno medio
achispado se apiadó.
Durante el viaje imperó un
silencio sepulcral.
No obstante, intrigadísimo
por nuestro aspecto, el chofer no nos quitaba la vista de encima por el espejo
retrovisor. A mitad de camino no pudo más con la curiosidad.
— ¿Y chicos, estuvo bueno el baile de disfraces? No sabía que el Zoo abría de noche. ¿O fue en el
Botánico?
—¿… ?
— ¡Qué buena iniciativa, la
de esta intendencia! Los voy a volver a votar.
¡Madre mía!, menuda fiesta, es de las que marcan época. El fotógrafo es de película,¡el tío! quizás fue el que mejor se lo pasó ("un típico milico de cuarta", me ha gustado esa expresión), el resto no tiene desperdicio.
ResponderEliminarJa ja jajaja ja muy divertido este relato, me atrevo a decir que más (y ya es) que la boda.
Un saludote.
Esto es todo un bodorrio. ;))))
ResponderEliminarSaludos.
muy interesante lo que escribes te dejo un abrazo desde Miami
ResponderEliminarHola, Jesús. Me alegro que te hayas divertido con la lectura y gracias por tus palabras. un beso.
ResponderEliminarRecomenzar y Alfred, gracias por pasar por aquí y dejar sus impresiones. Un saludo.
ResponderEliminarMe gustó mucho, muy gracioso, me reí mucho. Excelentemente escrito. Graciela
ResponderEliminarGracias, Gra.
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