Los tacos agujas
Amo los tacos aguja. No me incomoda declarar
que no me incomodan, salvo esa vez que ¡me casé!
El pelo
Todo estaba primorosamente listo: los zapatos con guardas griegas, el vestido de gasa griega y la trenza de
perlas y raso, para lucir mi melena ¡tan griega!
Lástima que con esa habilidad que algunos
tenemos para arruinar los momentos perfectos yo hice maravillas, ratificando
así una pacífica y continua jurisprudencia personal.
Se me ocurrió ir a la peluquería una semana
antes de la boda, sólo para recortar las puntas. Cabe señalar que mi cabecita
ostentaba para entonces una melena al hombro, lisísima, rematada por
un flequillo liso también importado directamente del Peloponeso a mi frente. Imaginen esa guirnalda de perlas y raso
reposando en semejante melena. Una diosa griega, eso iba a ser por una noche.
Pero siempre alguien o algo suele malograr los
planes.
El peluquero, al que todavía ando buscando, se
dedicó a la labor con el apasionamiento de un genio delirante: entresacaba
mechones armado de unas tijeras desdentadas dando saltitos de satisfacción al
compás de una frenética música retro mientras las tijeras, desenfrenadas, no se
detuvieron hasta dejarme con el pelo indignado y contestatario. Además pagué por el disgusto, retirándome
errabunda, furibunda e iracunda, a lo que adicioné una pelea tremebunda con mi
futuro ex-esposo.
Claro que ahora me río del río de consecuencias
que por un pelo corrió por los bordes de esa boda. Pensar que era sólo el
principio.
Los padrinos
La boda sería apadrinada por mi tío y la señora
madre de mi ex esposo, que debía viajar desde tierra adentro hacia la capital.
Mi tío, un bon
vivant en toda la regla
—aunque con una sordera que lo deja a salvo de innombrables inconvenientes—, es
en esencia una buena persona. Dicha calidad es la que permite perdonarle los
yerros más espantosos que comete empecinada y reiteradamente, sin variar un
ápice su mirada cándida y sorprendida.
Es necesario destacar, antes de pasar al
desatino siguiente, que entre los invitados al evento se contaban las damas de
honor: un par de enfermeras amorosas, de edad incierta y presencia agradable, a
quienes yo guardaba singular aprecio y gratitud, dada la abnegación con que
cuidaron de mi madre en su larga enfermedad. Ambas, solteras y sin lobos a la
vista contra su expresa voluntad, eran incondicionales admiradoras en secreto a
voces de la fina estampa que todavía exhibía mi tío.
— ¿Va a viajar la madre de Jorge? —preguntaba
Chela, cada dos por tres, estudiándome a través de una pesada cortina de rimel.
—Sí. Sí, Chela. No te preocupes.
— ¡Ay!, querida —susurraba Elena por detrás—
¿No te das cuenta? Se desespera por ser la madrina. Le encantaría salir de la
iglesia del brazo de tu tío.
—Basta, che, no seas así —contestaba yo,
fastidiada.
— ¿Así, cómo? No, tesoro, ella sería ideal para
ese papel. Aunque no sé si cuenta con la ropa adecuada. Yo, en cambio,
no tendría inconveniente, ¿sabés? Sólo para que te quedes tranquila, te digo
que madrina no va a faltarle a Jorge.
Me cayó la ficha: las dos aspiraban a dicho
papel, no por Jorge ni por mí, estaba más que claro. ¿Qué esperarían obtener de
mi tío, en caso de desfilar a su lado al cierre de la ceremonia?
El consorcio
Era mejor no lidiar con tales elucubraciones, bastante liada estaba yo con mis preparativos y los enredos generados en el edificio
donde residía mi tío, en cuyo noble piso tendría lugar la fiesta.
Parece ser que mi tío y su novia del momento
protagonizaban escandalotes variopintos a altas horas de la noche,
despertando a los vecinos, la ira de los vecinos y las quejas de los ídem.
Concretas. Y en grado de incremento. De todo eso me desayuné cuando fuimos con
mi consorte a disponer los arreglos para la fiesta.
En el elevador, no nos saludaron. Y fuera del
elevador, tampoco. "¡Qué raro!", pensé. "Si esta gente a mí
me conoce".
El portero develó el intríngulis: los vecinos,
con la paciencia colgando de un hilo, enterados que habría fiesta, evaluaban
llamar a una asamblea extraordinaria para impedir el festejo. “¿Ah, sí? No me
diga, Alberto. Bueno, no se preocupe. Y gracias por el dato. Ya le haremos
llegar un poco de torta y champagne”.
Respiré. Entre que se convocaba a asamblea de
consorcistas, se enviaban las notificaciones del caso y demás diligencias,
nosotros ya andaríamos en plena luna de miel.
La novia de mi tío
No sé si lo mencioné. Mi tío es un militar
retirado por obra y gracia de un paracaídas que no paró su caída, allá por el
año 1950. Ergo, le fue otorgado el retiro de la fuerza, beneficio éste que lo
lanzó al ruedo de la noche y festicholas de todo tenor. Y a los brazos de
señoras de todo rango y pelaje.
La novia de mi tío, Lola, conforma un capítulo
aparte que no le dedicaré. Es suficiente con que indique que no es una mala mujer, que ya no trabaja como dama de
compañía, digamos, pero con las mañas
intactas de cuando estaba en actividad.
Mi único miedo, francamente, se centraba en el
atuendo que podría escoger para la ocasión. Y las ideas que pudiera aportar. No
me equivoqué: convenció a mi tío de que para la ceremonia religiosa vistiera el
uniforme de gala de la Aeronáutica ¡en nuestro país!, en el que el
resentimiento post proceso militar no tenía, tiene, ni tendrá un fin
consensuado en el corto plazo. Además, por principios propios que no vienen al
caso, yo me resistí tenazmente a semejante despropósito.
Finalmente, primó la cordura y abandonaron la
idea, creo que por cansancio. Me relajé. Sólo faltaba un día. En cuanto a su
propia vestimenta, ella declaró: “Yo voy de rojo. De traje sastre rojo”. Listo.
Si era traje sastre, estaba todo bien.
Los ajetreos previos
Mientras tanto, la madre de mi futuro-ex no
llegaba, lo cual exacerbaba las expectativas de las damas de honor que se
volvían cada vez más paranoicas una respecto de la otra, en regla directamente
proporcional a la falta de noticias de mi suegra y a las vestimentas que se estaban
preparando por las dudas, a escondidas.
El día D estaba previsto que yo arribaría a la iglesia
a bordo del infatigable Torino azul de mi tío, del que no se separa ni para ir
al sanitario. Inútiles fueron los intentos de disuadirlo. Lo que no supe hasta
último momento — ¡menos mal!— era que no tenía pensado colocarse al volante.
Por lo tanto, cuando anunció sonriente que el chofer sería mi primo —un
muchacho con ciertos desencuentros mentales— casi me infarto. No porque no
supiera conducir. Sino por las escenas que solían protagonizar padre e hijo
cuando se suscitaba alguna diferencia, que era casi siempre. Entre la sordera
de mi tío y sus gritos que se estampaban contra la especial tozudez de mi
primo, conformaban un dúo de locos que no pasaba desapercibido en ninguna
parte.
Llegado el gran día, mi futura ex suegra seguía
sin dar señales de vida. Tampoco se dignó hacer una mísera llamada telefónica,
aunque por sus parientes supimos que estaba en viaje. Lo cual acarreó más de un
inconveniente, todos enojosos, quejosos, odiosos y progresivos en tanto pasaban
las horas, dando lugar a deshonras entre las damas de honor, amiguísimas hasta hacía muy poco tiempo.
Por mi parte, desestimé cualquier arrime de
comadreo y me concentré con esmero en el vestuario nupcial. No contenta con el macabro episodio
protagonizado en la peluquería —soy insaciable— me metí en aquellos zapatos
blanquísimos, ribeteados por guardas en zig zag de una especie de tul
firmemente entramado. Dichos ribetes iban a arañar durante toda la noche,
concienzudos, mis piecitos manicurados, sin pausa ni piedad, haciéndome
experimentar el dolor exquisito, hasta el extremo que de diosa griega no
quedaría sino una brumosa intención.
No obstante, pasé con creces el examen del
espejo. Aunque no el de mi tío, que pretendió sin éxito que me maquillara con más
énfasis; como una puerta, de ser posible. Fue complicado, pero no demasiado por
suerte, hacerle comprender que no nos esperaba un baile de boliche. Menos, un
salón de tango. Sino una boda, y que su sobrina era la novia.
Las flores
Cuando ya soplaba un airecillo benévolo en
los ánimos y faltaba apenas una hora para la ceremonia, un llamado
desesperado de mi futuro ex esposo desequilibró tan precaria paz: el sacristán se había emperrado –según sus
palabras- en cobrar el arreglo floral que mi príncipe, sencillamente, no había pagado.
Y en ese momento –ni en ningún momento, según pude experimentar- tenía un peso
partido por la mitad. ¡Madre mía! Telefoneé al sacristán para explicarle que
las flores se le abonarían sin falta después de la ceremonia (una vergüenza),
que por favor nos comprenda. No hubo caso. El hombre casi clamaba en una irritante letanía: cambiaría todo y colocaría unos arreglos de plástico.
“¡Pero no elegimos eso!” protesté.
Soy incapaz de recordar cómo se solucionó este
asunto. Sé que se arregló, no sin una previa seguidilla de llamados histéricos
que se estrellaron contra las flores (pero no las del Mal) y una tarjeta de
crédito exhausta de último momento.
Las madrinas
— ¿Vamos, chiquita? — dijo mi tío, sonriente y
cariñoso, ajeno a la pequeña hecatombe recientemente neutralizada.
En eso, sonó de nuevo el teléfono. Otra vez
Jorge.
—Che, nena, ¿mi vieja fue para allá?
—Hola, no. No, Jorge.
Un silencio sepulcral imperó detrás de la
línea. Luego, un suspiro resignado.
—Mira, estee …
Acá madrinas no faltan, pero hay algunas discusiones. No sé cómo decirte
—casi lloró mi príncipe.
— ¿Dónde corno estás? —le susurré, amorosa.
—En una cabina pública. Me escabullí. Es que en
la sacristía están Chela y Elena, peleando por mi madrinazgo y me piden que
decida. ¿Qué hago, Moni?
Ah, no. En ese momento me fui al éter. Y me
asaltó un interrogante extrañísimo. ¿Qué película pasarían por la tele? Siendo las diez de la noche de un sábado, capaz exhibían algo como un casamiento, qué se yo. En ese instante, un montón de gente se disponía, armada de pizza
y helado, a meterse de cabeza en alguna peli. Y yo allí, en semejante embrollo.
Un lamento masculino del otro lado de la línea
me regresó a la dulce realidad. Salí del paso con una mentira piadosa:
—Quedate tranquilo, mi amor; vas a ver que tu
madre vendrá. Dale, amor, que ya salgo para allá. Un beso.
Me aflojé un poco. Después de todo, qué más
daba. Quizás volarían algunos manotazos, pero alguna dama triunfante saldría del
brazo de mi tío por la nave central.
Camino a la iglesia
Abordamos el Torino azul los tres. En el
asiento de atrás, mi tío, de impecable ambo gris oscuro y yo, trasformada en
una anti-diosa griega desmechada. Al volante, mi primo, súper trajeado. Respiré
hondo. “Tengo que disfrutar esto”, me dije, entre encantada y temerosa. Esa intuición
que pocas veces me falla no me dejaba en paz. Exhalando lentamente el aire,
giré la cabeza hacia la ventanilla, descomprimiendo el cuello.
"¡Qué...!" El estupor reemplazó mi
incipiente descompresión. “La plaza. ¿Qué hacía allí la plaza?" No podía
ser.
— ¡No, Matías! Este no es el camino a la
iglesia, ¡estás yendo para el lado contrario! —grazné etéreamente.
¡Dios mío! Era tardísimo.
—No pasa nada, prima. Todo bien, vamos a buscar
a Lola.
— ¿Cómo? —musité afónica y agónica ante la
noticia.
—Sí, prima, tranquila vos.
—Pero… —me volví desesperada a mi tío —Mauro,
es muy tarde. ¿Lola no iba por su cuenta? —le grité al oído que alojaba el
audífono de mejor funcionamiento.
— ¿Qué sucede, mi amor? —se sorprendió—. ¡Ah,
estás nerviosa, chiquita! —concluyó emocionado, colocando su mano en la mía.
Me horroricé.
—Mauro, no hay tiempo de ir por Lola. ¡Mirá la
hora! —Imploré con desesperación—. ¡Encima el cura está enojado por lo de las
flores! —gimoteé desencajada.
Mi tío me contempló entre absorto y
sobresaltado.
—Chiquita, no grites que me retumba el oído.
Olvidé cambiarle la pila a este aparato.
(¡Dios!)
A todo esto, ya estábamos en la puerta del
edificio de Lola. Matías venía de tocar el portero.
—Papi, dice Lola que hay que esperar porque no
encuentra las medias.
Esperamos veinte largos minutos. Finalmente
apareció con su traje rojo. Un poco llamativo, pero debo reconocer que no
estaba mal.
No bien nos vio, se plantó al costado del
Torino con cara de bóveda, iniciando un insólito altercado con mi tío: ella no
viajaría adelante, al lado del chofer, de ninguna manera. Su lugar estaba junto
a su hombre. Vanos fueron los desesperados intentos míos y de mi primo
para que se ubicara en el asiento delantero "y lo resolvemos en el camino,
Lola, ¡por favor!"
Mi tío, más rápido que la luz, ya tenía puesta
su conocidísima mueca de sorpresa e incomprensión, el muy ladino, que incluía
la mirada perdida en lontananza. Claro que para cuando las papas quemaron, no
tuvo más remedio que intervenir.
Ignoro hasta el día de hoy bajo qué clase de
soborno, pero me imagino, la convenció de que el más elemental protocolo impedía arribar a la iglesia en esa disposición. Y ella aceptó.
¡Bah!, es un modo de decir.
La susodicha protestó todo el viaje tocándole a
cada rato el brazo a mi primo para asegurarse de que era escuchada. Esto puso nervioso
a Matías, que empezó a colocar mal las marchas conduciendo erráticamente, lo
que a su vez arrojó como consecuencia una prolífica siembra de insultos de todo
calibre en la población automovilística inmediata, mediata y colindante.
Mi tío se sumó a la cruzada gritándole furiosa
e inútilmente.
—Pero, Matías, pedazo de crustáceo, doblá de
una vez. No, por ahí no. ¿No ves que no se puede girar? ¡Ay, qué chiquito tan desorientado este! ¡Si será opa!
Y mientras decía esto le sacudía la butaca para
que reaccionara, al tiempo que se aflojaba y ajustaba el nudo de la corbata
como un enajenado. Mi primo le contestaba a todo “Está bien, papi.”
— ¡Pero, no! ¡Doblá! ¿No ves, chiquito, que nos
vamos al carajo?
El auto se movía como una coctelera.
—Está bien, papi. Prima, ¿Jorge ya habrá
llegado?
Antes de que yo pudiera reaccionar, mi tío
volvió a la carga gesticulando como un poseído.
— ¡Matías, querido, doblá de una vez! Ay, ¡pero
qué desgraciado había sabido ser este chango! —, se lamentaba, agarrándose la
cabeza.
—Está bien, papi, quedate tranquilo — Mi primo sonreía. Estaba contento con el casamiento.
Un insulto de otro automovilista se mezcló en
el monoambiente vehicular sin que ninguno nos sorprendiéramos.
Mi tío, que tenía el semblante descompuesto de
la rabia y los nervios y el control perdidos, se despachó con una brutal palabrota
al conductor del vehículo aledaño que, ahí nomás, gritando toda clase de
improperios, plantó el freno listo para tirársenos encima.
— ¡Seguí Mati! No te detengas. Dale, ¡acelerá!
—supliqué, aterrorizada por el giro que tomaban los acontecimientos.
— ¡Acelerá, chango! —ladró mi tío, dándole un
golpe rápido en la nuca a mi primo, al tiempo que dedicaba un feroz corte de
manga al embravecido automovilista agredido.
Para no ser menos, Matías, repentinamente
fascinado con los hechos, mandó a paseo
al tipo enseñándole el dedo del medio hacia arriba, tras lo cual aceleró
como un bólido, mientras un semáforo ¿en stop? quedó atrás como un suspiro. Mi
tío, ensimismado, soltaba una batería de juramentos que mis oídos jamás habían
tenido el disgusto de escuchar.
— ¡Doblá de una vez, Matías! Ay, este
changuito, pobrecito, si será tan infeliz.
—Está bien, papi.
Yo estaba azorada y trataba sin éxito de
hacerme escuchar en la refriega.
—No importa, Mauro. Dejalo que vamos a llegar
igual —le chillé al audífono casi sin pila, desorbitada y con mis mechas
desmechadas como alambres de púas.
Lola, ajena a todo, se limaba una uña del dedo
meñique.
Súbitamente, mi primo dobló.
"Sí, quiero"
Por fin, llegamos. De pronto, al avizorar la
iglesia, todos nos callamos y sonreímos en un tácito composé. La puerta azul se
abrió y yo descendí, grácil como una vestal griega. Algunos flashes oportunos
inmortalizaron el momento y mi sonrisa en cinemascope.
Un monaguillo malhumorado salió corriendo a dar
la orden de abrir las puertas de la iglesia y otro, más malhumorado aún, nos
indicó el punto exacto de partida.
Cuando me vi delante de las imponentes puertas
aún cerradas, un temblor involuntario me recorrió de pies a cabeza. Aunque poco duró el
principio de emoción nupcial. Cierto murmullo creciente detrás nuestro hizo que
me volviera. Lola y el sacristán en progresivo estado de irritabilidad
discutían acaloradamente. “¿Y ahora... qué?”, me dije, mirando la
incomprensible escena.
En ese instante, la voz del sacristán se impuso
sobre la de ella.
—No señora. No puede ingresar del brazo del
hijo de su novio por la nave central. Solo la novia y el padrino. Haga el favor
de dirigirse por la entrada lateral.
Lo que faltaba. Estaba loca en serio.
No había caso. Insistía como una poseída,
agarrada a la manga del pobre sacristán que se libró del absurdo apresamiento
de un tirón espectacular. De inmediato pegó media vuelta encrespado, con la
vista fija en su reloj de pulsera.
De repente nos miró a mi tío y a mí, como si
reparase en nosotros por primera vez.
— ¡Entren! —ordenó con cara de pocos amigos.
Se escucharon los acordes del Ave
María.
Mi tío y yo, empujados con cristiana caridad
por el sacristán, hicimos pie bruscamente en el pasillo central. Detrás y casi
sobre nuestros talones un sonoro portazo selló la entrada principal en las
narices de Lola, que ya se había colgado del brazo de mi primo, lista para
colarse.
Puestos en la marcha sobre la alfombra roja, mi
tío me codeó para que aflojara el gesto. Entonces sonreí, mientras avanzábamos
con la solemnidad que el caso requería. Sonreí lo más bien a los concurrentes.
Lástima que desde los bancos sólo recibí miradas de cansancio y reproche de quienes no dormitaban, tipo:
“Vos siempre igual, ¿eh? Tarde, para variar. Ni siquiera hoy..." Y, sí.
Llevábamos un atraso de una hora y media. Pero al pie del altar estaba Jorge,
visiblemente conmovido, ¡escoltado por su señora madre!
Ah, ¡qué alivio, por Dios! ¡Qué alivio sentí
cuando la vi!
El dolor exquisito
Ya saliendo de la iglesia, acosada por Pompas
y Circunstancias, con el dolor exquisito en pies y cabeza, solo quedaba inerme
mi vestido de gasa griega.
Pero no. Era mayo, generalmente un mes de
temperatura media o templada por estos lares, menos esa noche. Doce grados
escoltados por un vendaval sureño me congelaron el alma, los dedos, la espalda, los hombros y la sonrisa, que se volvió de tiza, hecha trizas contra todo
intento de elegancia. Que para entonces, ya era rancia y de pretensa arrogancia.
Epílogo
Entre los besos, salutaciones, abrazos y
puñados de arroz que alborotaron el atrio, no pude evitar ponerle el oído a
cierto chisme. Parece que dado el atraso de la madre de mi consorte, y ante la inminencia de la ceremonia, ciertas señoras
muy aseñoradas llegaron a no dirigirse la palabra en el fragor de la pulseada originada cuando, justo a tiempo e inocente de todo el alboroto
desatado, arribó mi futura ex suegra, saludando como si fuera Evita.
Y mi tío no se enteró jamás -o sí, y se hizo el
gallo distraído-, de los suspiros, quejas y ofensas que generó entre las damas,
a punto de dejar de serlo, en la bajeza de la disputa. Él, sólo avanzó a mi
lado orgulloso y emocionado, guapísimo, con un par de zapatos impecables, brillantes y ¡de un color diferente cada uno!
Y esto no es todo. Pero la fiesta, es otro
cuento.
¡Todavía no me acostumbré a los éxitos que
acumulé en una sola noche!
Aunque algo aprendí: desde esa época, uso
melena. Y cuando voy a la peluquería, lo hago acompañada de un infaltable dolor
exquisito.