El
edificio
El edificio del Boulevard
Estrellado 7077 estaba habitado por gente rara.
Los vecinos de los inmuebles
aledaños ya se habían acostumbrado a duras penas, gran templanza y no pocas
broncas, a sobrellevar el insalubre destino de aquel conglomerado habitacional.
Para colmo de males, la
propiedad no contaba con subdivisión aprobada, de tal suerte que la venta de
las unidades era poco menos que imposible, para exasperación de
los irritables consorcistas.
De esta espantosa condición se
desayunaron cuando un propietario, harto de sus vecinos, inició las diligencias
del caso a fin de vender su departamento.
"No está hecha la
subdivisión del edificio", le informaron en el Registro de la Propiedad
Inmueble. "Usted es dueño de una parte indivisa del todo'', remataron, no
sin cierto regusto gozoso, extendiéndole las constancias del caso y cerrándole
la ventanilla en las narices.
El hombre se marchó
consternado. Cualquier solución implicaría pérdida de tiempo y dinero. Y, lo
más grave, acuerdos difíciles de imaginar entre los paradójicos copropietarios,
quienes pasaron, así, a oficiar de rehenes del antojadizo edificio.
El descubrimiento de esta
contingencia marcó un antes y un después en la hostilidad intra vecinal; cualquier
nimiedad los sacaba de quicio.
Se suscitaban disputas, muchas
veces disparatadas, con la consiguiente onda expansiva hacia los resignados
habitantes de la cuadra, que debieron soportar estoicamente la devaluación de
sus propiedades en grado directamente proporcional con la proximidad al mentado
edificio.
En vista de la gravedad de la
situación, se convocó a una urgente asamblea extraordinaria a celebrarse el sábado
tres de febrero a las veinte horas. Orden del día: la venta del edificio en
bloque. Recinto: salón de reuniones de la planta baja. La concurrencia de los titulares de
dominio sería obligatoria, personal e indelegable, salvo casos de fuerza mayor
debidamente justificados.
Madame Zlatka, administradora
del consorcio y dueña de un optimismo y un gato delirantes, confiaba en sus
dotes persuasivas y en su supuesta clarividencia. En este dudoso rumbo cursó un
extraño aviso, a fin de garantizarse que la asamblea transcurriese bajo un
mínimo grado de tolerancia.
"¿Harto del edificio y
sus ocupantes? ¿Cansado de ver las mismas caras todos los días? Ya puedes
presentarte a nuestra asamblea extraordinaria de carnaval prevista para el día
tres de febrero a las 20 hs.” Firmado: la Administración.
Un texto extraordinario,
acorde con la calidad de la asamblea convocada.
Claro que tampoco era gente
ordinaria la que integraba dicho consorcio. Además de ser individuos
excéntricos y sin un pelo de tontos, sus egos padecían de una hipersensibilidad
calificada como de riesgo muy elevado.
Naturalmente, con tan
peliagudo perfil, estos sujetos tendían a vivir a la defensiva y en constante
estado de vigilia, mutando la quietud de los pasillos en enardecido campo de
batalla en el que los portazos, lamentos y griteríos se enseñoreaban de las
partes comunes del inmueble.
Y el edificio sufría.
El ascensor levitaba por
cuenta propia, harto de ser testigo de las culpas, disculpas y múltiples discursos presenciados a lo largo de los años.
La
Asamblea
Para sorpresa de la
administradora, el presentismo fue total.
No puede decirse lo mismo de
la puntualidad. No todos los vecinos se guiaban por iguales parámetros de
tiempo. Venían de distintos países y cada cual andaba en su propio huso
horario.
Hacia las nueve de la noche la
concurrencia era casi completa. Se habían acomodado en cuidadoso círculo,
evitando quedar al lado de la enemistad de turno.
Madame Zlatka apareció con su
gato Cigarette, en un imperdonable abuso de potestades. Todos hicieron caso
omiso, conocedores de las excentricidades de la administradora. Por otra parte,
eran conscientes que debían hacer la vista gorda, pues de renunciar Zlatka,
¿Quién querría hacerse cargo de semejante muerto?
Madame Zlatka abrió la reunión
yendo directamente al grano: anunció la posibilidad concreta de vender el
edificio en bloque a un comprador solvente y por una suma de dinero nada
desdeñable. De consumarse la compraventa, cada cual percibiría el porcentaje
equivalente al valor de su unidad, quedando libre de mudarse. Acabarían así con
la forzada y enojosa convivencia actual.
La potencial parte compradora
era el consulado griego de la ciudad, interesado en instalar en el inmueble un
paseo temático acerca de Alejandro Magno. Incluso sus funcionarios habían
dejado entrever cierta premura al formular la propuesta. Todo daba para pensar
en plata segura e inmediatez de la operación.
Hubo nerviosos cambios de
posturas en los asientos mientras un murmullo inclasificable recorría el
círculo consorcista.
Ante la ausencia de objeciones
concretas, Zlatka prosiguió:
—El cónsul me solicitó visitar cada unidad con la finalidad de relevar su estado general y medidas. Se
presentará el próximo lunes cinco de febrero a partir de las dieciséis horas,
por lo que se ruega -en caso de acuerdo- que se encuentren presentes. De
definirse la operación, podría finiquitarse en este mes. ¿Alguna pregunta antes
de proceder a la votación? —concluyó Zlatka, mientras
consultaba la hora con disimulo. No quería perderse el avant première de “Academia de vampiros”, esa medianoche.
Habida cuenta del silencio
general, se procedió sin más a la votación, cuyo resultado fue positivo por
unanimidad.
—Hay un detalle que debo
trasmitirles antes de finalizar —dijo Zlatka, entre contenta y tensionada. —El funcionario me preguntó si estamos
interesados en la historia griega, sosteniendo que, en tal caso, el consulado
nos otorgaría un pase vitalicio para asistir a sus eventos y al museo
Alejandrino. A fin de acelerar la compraventa, afirmé que sí, que aquí
admiramos especialmente la gesta de Alejandro y su legado. Incluso, sugerí que
estos carnavales podríamos instalar en el salón una muestra temática alusiva.
Pasado el estupor colectivo
inicial, algunos de los presentes empezaron a soltar imprecaciones dando lugar
a una variada y espontánea dinámica de oratoria antológica, rápidamente
sofocada por la administradora.
—Un momento, por favor, que no
he terminado. El cónsul se mostró entusiasmado con la iniciativa. A lo que
respondí que "ya verá usted qué original muestra temática sobre Alejandro
Magno ofreceremos". Ahora, el problema, sencillo, si con ello logramos
cerrar esta operación, es disponer de tal exhibición para el día de la visita.
No encuentro que nos signifique un esfuerzo...
Madame Zlatka no pudo
continuar debido a la batahola que siguió ante esta novedad. Muchos se
opusieron en razón de diferencias intelectuales y posturas filosóficas
personales que ni locos pensaban violentar; otros se planteaban el gasto que
tal montaje conllevaría, anticipando que de su bolsillo no saldría un peso y una
abrumadora mayoría se pronunció a favor de ambas motivaciones. Algunos incluso,
se estaban levantando y plegando sus sillas para retirarse, bastante ofuscados.
El ambiente se fue caldeando
peligrosamente. Una voz anónima chilló que era como prostituirse, pero no alcanzó
a redondear la idea, para alivio de Zlatka, debido a que por encima del
alboroto tronó el vozarrón del vecino del lro. "B" -actor de
profesión- quién sugirió una exhibición temática viviente: ellos mismos podrían
disfrazarse de los personajes y eso, aparte de menguar gastos, complacería aún
más al cónsul. Y tal vez hasta anticiparía la decisión de compra.
Todas las cabezas giraron
sorprendidas hacia Darío. Tras un instante de suspenso, se entregaron a una
confusa retahíla de cuchicheos maliciosos, en la idea de que ese muchacho quizás no
anduviera en sus cabales. Después de todo se había mudado en forma reciente y
no se sabía demasiado de su vida, salvo que era paciente del terapeuta que
ocupaba el ático.
Hasta que alguien insinuó que
la idea no era tan descabellada.
—A ver, a ver... —se impuso Iris, vecina del 2do.
"B", con una sonrisa conciliadora. —Si llegáramos a un acuerdo, el
esfuerzo merece la pena. Deberíamos efectuar la representación sólo por el
tiempo que dure la visita. Y si eso puede inclinar la balanza a nuestro favor,
quizás no sea tan desatinado. ¿Por qué no lo analizamos un poco?
Zenda, del 6to. "A",
se apresuró a dejar bien claro que le parecía un despropósito, que no contaran con ella; que sufría de perseverantes
vértigos, los que se agravarían al verse obligada ¡a disfrazarse! contra sus
más elementales convicciones.
El resto protestaba sin
aportar nada potable. Sólo el terapeuta del ático permanecía en silencio, con
una expresión entre socarrona e irresoluta. Alguien le preguntó si la situación
le causaba gracia y reaccionó enfrascándose en la lectura del libro “El
malestar en la cultura”.
Madame Zlatka, desesperada
porque se le iba la hora del cine, propuso someter la idea a votación. Había
pensado en todo: en caso de resultar positivo el resultado, pasarían a votar
los papeles que cada quien representaría, de suscitar ello más desacuerdos.
Extrañamente, acerca de este
punto, todos concordaron que era lo más práctico. Alguien agregó que, con tal
de no verles más las caras, se disfrazaría hasta del caballo de Alejandro. El
resto le dedicó miradas de reciprocidad en el sentimiento.
En el preciso momento en que
se disponían a votar apareció la vecina del 4to. "B", bastante
agitada, portando mate y termo bajo el brazo y disculpándose por la tardanza.
Nadie le contestó. El del ático le sugirió que podía aclararle el significado
psicológico de la impuntualidad, ofrecimiento que la señora Rodocrosita declinó
categóricamente.
Zlatka ignoró el episodio y
dio comienzo a la votación por el método de levantar la mano.
Nueve a cuatro, ganó la moción
de la muestra viviente.
Luego, dándose por sentada la
ausencia de acuerdos sobre el punto, se sortearon los personajes.
Al constatar el rol que le había tocado en suerte, más de uno intentó impugnar el
proceso. Zlatka hubo de
recordarles lo que previamente quedara aclarado: las designaciones que en
gracia recayeran sobre cada cual serían inapelables. Todos accedieron de mala
gana. Y también, porque era bastante tarde y el hambre decide cuestiones
incluso más importantes que esta.
Después de la Asamblea
De tal modo, marchó cada cual
a su unidad munido del papelito indicativo del personaje que representaría en
la magna exhibición viviente.
Por las expresiones, nadie
había quedado conforme. Pero luego, la esperanza de que, tal vez muy pronto,
dejarían de verse las caras, se erigió en un consuelo poderoso y anestésico.
En el elevador coincidieron
Zenda y su vecino del 6to. "B", un escritor un tanto despistado
llamado Alan. Ambos exhibían ostensible fastidio contra el papelito que los
sometía a un personaje de la gesta de Alejandro. Apenas se saludaron al llegar
al sexto piso, aliviados de librarse de la presencia del otro.
El señor Cruasán, por su
parte, en cuanto ingresó al cómodo ático que ocupaba, al constatar su personaje por poco se desmaya. No podía creerlo. Él, un psiquiatra de vanguardia, revisionista y
polemista de toda proeza histórica consagrada por las enciclopedias, debía
representar nada menos que... ¡Uf! Ni pensarlo podía. En vez de dar lugar al sollozo
incipiente, destapó una cerveza para digerir el mal trago. Después sintonizó su
telenovela favorita y se lloró todo.
A sus espaldas, un retrato de Lacan
contemplaba la escena con gravedad.
Acabada la catarsis se puso en
la posición de loto, permaneciendo largo rato entregado a quien sabe qué clase
de meditaciones.
En otras unidades tampoco
reinaba la alegría.
La señora Zenda, al asimilar
el papel que desempeñaría, no lo dudó un instante: sintonizó la “Cabalgata de
las Valquirias”, se sentó frente a la computadora y empezó a escribir un
pesadísimo texto que planeaba publicar en la pizarra del palier, exponiendo
sobradas razones de su rotunda negativa a participar en el vergonzoso evento e
invitando al resto a plegarse. Ya llevaba escritas seis carillas y ganado un
moderado síndrome vertiginoso, cuando su vecino Alan llamó a la puerta.
—Perdona Zenda, pero me
preguntaba si dispones de algún calmante, se me parte la cabeza.
—Sí, espera... —dijo Zenda, regresando al
minuto con una caja de medicamento. —Llévala, tengo muchas más —concedió, de
mal humor.
—¿Me das toda la caja? Pues, ¡muchas gracias!
Es que ahora mismo tengo una migraña que no tienes idea —se lamentó el
muchacho.
Zenda cerró la puerta sin
terminar de escucharlo y se apretó las sienes. "Tal vez con una infusión bien
cargada de láudano, logre acabar el manifiesto y dormir unas horas".
Iris, la vecina del 2do.
"B", se había emperifollado a toda velocidad y ganado la calle,
haciendo señas en el aire a un taxi que se detuvo con una frenada
chirriante.
—Al Hotel de la Fortuna, piso
trece, en el barrio etíope. Dese prisa por favor.
El chofer, un sujeto de
movimientos acompasados, la observó por el espejo retrovisor enarcando una
ceja. "Señora, con todo respeto, no puedo llevarla hasta el piso trece.
¿Está bien si la dejo en la puerta de calle?” Iris enrojeció y se disculpó por el yerro.
"Ay, si alguien supiera
que la contraseña es la Paciencia...", suspiró.
Verdita, del 5to.
"B", estaba concentradísima sacando toda clase de cuentas, tratando
de estirar el dinero que recibiría por la venta, de modo que le alcanzara para
la compra de un departamento y un viaje. "O dos viajes". ¿Y si se
retiraba a meditar en el bosque? "No… ¡Un crucero! Eso mismo. ¡Ay! ¿A qué
hora y cuándo dijo que viene el cónsul? Perdí el papel. ¿Qué personaje me tocó?
Mejor, voy a tomar el sol". Completamente decidida, abandonó las cuentas,
se calzó el traje de baño y manoteó el bronceador, diciéndose que debía des
estresarse.
Martín, el del 4to.
"A", una vez asumido su personaje, se zambulló en los placares
aprovechando que su familia había salido. Estaba seguro de encontrar el
vestuario perfecto. No podía permitirse que algún error tirara abajo esa
operación inmobiliaria. ¡No veía la hora de pisar las arenas caribeñas!
En el 6to. "B'', Alan
caía en la cuenta que hacía casi dos días que no alimentaba a su cacatúa.
“¡Dios mío, pobre bicho!"
Enseguida recordó que Zlatka vivía, además de con su gato Cigarette, con un pájaro -un carpintero bellotero al que disfrazaba con fanatismo
cada dos por tres- apodado Martillín. Con seguridad podía prestarle algo de
alimento para su mascota.
En esta idea, se precipitó
escaleras abajo llegando a la puerta del 5to. "A" justo en el momento
en que Zlatka salía disparada hacia el cine. Llevaba un escotado vestido negro
que dejaba ver el tatuaje de un murciélago en el hombro derecho.
Alan quedó hipnotizado ante el
curioso tatuaje.
—¿Sucede algo? —reaccionó
Zlatka, recuperando la prisa suspendida.
—Perdona, por favor, pero no
tengo comida para Casiopea —tal el nombre de la cacatúa —Me
preguntaba si por casualidad... En fin, sé que tienes ese pájaro carpintero; si
me prestaras un poco de maíz o fruta, me salvas. En la semana te lo devuelvo.
Zlatka se fastidió. Estos
consorcistas la tenían harta. Estuvo muy bien que ella aceptara administrar el
edificio en un arrebato de locura; en un día de esos en que una se cree capaz de
toda clase de proezas.
Fue ese día, sí. Cuando acabó tirando por el balcón aquella
mesita de noche repleta de cartas. Se quedó pensando... "Él había llegado con besos, flores y cartas de amor". Madame Zlatka se estremeció. Ahora él ya no estaba, la magia
se había esfumando, pero los consorcistas y la administración se le quedaron
pegados como telarañas.
La firme impaciencia de Alan
la devolvió a la realidad.
—Ah, te refieres a “ese”
pajarillo. Lo cuida Rodocrosita ahora. Pregúntale, a ver si, aunque más no sea,
tiene yerba mate o dulce de leche que custodiaba Martillín. Aunque de veras te
digo que le encanta el vino tinto. Oye, tengo arroz con leche que me ha quedado
de ayer, ¿lo quieres? Tal vez tu cacatúa lo coma.
Alan quedo petrificado con lo
del vino.
—Este... No sé si tal vez el
murciélago...
—Mira, tengo prisa. ¿Qué
dices?
Alan ya estaba metido en el
argumento de su próxima novela: una princesa del Cáucaso que duerme colgando
cabeza abajo, junto a un murciélago. Un pasado aciago e incompleto la acosa y
sólo será repelido por el vino de cierto viñedo misterioso e inaccesible. ¡Qué
buena trama! Entusiasmado con estas
cavilaciones, cuando quiso acordarse, tenía entre las manos una fuente de arroz
con leche.
—¡Oh... ¡Gracias, Zlatka! Que
estés bien.
Y sin esperar respuesta se
metió en el ascensor, ansioso por anotar las ideas que se le agolpaban en la
cabeza, no fuera cosa que algunos detalles fugaces se le olvidaran. Mas el elevador traía de pasajero forzado al habitante del piso 3ro. "A'', quien,
bastante malhumorado, lo fulminó con la mirada. Llevaba una jaula conteniendo
una pareja de gatos siameses que lucían un exquisito pelaje dorado. Los
observaba con preocupación, tenía la urgencia pintada en el rostro y las manos
llenas de miel.
"¡Más animales! No sabía
que el del 3ro. "A" también tuviese mascotas".
—¿No podías aguardar que
descendiera a la planta baja? —le reprochó Lucas.
—Oye, no fue intencional.
Pulsé el botón. ¿Te sucede algo?
—Alguien ha intentado
envenenar mis gatos con miel — se lamentó su vecino. —Y
mira, sospecho de Iris, pues siempre se queja de que ensucian su ventanal.
Habrás notado que desde que frecuenta el barrio etíope está cambiada.
—Pues... ni remota idea, amigo
—respondió Alan, luchando internamente por retener las recientes ideas
adquiridas para su novela.
—¿Y qué disfraz te ha tocado
en suerte para el lamentable acto que han montado? —inquirió Lucas mientras
acariciaba el pelaje dorado de sus gatos a través de las delgadas rejas.
—Eh...
—Pues a mí me han asignado el
papel de Aristóteles. Era un anciano. Un ridículo total. ¡Hazme el favor!
¿Puede saberse qué atuendo debo vestir? —protestó,
más que preguntó Lucas, compungido y enfurruñado.
—Eh... “¡Caray, así olvidaré la mitad de las
ideas!” —Estamos reteniendo el elevador. Perdona, pero llevo prisa. ¡Ah!, por
cierto... En la antigua Grecia los atuendos de los actores eran de
diversos colores en concordancia con la jerarquía del actor y la obra
representada. Los tonos oscuros eran propios de personajes tristes o aquejados
por algún mal y los más alegres para los protagonistas.
Y desapareció sin aguardar ni
las gracias, estimando la posibilidad de incorporar al argumento de su novela
algunos gatos siameses dorados que, bajo ciertas condiciones, se suicidaran en
masa, ahogados en miel. ¡Brr! Esa historia prometía sangre, enigma y
adrenalina.
Ya en su departamento, al
tiempo que aporreaba el teclado y deglutía inmisericorde el arroz con leche, su
cacatúa, desolada y hambrienta, se lamentaba en francés.
En esos momentos, el palier de
la planta baja era un hervidero.
Vistas las altas horas de la
noche en las que concluyó la asamblea, la mayoría de los vecinos optó por el
servicio de delivery para la cena, por lo que iban y venían con paquetes
aromáticos en tanto que una media docena de motos con los pedidos se agolpaba
en el acceso del edificio. Es cierto que entre los consorcistas se generó algún
que otro encontronazo por confusión de los envíos, pero no pasaron de insultos
olvidables.
En virtud de estos menesteres,
la señorita Strass del lro. "A" coincidió con Miguel de la planta
baja y Neón, del 2do. "A'', quienes de inmediato se entregaron a comentar
sus personajes, evaluando distintos tipos de disfraces. La reunión giró
enseguida hacia el tono de cónclave, entre susurros y risitas misteriosas. Los
del tercer piso A y B -Lucas y Zircón-, a cuál más disgustado con el
procedimiento de la muestra alejandrina viviente, advirtiendo las risas e
indiferencia del cerrado grupete dicharachero, recelaron de inmediato de sus
intenciones intercambiando miradas de inteligencia y desaire.
Pero, más allá del
estado de desconfianza recíproca que constituía la regla de oro en el edificio,
cada cual se conformó a regañadientes, en la idea de que esto podía ser el
final de tan absurdo cautiverio.
Darío, dada su experiencia
teatral, quedó a cargo de la coordinación del teatro griego y ya había puesto
manos a la obra, esbozando un Manual del Actor Improvisado: "Introducción:
entrego humildemente una guía sencilla e intuitiva para un mejor formato del
acto y del vestuario. Se ruega dotar los disfraces de una presentación adecuada
con el fin de facilitar la identificación de los personajes. Este brillante
manual pretende inclinar la voluntad del cónsul a la compra del edificio."
Por su parte, madame Zlatka
oficiaría de cicerone del señor cónsul en su recorrida por los apartamentos de
la estirpe macedonia y compañía.
Antes de
la actuación
A partir de las veinticuatro
horas del sábado y durante todo el domingo hasta bien entrada la tarde no voló
una mosca en el edificio. Los vecinos aledaños temieron incluso que los
impredecibles habitantes del Boulevard Estrellado 7077 hubieran cometido
suicidio en masa, dado el inexplicable silencio imperante, cuando lo usual era
la obligada participación auditiva en continuas peleas de todo calibre y pelaje.
Actividad, lo que se dice
actividad, no hubo. Salvo en lo del señor Alan, quien fue despertado por su
cacatúa hambrienta a las siete de la mañana. Con gran sobresalto recordó
haberse comido el arroz con leche destinado al pájaro, que se quejaba en un
lamento agudo y sostenido. Tapándose las orejas salió desesperado al pasillo,
decidiendo recurrir a la señora Rodocrosita, quién con seguridad tendría comida
de la que suministraba a Martillín.
Sintéticamente, cabe señalar
que la mentada Rodocrosita era una noctámbula a ultranza, por lo que caerle en
casa antes del mediodía constituía un atrevimiento que se pagaba con feas
reacciones. En el presente caso, se pagó doble debido a que el señor Alan, en
su atropello e inocencia, apenas ella entreabrió la puerta, le exigió -más que
pidió- yerba mate y dulce de leche para su alada mascota, confiando en la
recomendación de Zlatka, aunque sin conocer a ciencia cierta qué clase de
alimento era ese.
Claro que lo de la yerba mate y
el dulce de leche era una pesadísima broma de mal gusto; un agravio de Zlatka
-que usó al muchacho de correo del zar- hacia Rodocrosita. Ésta, al escuchar
semejante despropósito, desapareció unos minutos en la cocina. Regresó
enseguida con los ojos azulados de la ira, puso bruscamente en las manos de
Alan un paquete de yerba mate y le cerró la puerta en la cara, tratando
ladinamente de darle en los dedos apoyados en el marco. No tuvo suerte, gracias
a Dios, pues el joven los retiró a tiempo y no se apercibió de la maliciosa
maniobra.
Por cierto, sí que Alan notó
rara a esa mujer. En vez de saludar convencionalmente, lo despidió con un rudo
"no vuelvas por acá".
"En este edificio están
todos chiflados, es bien sabido”, consideró, despreocupado y subiendo a toda
máquina los escalones para alimentar a su pájaro blanco.
Que las cacatúas de ordinario
no toman yerba mate, es seguro. Casiopea se encargó de confirmar tal negación
defecando sobre el extravagante alimento. Resignado y ofendido por la
reacción del pájaro, Alan acabó cediéndole una tarta de manzana que tenía
reservada para el té.
En la planta baja, Zenda
desplegaba un manifiesto de nueve carillas en el que expresaba, fundamentaba y
declaraba su indeclinable oposición al teatro temático viviente. Explicaba, en
ese sentido, que dada la importancia que adquirió el teatro en la vida pública
de Atenas, sus ciudadanos solían recurrir a personal de seguridad para evitar
altercados, muy comunes en los primeros siglos. Y que perfectamente esos
altercados podrían suscitarse en la descabellada representación planeada por la
insensatez de la Administración. No hacía falta mucha imaginación para reparar
que en tan resbaladiza pendiente podían caer con facilidad los consorcistas
implicados en el acto. En consecuencia, exhortaba, llamaba, encarecía y
suplicaba a sus condóminos, en todos los formatos y tamaños de texto, a que
desistan de tal payasada, en la idea de que, si el inmueble era vendible, de
todos modos, sería comprado.
Justo cuando acababa de
pegarlo a la pared aparecieron algunos vecinos, quienes tras un breve
intercambio de ideas, persuadieron a Zenda de que su protesta solitaria era
inviable ya que nadie la acompañaría en la cruzada. Y que -este argumento se
cree que la decidió a bajar la guardia-, de concretarse la venta del edificio, la
operación se resolvería con tal inmediatez que en menos un mes ya se habrían
olvidado los unos de los otros.
En el primer piso, la señorita
Strass y Darío, ambos en pijama y con sendos periódicos en la mano, discutían acerca
del vestuario para los disfraces. En el segundo piso tenía lugar idéntico
debate entre Iris y Neón. Por lo que, habiéndose escuchado recíprocamente, se
juntaron los cuatro en el pasillo del segundo piso a efectos de dirimir tan
espinoso desafío, en tonos de voz cada vez más alterados.
En eso andaban, cuando la del
5to. "B", Verdita, que tenía serios problemas para conciliar el
sueño, salió del elevador exhibiendo una mirada sombría y, casi al borde
del desborde, conminó al revoltoso grupo a callarse la boca al grito de
“¡cállense ya, desconsiderados!” Estos
no se quedaron atrás y en medio de risas le espetaron: "Cállate tú,
desorientada. ¿No te ibas a la playa?"
Fuertemente impresionada por
la agresiva respuesta, Verdita pegó media vuelta preguntándose "¿Soy
desorientada?" una y otra vez. Con tan insidioso interrogante regresó a su
cama, quedándose dormida a causa del disgusto, aún con el traje de baño y el
bronceador de la noche anterior.
Los de la junta del segundo
piso concordaron finalmente -no sin antes convencer a Iris de que no
correspondía un disfraz de china o geisha o como quisiera llamarlo- en que lo
mejor sería prescindir de vestuarios específicos para el teatro griego viviente, atento la inminencia del evento y, en cambio, vestir de blanco con guirnaldas
verdes cual sacerdotes y vestales griegos, como símbolo de pureza.
Neón sugirió que adjudicarse
pureza era casi un pecado mortal dadas las características de los consorcistas.
La superstición se apoderó de ellos y de inmediato desestimaron tal simbología.
El
teatro griego
Llegado el lunes cinco, los
consorcistas entregaron a madame Zlatka las llaves de sus unidades, ya que
cuando el cónsul efectuara la inspección ocular ellos estarían en plena función
del gran macedonio.
Se registraron atropellos e
insultos en mayor cantidad de la usual tanto en los pisos como en el elevador,
debido al nerviosismo que se adueñó de los condóminos, quienes corrían contra reloj
para dejar impecable su unidad, preparar el disfraz y, algunos, adornar con
motivos griegos el apartamento.
El caso pico fue el de Zenda:
contrariando su manifiesto del día anterior, decoró las paredes de su living
con primorosas guardas griegas en zig zag, puso un simpático caballo de Troya
en la ventana y dejó girando en replay automático una empalagosa cadena de
música bizantina. En la puerta de entrada colocó el tradicional plato griego.
Madame Zlatka ya se había
encargado de disponer la escenografía, asesorada por el manual de Darío:
instaló una carpa gigante con las puertas como dosel recogido y una lámina del
busto de Homero en el punto más alto. En el acceso plantó un par de columnas dóricas
(de cartón corrugado) y muchas luces de colores como si fueran estrellas; trajo
numerosas plantas para recrear el ambiente rural de Macedonia y hasta algunos
tiestos de flores silvestres. Por supuesto, expuso en primera fila una planta
de olivo.
Alguien con evidente mala
intención le preguntó si se creía que eso era un bosque, a lo que Zlatka, muy
oronda contestó que no, que era el contexto de la infantería macedonia, como
muy bien podía apreciarse. Sin esperar respuesta, se despidió rápidamente bajo
el argumento de que la falange de Alejandro la perseguía a unos cuantos olivares
de distancia por lo que le era imperioso deglutir su ración diaria de
aceitunas.
A partir de las quince horas
se fueron presentando los actores, de mala gana y peor disposición.
La primera en llegar a la cita
fue Verdita metida en el personaje de Cleopatra, la hermana de Alejandro,
portando un atuendo de princesa bastante confuso -por culpa de una sombrilla
que no combinaba- consistente en una sábana ajustable anudada al hombro.
Llevaba una trenza de mostacillas en la cabeza y dos ilotas por escolta: Neón y
Miguel. Estos dos -tras superar momentos de angustiosas dudas- optaron por
vestir sencillas túnicas –batas de matelassé- plegadas a la altura de las
rodillas. Como calzado alegórico, chancletas que intentaron comprar en la
tienda del barrio. Digo que intentaron, porque cuando el comerciante se
anotició de la finalidad de las mismas, se las obsequió loco de contento, de
sólo pensar que contribuía al éxodo de los habitantes del Boulevard Estrellado
7077.
La princesa y sus esclavos ya
se estaban fastidiando por la impuntualidad de los demás personajes cuando,
abruptamente, el elevador depositó una Zenda irreconocible: llevaba un vestido
largo y suelto de bambula blanca encima del cual se había echado un mantel
color rojo imperio ribeteado con flecos de seda que la cubría de pies a cabeza,
con un perfecto drapeado. De su cuello pendía un colgante de bronce y lucía
brazalete en juego. Su rostro -gracias a la generosa cantidad de láudano con
que se había narcotizado- mostraba una palidez traslúcida, otorgándole un aire
de liviandad y misticismo.
Sin pronunciar palabra, tomó
asiento en un banquito decorado para hacer las veces de trono de Olimpia, reina
madre de Alejandro, concentrándose en la lectura de un texto relativo a algo
así como "A las espaldas del prójimo".
Cleopatra y sus ilotas
quedaron patitiesos al ver quien resultó ser la reina madre. No salían de su
asombro, cuando del ascensor emergió un Alan transfigurado casi en una estampa
histórica: se había puesto barba y melena postizos, una túnica marrón con
guardas griegas - en realidad, su frazada preferida-; llevaba una corona de
laureles y un ejemplar de La Ilíada en la mano, además de calzar sandalias de
cuero bastante griegas, considerando que era su calzado veraniego. Entre los
pliegues de la túnica asomaba indiscreta una pequeña tablet, no fuera cosa que
se le escapara alguna idea para su novela.
Al igual que Zenda, muy
callado, se ubicó en el banquito – trono destinado al rey Filipo II, padre de
Alejandro.
El estupor de ambos vecinos
fue recíproco y digno de retratar, cosa que efectivamente hizo Verdita, en
tanto en sus intervalos lúcidos se desempeñaba como fotógrafa profesional. Los
ilotas, por su parte, pasado el primer momento de desconcierto, no pudieron
reprimir el impulso y soltaron una sonora carcajada ante la peculiar pareja
integrante de la monárquica dinastía del gran macedonio. En tanto, el elevador
subía y descendía con frenesí, depositando nuevos personajes en tan
extravagante proscenio.
Así, aparecieron Zircón y
Martín, personificando a los amigos de Alejandro Crátero y Hefestión,
respectivamente. Zircón se había tiznado la cara como si regresara del combate
y vestía una armadura de malla prestada por un vecino vestuarista. Martín, en
cambio, se presentó luciendo un pectoral salpicado de falsos rubíes, sustraído
del cotillón reservado para el cumpleaños de su hija. Por encima vestía una
especie de kimono verdoso sujeto por un cinto rematado por una espada de
empuñadura plateada. Todo tomado de los vestidores de su esposa e hija.
Enseguida hizo acto de
presencia Lucas, trasformado en Aristóteles que, cual educador de Alejandro,
vestía una imponente túnica color marfil y sandalias al tono. Con la mirada baja y
el gesto reconcentrado, estudiaba un ejemplar de la “Ética Nicomaquea”.
Los demás apenas contenían la
risa ante tan fachosas caracterizaciones, sin reparar en su propio absurdo.
Al rato llegó la señorita
Strass, a la sazón la Pitonisa del Oráculo de Delfos, envuelta en una pañoleta
violeta bordada con hilos dorados estilo hábito, drapeado también; los ojos
delineados, una toca colorada en la cabeza y una bola de vidrio en un bol colgando
del brazo. En el fondo, escondidas convenientemente, reposaban varias cajas de
chocolates, su gran debilidad.
No habían pasado cinco
minutos, cuando el hastiado ascensor escupió un caballo medio confundido que
ostentaba el nombre de Bucéfalo escrito con brillantina. Había tenido que
alquilar ese disfraz, por lo complicado y, como si no fuera suficiente castigo,
debió acomodarse en el piso, junto a la reina Olimpia y a un lado del joven Alejandro,
para el caso que tal súper héroe se apersonara en la escena.
Detrás llegó a toda prisa el
buey, transportador del vino griego, protestando en voz baja, bastante
embalado. Tenía un parlamento extraño, como una especie de polaco rural. Traía
una canasta con botellas del mejor vino tinto que encontró en los almacenes de
las inmediaciones. Ambos animales se observaron con recíproca pena. Tanto a la
señora Rodocrosita como a Iris poco les faltó para largarse a llorar.
A todo esto, pasadas las tres y
media de la tarde, el personaje principal seguía sin aparecer. Es decir, aquel
sin el cual no hay conquista macedonia que valga. Por consiguiente, todos los
presentes tenían la vista clavada en el elevador y un solo pensamiento
ametrallándoles la cabeza: "¿podrá ser posible que el joven Alejandro
sea...?"
Cuando el termómetro de la
ansiedad colectiva alcanzaba su punto extremo, la cabina se abrió y tras un
largo minuto apareció Cruasán envuelto en gasa blanca, la cabeza forrada de
guirnaldas de laureles, la cara alargada en una mueca de desdén y fastidio y un
andar sinuoso, como si sus pasos no pudieran encontrar la línea recta. Por
encima de las gasas se había colocado un chaleco de fuerza, a modo de pectoral
guerrero, que tomó prestado del psiquiátrico en el que se desempeñaba.
Dignamente y sin mirar a
nadie, como si del propio Alejandro se tratara, se dirigió al fondo,
recostándose en un catre reclinado para la ocasión, entre Zenda y Alan.
Eso sí que superaba toda
ficción y las risas burlonas estallaron sostenidas e incapaces de todo
autodominio. El señor Cruasán decidió ignorar el barullo. En parte porque su
honor se lo indicaba y en parte porque se había endilgado unos wiskis a fin de
enfrentar el momento. Los párpados le pesaban, así que ajeno a la función, se
dispuso a una siesta. "Después de todo, es lo que hacen los jóvenes
príncipes", alcanzó a razonar, con incierta lógica, antes de quedar
profundamente dormido.
Siendo las dieciséis horas y
mientras Alejandro Magno roncaba a pierna suelta, hizo su esperado ingreso su
ilustrísimo, el señor cónsul, escoltado por una madame Zlatka enjoyada cual
árbol navideño y un Darío sonriente, atento a los deseos de Mr. Cigarette, el
inseparable gato de Zlatka.
Todos quedaron tiesos en sus
lugares de tal suerte que más que un reino temático viviente parecía un museo
de cera. Zlatka invitó al cónsul a acercarse, comentando la ilusión y felicidad
con que los actores se habían preparado para la distinguida presencia de su
ilustrísimo.
Semejante comentario sacudió
al díscolo, aunque estoico grupo, que no pudo evitar dedicarle a la
administradora miradas de odio sin atenuantes, indicándole con nerviosos
movimientos oculares que se llevara al funcionario a recorrer los departamentos.
Pero el cónsul, un individuo
candoroso apegado a las costumbres imperiales, se acercó fascinado y sin ningún
apuro, dispuesto a saludar al noble conjunto helenístico.
Zenda protagonizó el primer
papelón al negarle la mano al pobre hombre justo cuando intentaba besarla,
siguiendo el tradicional saludo monárquico. El cónsul no advirtió el desprecio
y permaneció aguardando. Zenda, ofendidísima, se sentó sobre su propia mano y
el momento se cargó de tensión. Bucéfalo y el propio rey Filipo II le
propinaron una disimulada patada, instándola a comportarse y entregar la mano.
—¡No! —chilló por lo bajo la reina Olimpia, pronta
a dejar los aposentos reales.
—Cállate y deja que te bese la
mano —le ordenó una Zlatka enfurecida, inclinándose como para arreglarse el
zapato.
—Ni loca —susurró Zenda, a punto de explotar.
E hizo un ademán de descompostura tocándose la frente. El cónsul, conmovido, le
tomo la mano al vuelo depositando en ella un sonoro beso, teniendo por seguro
que a la nerviosa mujer la embargaba la emoción.
Enseguida su ilustrísimo
prosiguió con los saludos. Alan le estrechó la mano sin drama al tiempo que, horrorizado
ante el plácido sueño de Alejandro, sacudió sin reparos el magno trono. La
expresión de Cruasán saliendo de la modorra e intentando embocar con la suya la
mano del inocentón cónsul es sencillamente, inenarrable. Aunque sí, logró
estrechársela para tranquilidad de todos.
No obstante, cabe destacar que
al joven Alejandro se le escapó un eructo y que su ilustrísimo retrocedió
ingratamente sorprendido y semi asfixiado. Y que Zenda y Alan, cual solícitos y
soberanos padres, se apresuraron a arroparlo ajustándole la camisa de fuerza y golpeándole
la espalda a fin que pasara el provechito.
Cleopatra y sus ilotas,
afanosos por neutralizar el momento, se adelantaron y entregaron sus manos al
Cónsul para que las besara y estrechara, respectivamente, al igual que la
señorita Strass.
Bucéfalo y el buey portador
del vino griego zafaron por las características de sus disfraces y apenas
debieron menear las cabezas.
El cónsul distendió el gesto y
el ambiente pareció relajarse bastante. Todos respiraron aliviados.
Madame Zlatka, más animada, le
hablaba a su ilustrísimo acerca de que el Amanecer de los Muertos Vivientes no
es un bosque de vampiros, como suele suponerse.
Mientras, Darío daba rienda
suelta a su otro yo fenicio, ofreciéndose a redactar para el consulado un
manual de procedimientos artísticos para grupos helenísticos actorales, aclarando que sus honorarios eran más que ventajosos y que "No es por
nada, ilustrísimo, pero humildemente, me llaman el gran procesador. Si me
contrata, no se arrepentirá". Sus compañeros le dedicaron miradas asesinas
instándolo a hacer chito por el foro.
El joven Alejandro, más
despierto, tranquilizó al sorprendido cónsul solicitando respetuosamente que
disculpara a Darío: "Sucede, ilustrísimo, que desde que no pudo
interpretar a Peter Pan en la adolescencia, padece de divagaciones
cocodrilescas”.
Darío, al oír esto fue presa
de la ira e indignadísimo, no se quedó atrás. Tapando con su vozarrón al joven
príncipe, agarró de un brazo al cónsul y señalando el proscenio, le indicó que
hiciera caso omiso, que mirara bien a esa pobre gente: no podían con sus almas;
ese numerillo no era siquiera una comedia sino apenas una tragedia griega
descalzada.
Ante el brusco giro de los
acontecimientos, la reina Olimpia empezó a agarrarse la cabeza, inmersa en la
vertiginosa fantasía de que la operación se iba a pique por causa de sus
deslenguados condóminos. Bucéfalo, preocupado, la instó a calmarse, señalando
que "mientras seas capaz de enfurecerte, es que tienes algo que aprender”.
El cónsul, que alcanzó a escuchar, hizo un gesto afirmativo con la cabeza,
motivo por el cual el caballo real se ganó la antipatía colectiva por mandarse
la parte de sabelotodo.
Iris, en tanto, estaba
exasperada debido a que la hora corría y en un rato debía emigrar al piso trece
del Hotel de la Fortuna. En la impaciencia tomó la palabra, achacando los malentendidos
a la incontinencia de cada quien e invitando a continuar con la visita sin
tanta charla. Para su desdicha, nadie entendió lo que quiso decir. Abrumada por
el derrotero en el que tan magna historia derrapaba atacó la vinoteca que
portaba, descorchó y bebió ante el azoramiento general. “Mangia bene, ridi spesso, ama molto”, sentenció, dando unos
saltitos vergonzosos con la botella en alto.
Alejandro Magno, ya
despabilado aunque con cierto grado de autismo residual, se
incorporó con intenciones de ir al sanitario, pero sus padres lo hicieron
sentar de un enérgico empujón y palabras de cariño filial dichas al oído por
Filipo, indicándole que se quedara quieto. Que, en caso de desistir el cónsul
de la compra, el edificio y sus ocupantes, cual ejército persa, harían de él el
cadáver del rey Darío. "No sé si me entiendes", concluyó. Cruasán
reaccionó con magníficos berrinches, gritando a sus padres que el gran
estratega y conquistador macedonio era él y no ellos; que unos simples reyes de
barajas no iban a gobernarlo, así que no se atrevieran a ponerle una mano
encima.
Todos callaron. Aristóteles,
Crátero, Hefestión y Bucéfalo entraron en estado de shock, incapaces de
articular palabra.
Igual sucedió con Cleopatra y
sus ilotas y la Pitonisa del Oráculo de Delfos.
Lo cierto es que la familia
real del Peloponeso estaba desmadrada.
La reina Olimpia,
presionándose las sienes en estado de error fatal, inició una insólita
discusión con su majestad Filipo II reprochándole su torpeza para ajustarse a
la situación, instándolo a dejar tranquilo al joven Alejandro y a que, por
favor, le trajera un poco de láudano. Alan, sorprendidísimo, trató de apaciguar
a su regia esposa, explicándole –inspirado- que "lo que interesa es que
veas por lo menos tres perspectivas: la de persona "X'', persona
"Y" y persona "Z"; el manejo de cada perspectiva
corresponde a las tres grandes regiones del mundo que nuestro hijo ha
conquistado, dejado su huella. Piensa que cambió la historia de nuestra
dinastía. Aunque tampoco quiero ser imperativo, ¿eh?".
Zenda quedó apabullada y a la
deriva, incapaz de emitir sonido.
El joven Alejandro Magno, en
un rapto de prudencia, quiso aprovechar la pausa para distraer al cónsul, que a
estas alturas observaba al grupo temático con los ojos como platos faltando
poco para que llamara al 911. No era el caso dejar escapar esa venta, lástima
que los wiskis que Cruasán tenía encima desviaron sus intenciones; aunque se
propuso el grito guerrero alejandrino de "Alalai", no lo recordó; solo
consiguió repetir "Apártate, me tapas el sol", en una cacofonía
desconsolada e insoportable dirigida a un Diógenes invisible.
El dislate ya era
ingobernable.
Olimpia y Filipo seguían
enzarzados en la discusión de la trilogía de las conquistas de Alejandro de X,
Y y Z, totalmente descontrolados.
Rodocrosita, viendo que tanto
esfuerzo se iba por la borda, trató de calmar a Alejandro contándole cuentos de
elefantes rosados, lo que, en lugar de calmarlo, lo sumergió en una paranoia
tal que chillaba como un poseso que él no era una copia y que su vida era un
miserable acting. La señorita Strass, alarmada, intentó consolarlo hablándole
de pitonisas desocupadas que todavía esperan en Delfos, con lo que logró
desquiciarlo más todavía, si cabe. De repente, en un arrebato extático, Cruasán
abandonó el proscenio arrastrando el trono enganchado a las vendas, de tal suerte
que parecía una réplica de la momia en su peor momento y versión. Por el camino
de salida iba perdiendo las hojas de olivo que adornaban su alejandrina frente.
El pánico se apoderó de todos.
Neón recordaba a cada uno que
Alejandro no siempre fue tan magno, advirtiendo que, muy probablemente, Cruasán
se marchó en procura de un arma para masacrar al consorcio por completo. Los
demás lo miraron con la comprensión que se dedica a los enajenados.
La señorita Strass, comiendo
chocolates como una maniática, se quejaba del ambiente tóxico que respiraba el
edificio, al que llamó la gran hartocracia.
Aristóteles y los soldados
Hefestión y Crátero se abalanzaron sobre los chocolates con escasa suerte
mientras Miguel cantaba y bailaba Zorba el Griego y otras coplas olímpicas.
Darío, enojadísimo, le ordenó que se callara ya que le recordaba a los músicos
del Titanic.
Zircón se puso en la tarea de
colocar cristales de cuarzo en el piso, explicando que intentaba una limpieza
cósmica que barriera las energías negativas presentes en el lugar. Los
consorcistas, con manifiesta ingratitud, lo enviaron a un lugar del que no se
regresa.
Aristóteles seguía el curso de
los absurdos acontecimientos patitieso y azorado, hasta que en un momento
reaccionó y, colgándose peligrosamente del ventilador de techo, aulló a sus
condóminos que no existían; que no eran más que una manga de sombras que se
proyectan en la pared de una caverna. Dicho lo cual, comunicó al cónsul sus
intenciones de ingresar a la Academia de su maestro Platón.
Martín, atribuladísimo,
intentaba calmar a todos y a cada uno, aconsejándoles que empezaran desde el
principio; es decir, que el cónsul saliera mientras se reacomodaba el malogrado
escenario y luego volviera a ingresar como si nada hubiera pasado. Las
respuestas que recogió son irrepetibles.
El cónsul, por el sólo hecho
de encontrar ideas platónicas en Lucas ya estaba en la gloria y le propuso -e insistía- que ingresara como interno en alguna escuela filosófica ateniense.
"De las muchas que aún funcionan secretamente", le confió.
Lucas, regresado en sí, con el
rostro desencajado por el espanto ante la sola idea de internarse en algún
monte ateniense, le repetía una y mil veces que no quiso decir lo que dijo,
sino que se refirió en forma figurada a la vida bohemia. El cónsul negaba,
afirmando que un internado era más conveniente que una academia. Y Lucas que
dijo "bohemia", no "academia" y el cónsul que, enternecido,
lo perdonaba. Y así, en un diálogo de sordos, Lucas estaba a los tirones con su
ilustrísimo agarrado de su brazo, empeñado en llevarlo a la sede consular para
completar los papeles de ingreso a una secreta escuela de filosofía platónica.
Darío repetía a quien quisiera
oírlo que de semejante caos no se regresa. De pronto recordó que había conocido
a una inquietante mujer en el último tren a Londres, interesada en comprar su
manual y, quien sabe, también interesada en su persona, por lo que se escabulló
en pleno jaleo, repitiéndose a sí mismo, a modo de excusa, que sus vecinos no
eran más que figuritas escapadas de algún antiguo álbum escolar.
Verdita observaba el maltrecho
campo de batalla de la augusta monarquía Macedonia como si recién llegara de la
playa, en una actitud vacilante y desasosegada. No entendía nada. ¿Qué hacía
allí, si lo último que recordaba era haber ido a tomar sol? ¿Y esa ropa ridícula?
¿Quién se la puso? "¡Ay!, ¿dónde habré pasado la noche?" se
interrogó, con una preocupación que no anunciaba nada bueno. Los ilotas la
hicieron callar mediante el trámite de suministrarle una pastilla y media de
Memorex. Al fin se llamó a silencio, no sin antes preguntar a qué hora era el
acto de Alejandro Magno y familia.
La pareja real, por su parte,
continuaba discutiendo acaloradamente la esencia filosófica de X, Y, y Z,
absorta en la refriega y al borde de la agresión física.
Lucas no había conseguido
librarse del cónsul, por lo que optó por salir corriendo, regido por el lema de
que soldado que huye sirve para otra guerra.
Rodocrosita escuchaba
fascinada las historias que desgranaba Iris acerca del piso trece del Hotel de
la Fortuna, cuando intervino Zlatka insinuando que capaz eran solo patrañas.
Igual, decidieron probar
suerte, total allí no había más nada que hacer. Del dicho pasaron al hecho y,
con los disfraces de Bucéfalo, buey-vinoteca y Zlatka atiborrada de colgantes,
el esperpéntico trío salió a la calle en busca de un taxi, lo que intentaron
por un buen rato sin éxito, hasta darse por vencidas.
Ya de regreso a la zona del desastre, Zlatka y su gato Cigarette se quedaron a
la espera que su ilustrísimo se retirara, lo que se puso difícil ya que seguía
empeñado en encontrar a Lucas.
Finalmente, saturada
de tanto descalabro, madame Zlatka condujo al Cónsul hacia la salida despidiéndose, no
sin antes regalarle un ejemplar del libro "Cuentos para llevarse al
Partenón", deseándole una buena estadía en el mismo.
Epílogo
Al caer la tarde, el
agotamiento había ganado a todos los consorcistas, por lo que iniciaron un
abatido éxodo hacia sus hogares.
Iris, Zlatka y la señora
Rodocrosita, pasado el entusiasmo por el Hotel de la Fortuna, se reunieron en
el apartamento de ésta última a tomar mate, tratando de olvidar el desdichado
episodio de la representación de Alejandro Magno y compañía. Al rato apareció
Verdita con una bandeja de arroz con leche, seguida de cerca por Alan, que no
perdía de vista al exquisito postre.
Enseguida llegaron Zenda y la
señorita Strass; la primera extenuada y todavía vestida de Olimpia, con masas borrachitas
de láudano; la segunda con su bola de vidrio, pues los chocolates descansaban
en su estómago de pitonisa.
Y así, de uno en uno, fueron
sumándose espontáneamente los demás, tratando de sacudirse la impresión del
fallido acto de carnaval temático.
Miguel, Neón y Martín
intentaban convencer a Lucas que saliera de su escondite y se agregara al grupo; que el cónsul había sido
visto alejándose y leyendo un libro en voz alta.
Un poco más tarde llegaron
Zircón, Cruasán y Darío, este último decepcionado a causa de una bella mujer en
el último tren a Londres que no supo de esperas.
Entonces alguien rio. Y otro
alguien soltó una carcajada.
Inadvertidas y simplemente,
como suelen suceder los milagros, las risas fueron multiplicándose, cortando el
fatídico sortilegio del desgano y la enjundia. La noche los encontró reunidos
degustando los vinos imperiales, mientras comentaban que, después de todo, tan
mal no estaban en ese edificio.
Hasta altas horas de la
madrugada, las risas continuaban alivianando el airecillo fresco del amanecer.
Los habitantes de las
propiedades vecinas, asombradísimos, se preguntaban si sería cierto eso de que
las lluvias de Centáuridas -que en ese momento surcaban el cielo- acarrean un
espíritu de benevolencia.
Claro que, como ya dije, los
habitantes del edificio del Boulevard Estrellado 7077 eran gente rara.