No debiera el inconsciente ser depositario de nuestros males.
Quizá sí, el contable de los créditos y débitos
que acumulamos de error en error hasta arribar al acierto, cuyas transferencias
no se han completado por puro abatimiento del niño que atiende nuestra patria
interior. Esa que debiera ser intangible pero que negociamos sin piedad.
Ese territorio donde las ecuaciones se
resuelven y disuelven bajo patrones arbitrarios, salvo en la
necesaria pausa del periódico deshielo.
Es en la quietud reparadora de la media luz
interior donde el niño se presenta a entregarnos sus quejas e ilusiones. Y
espera, esperanzado de toda esperanza.
Nuestro ropaje adulto no lo protege. Y él no le
teme. (Debería...)
El niño está solo, pero no lo advierte. Su
memoria se eterniza en la ausencia de movimientos. El silencio lo estrecha en
un abrazo pleno de suspicacia que lo consume y lo aleja. Es la oportunidad que
espera el espantapájaros adulto para unirse a cotilleos pueriles con
pretensiones de solvencia. Aunque apenas son meras presencias insolventes.
Empero, apelamos a cualquier recurso a fin de
impedir la primera lágrima que abrirá el grifo del dolor. Que con seguridad lo
hará, si atendemos las quejas e ilusiones ignoradas.
No hay tiempo que perder. Desplazamos hacia un
cuarto menguante al inocente mensajero y nos condenamos a la apatía de las
flores muertas; aquellas que sepultó el tiempo entre las hojas de libros que
nunca terminamos de cerrar, ni de escribir, ni de leer y que nos sonríen desde
estantes desdentados.
Mientras, eclipsado por el silencio evasivo, el
niño espera, dada su condición de niño, su cuarto creciente.
Nosotros no cedemos.
Nuestro estropajo adulto ya se ha mirado para
entonces en demasiados espejos de trucos de kermés. Ilusionista consumado, se
convenció en algún momento, entre edades y abalorios, que estaba listo para la
travesía. Esa que ansiaba, aunque intuyó fraudulenta. Y que, efectivamente en
ese rumbo, devino truculenta.
Hemos negociado sin misericordia nuestra usina
interior.
Desdeñamos al niño, que todavía estira la espera,
al abrigo insuficiente de piedades caducas.
Y por primera vez tenemos miedo.
Nuestro espantapájaros adulto nos ignora.
Cirujano de trapos, iluso para todo uso, el muy cobarde pretende un indulto sin
ruido y sin precio.
Pero la prórroga de los tiempos no habrá sido
vana.
El niño gana espacio simplemente porque no
se ha ido. Su espera se resuelve en la primera lágrima que abre, cruel,
aquel grifo del dolor postergado y sofocado por la fatuidad de juegos
engañosos.
Es el punto de inflexión que llegó para
quedarse.
Aterrados, alterados y alertados, abandonamos
prestos el black jack que domina nuestra vida y nos
presentamos ante el tribunal de los viejos reclamos pendientes.
Atendemos, dóciles de toda docilidad, las quejas
e ilusiones de nuestro niño que aguarda, imprescriptible y decidido.
Pagamos algunos precios dolorosos y las
resolvemos. O quizá las resuelve, por simple agotamiento, la agonía postergada.
Finalmente, quedamos solos, el niño y
nosotros. Ambos esperamos en andenes distintos.
Cesaron las luces de colores y se extinguieron
los fuegos de artificio.
Hemos saldado las cuentas del pasado para
beneficio de nuestro equilibrio ulterior que por fin, será una página en
blanco.
En un tardío deshielo, la lágrima de nuestro
niño es alojada en un cuarto creciente. Su corazón se mueve libre, manso y vigoroso en los dedos de Dios.
¡Tenemos crédito!
Es verdad que estamos más expuestos. Pero
arrastramos menos lastre.
Y tal vez, con suerte (no la de la
muerte) alejemos de nosotros el a veces inevitable tropiezo con la
misma piedra.
Etiquetas como prosa, pero es muy poética. El niño que llevamos y que fuimos nunca se marchará, y pobre de aquel que lo abandone. Ese niño nos ayuda, nos enseña a aprender, a luchar y es nuestra fuerza.
ResponderEliminarMe ha gustado tu texto.
Un abrazo
Hola, Jesús. Sí, sería prosa poética. Me gustan tus palabras sobre el niño que llevamos dentro. Gracias.
ResponderEliminarMientras seamos conscientes del niño que llevamos dentro, lo alimentemos, cuidemos y sigamos ocupándonos de su curiosidad, la causa no está perdida.
ResponderEliminarSaludos.
Así es como debiera ser, Alfred. "Ocupándonos de su curiosidad" dices, me gusta; la capacidad de asombro es esa gran causa común que tenemos con los niños. Gracias.
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