“…
porque donde esté tu tesoro,
allí
estará también tu corazón”.
(Mateo
6, 21)
No sé para qué traigo este libro si se me cierran
los ojos.
Desligo mi mirada del pasado y devuelvo la arena a
la ventisca.
El libro se deshoja ceniciento de argumentos.
Prescindo de él y me instalo en un recodo ausente
de ternura.
Sin embargo, Tú me
esperas.
Una terraza anticipa el encuentro. Hay una hamaca
blanca en la que un niño dormita cuentos de bosques escondidos. Lo despierto,
le pregunto por Ti. Me dice que te has ido conmigo, que debiera yo saberlo bien.
Abandono esa respuesta y me reanudo en silencios.
La
cordura me implica en desconciertos crueles, pero no me detengo, conozco bien
las trampas de la inercia.
Me dirijo hacia un interior en el que la penumbra es espesa.
Avanzo a
tientas y dejo atrás varias puertas. Llego a una recámara dominada por la
amplitud. El cielorraso exhibe maderas de oriente y tapices de exquisitos
azules. Los admiro incrédula: la seda es tan ligera que parece camisa de
ángeles.
De inmediato me gana un dolor insoportable y pierdo
equilibrio a pasos agigantados.
Tú me abrazas, sonríes y enlazas mi cintura tiernamente. Yo no me percato, dudo sobre qué debo sentir.
En tanto, ya es el mediodía.
Los amplios ventanales
me seducen y te olvido. Ya no deseo encontrarte.
Perdóname.
A mi lado, en el balaustre, reinan dos copas de
cristal. Una de ellas está minada por imperceptibles rajaduras. Vacilo, ante la inminencia de una herida que no llegará nunca, porque ya se ha
instalado entre tú y yo.
He malgastado mi inocencia.
Salgo de allí empujada por congojas antiguas y
arribo a una playa de topografía accidentada. Eso me exaspera. Enseguida
advierto el fraude de un sueño intruso y hostil.
Libero los sentidos de toda confusión y empiezo a
caminar.
El niño que dormitaba cuentos de bosques escondidos
viene detrás. También una niña que se confunde conmigo y que, a ratos, pierde brillo
y docilidad. Me tiende las manos. Intento mirar las mías, pero sólo veo las
tuyas. Y entre Tú y yo, una ternura que me aprisiona y enloquece, por reacción
de mi propia rebeldía.
Un poco más alejado, un hombre vende lienzos de
colores. Los ha tendido en hilos apenas visibles y, no sé por qué, se me antojan
ilusiones errantes condenadas a la soledad de los arenales. El hombre me
ignora.
Prosigo mi marcha. El niño viene, aunque ahora me
irrita su presencia.
Ante mi vista se extiende un conjunto de catedrales
enclavadas en esa playa pesadillesca, en la que incluso el río desluce, ausente
de armonía y sonido.
Necesito salir.
Pero estoy afuera, de pie ante una catedral de fino
mármol claro e infinitos escalones que, como encajes de aquella seda, rematan
en un atrio espectacular.
Me invade una frustración enorme: son tantos, pero
tantos escalones que declino la absurda invitación
y decido continuar. Sin embargo, un destello me encandila. Elevo la mirada y ya no logro apartar los ojos de las rosas esculpidas en la magnífica piedra. La
delicada arquitectura de la fachada me resulta perturbadora.
Yo dudo, pero mi alma está encantada y desea entrar. Advierto que el niño se encuentra bajo igual fascinación.
Yo dudo, pero mi alma está encantada y desea entrar. Advierto que el niño se encuentra bajo igual fascinación.
Vuelvo sobre mis pasos e ingresamos.
Y por segunda vez, en este extraordinario día, soy
seducida por los cielorrasos. Éstos conforman una sucesión de bóvedas que,
disipándose en soleadas ondas de nube y rosa, se resuelven en una pureza abrumadora.
Me acerco con pasmo y reverencia. Cruzo delante del
retablo, me pierdo entre cúpulas estrelladas y ángeles de mirada grave
congelados en vitraux, hasta que una
urna de cristal se interpone en mi camino. Me dispongo a eludirla, pero no
puedo. Reparo entonces en su pequeñez; parece que adentro yace una niña vestida
de blanco. O tal vez sea una muñeca.
“Es la Virgen niña”, musita extasiado el niño que,
sorpresivamente, lleva alas.
Quisiera arrodillarme, pero me consume un desgaste atroz.
Precedida por el niño ensimismado, salgo envuelta
en presagios de finitud. Apresuro el andar, tengo que ir hacia la serenidad.
Intento olvidar que debo perdonar, aunque algo me lo impide.
Giro sobre mi hombro y lo veo: un caballo de
terciopelo azul y arneses rojos. Un caballo de juguete que cuelga de su columna
de bronce, solitario, a la espera inútil de ser montado. Supongo que abandonó
su carrusel. Lo cierto es que no tiene caso, pende en el aire como si la
gravedad le resultara indiferente. Es de mal gusto, considero, ese caballo
de juguete en medio de la nada. Evoco en ese instante a mi padre, casi puedo
tocarlo. Me lo regaló un lejano, borroso domingo de agosto. Aunque no puedo llevar
recuerdos allá donde voy.
Es tarde, la prisa domina ahora mis sentidos.
Sólo queda tiempo para un santuario. Entro con el
niño y avanzamos hacia la nave lateral. El silencio es agobiante y apenas se
respira. Delante de nosotros hay un lecho blanco y grande en el que yace el dolor del mundo.
El niño llora. Seco sus
lágrimas. Nos vamos de allí luego que la piedad nos ofrezca su absolución.
Ya en la nave principal, el contraste es
sorprendente: impulsado por un arco iris, el perfume de las
rosas traspasa los cristales. Una etérea música nos abriga en dulce trama de
indulgencias. Cantidad de niños y de jóvenes se encaminan hacia el altar conducidos por Don Bosco. ¡Es un grupo tan alegre que contagia! El recinto se ha
llenado de ángeles risueños. Una compasión embriagadora nos da a luz y somos
llenos de inocencia.
Los angélicos cantos producen una transmutación
sutil en el espacio.
Empiezo a sospechar de esta realidad en la que lo único tangible
son los interrogantes.
Me inclino hacia mí y decido despertar.
Arropado en sus alas, el niño se ha vuelto a dormir.
A su lado, el vendedor de lienzos y el caballo de juguete perdurarán en una
soledad eterna. Descubro que el pasado
es sólo viento.
No habrá lugar para el encuentro, me digo,
convencida de que estoy siendo soñada.
Entonces sonríes, tocas mi mano. Recoges el libro
con ternura, me preguntas por qué he tardado tanto en escribirlo. Confundida, te
digo que tal vez quise atrapar el viento. Yo, que sólo soy espectro y anhelo.
Tú me guías con delicadeza hacia el ventanal, me
muestras el paisaje. Veo bosques, montañas y arroyos cristalinos recortados
contra el cielo azul. Un blanco camino conduce a una ciudad también blanca.
Me entregas el libro y me envías hacia allá. Insólitamente, obedezco. De pronto no me afectan los interrogantes.
Alguien me pregunta quién eres y respondo –sin
apartar la vista del paisaje- que no tiene importancia. Que eres Tú. Pero que entre Tú y yo, nada que ver.
Tú no te inmutas, me miras con dulce gravedad; perdonas
mi retraso en los tiempos interiores.
Una ligera brisa nos enlaza frente al ventanal
iluminado. En el balaustre, aquella copa agobiada por sus muchas rajaduras ha
sido restaurada.
Ingresé a tu Amor y su puerta selló mi
entendimiento tal como lo conocía.
Hay otros lugares.
Un sueño muy bello, muy imaginativo y muy declaratorio. Sí, declarar tu amor en tan bello paisaje es declararlo para la eternidad.
ResponderEliminarMe ha gustado tu texto.
Un abrazo
Hola, Jesús. Gracias por tus palabras. Sí, fue un sueño bello y raro de hace años, cuando estaba alejadísima de todo lo de Dios. Sus imágenes e hilo fueron tan poderosas que aún sin comprender, apenas desperté lo escribí. Te cuento que en la primera catedral, la de muchos escalones, se leía "Nuestra Señora del Socorro". Y en el lecho del dolor del mundo yacía Don Bosco que después, ya despierto va cantando con los jóvenes. Lo loco de esto es que desconocía la historia de Don Bosco. Y más loco aún fue que al contárselo al otro día a una colega de trabajo, me comentó que el cuerpo incorrupto del santo estaba en Buenos Aires, bastante cerca. Yo ignoraba que estuviera incorrupto el cuerpo, o sea que lo soñé tal como está normalmente en la Catedral de María Auxiliadora en Turín. Y no fui a verlo ese día. Aunque hoy es mi santo más mimado. En fin. Un beso.
EliminarUn recorrido que nos lleva hasta dónde juzgarán nuestras acciones.
ResponderEliminarQué buenísima interpretación, Alfred. Muchas gracias. Un beso.
EliminarDelicado, íntimo, envolvente y muy atrayente.
ResponderEliminarEscribes extraordinariamente bien.
Un abrazo :)
HOla de nuevo, Volarela. Muchas gracias por tus palabras. Otro abrazo.
EliminarQue lugar maravilhoso..voyte seguir.Abrazos con cariño.
ResponderEliminarHola, Lía Noronha. Bienvenida a mi blog. Gracias por pasar y dejar tus impresiones.
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