Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

sábado, 12 de septiembre de 2020

Entre Tú y yo


“… porque donde esté tu tesoro,
allí estará también tu corazón”.
(Mateo 6, 21)


No sé para qué traigo este libro si se me cierran los ojos.

Desligo mi mirada del pasado y devuelvo la arena a la ventisca. 

El libro se deshoja ceniciento de argumentos. Prescindo de él y me instalo en un recodo ausente de ternura.
                                        
Sin embargo, Tú me esperas.

Una terraza anticipa el encuentro. Hay una hamaca blanca en la que un niño dormita cuentos de bosques escondidos. Lo despierto, le pregunto por Ti. Me dice que te has ido conmigo, que debiera yo saberlo bien.

Abandono esa respuesta y me reanudo en silencios. 

La cordura me implica en desconciertos crueles. Pero no me detengo, conozco bien las trampas de la inercia, en el interior la penumbra es espesa. 

Avanzo a tientas y dejo atrás varias puertas. Llego a una recámara dominada por la amplitud. El cielorraso exhibe maderas de oriente y tapices de exquisitos azules. Los admiro incrédula: la seda es tan ligera que parece camisa de ángeles.
 
De inmediato me gana un dolor insoportable y pierdo equilibrio a pasos agigantados.

Tú me abrazas, sonríes y enlazas mi cintura tiernamente. Yo no me percato, dudo sobre qué debo sentir.

En tanto, ya es el mediodía. 

Los amplios ventanales me seducen y te olvido. Ya no deseo encontrarte.

Perdóname.

A mi lado, en el balaustre, reinan dos copas de cristal. Una de ellas está minada por imperceptibles rajaduras. Vacilo, ante la inminencia de una herida que no llegará nunca, porque ya se ha instalado entre tú y yo mucho antes.

He malgastado mi inocencia.  

Salgo de allí empujada por congojas antiguas y arribo a una playa de topografía accidentada. Eso me exaspera. Enseguida advierto el fraude de un sueño intruso y hostil.

Libero los sentidos de toda confusión y empiezo a caminar.

El niño que dormitaba cuentos de bosques escondidos viene detrás. También una niña que se confunde conmigo y que, a ratos, pierde brillo y docilidad. Me tiende las manos. Intento mirar las mías, pero sólo veo las tuyas. Y entre Tú y yo, una ternura que me aprisiona y enloquece, por reacción de mi propia rebeldía.

Un poco más alejado, un hombre vende lienzos de colores. Los ha tendido en hilos apenas visibles y, no sé por qué, se me antojan ilusiones errantes condenadas a la soledad de los arenales. El hombre me ignora.

Prosigo mi marcha. El niño viene, aunque ahora me irrita su presencia.

Ante mi vista se extiende un conjunto de catedrales enclavadas en esa playa pesadillesca, en la que incluso el río desluce, ausente de armonía y sonido. 

             Necesito salir.

Pero estoy afuera, de pie ante una catedral de fino mármol claro e infinitos escalones que, como encajes de aquella seda, rematan en un atrio espectacular.

Me invade una frustración enorme: son tantos, pero tantos escalones que declino la absurda invitación y decido continuar. Sin embargo, un destello me encandila. Elevo la mirada y ya no logro apartar los ojos de las rosas esculpidas en la magnífica piedra. La delicada arquitectura de la fachada me resulta perturbadora. 

         Yo dudo, pero mi alma está encantada y desea entrar. Advierto que el niño se encuentra bajo igual fascinación.

Vuelvo sobre mis pasos e ingresamos.

Y por segunda vez, en este extraordinario día, soy seducida por los cielorrasos. Éstos conforman una sucesión de bóvedas que, disipándose en soleadas ondas de nube y rosa, se resuelven en una pureza abrumadora.

Me acerco con pasmo y reverencia. Cruzo delante del retablo, me pierdo entre cúpulas estrelladas y ángeles de mirada grave congelados en vitraux, hasta que una urna de cristal se interpone en mi camino. Me dispongo a eludirla, pero no puedo. Reparo entonces en su pequeñez; parece que adentro yace una niña vestida de blanco. O tal vez sea una muñeca.

“Es la Virgen niña”, musita extasiado el niño que, sorpresivamente, lleva alas.  
 
             Quisiera arrodillarme, pero me consume un desgaste atroz.

Precedida por el niño ensimismado, salgo envuelta en presagios de finitud. Apresuro el andar, tengo que ir hacia la serenidad. Intento olvidar que debo perdonar, aunque algo me lo impide.

Giro sobre mi hombro y lo veo: un caballo de terciopelo azul y arneses rojos. Un caballo de juguete que cuelga de su columna de bronce, solitario, a la espera inútil de ser montado. Supongo que abandonó su carrusel. Lo cierto es que no tiene caso, pende en el aire como si la gravedad le resultara indiferente. Es de mal gusto, considero, ese caballo de juguete en medio de la nada. Evoco en ese instante a mi padre, casi puedo tocarlo. Me lo regaló un lejano, borroso domingo de agosto. Aunque no puedo llevar recuerdos allá donde voy.

Es tarde, la prisa domina ahora mis sentidos.

Sólo queda tiempo para un santuario. Entro con el niño y avanzamos hacia la nave lateral. El silencio es agobiante y apenas se respira. Delante de nosotros hay un lecho blanco y grande en el que yace el dolor del mundo. 

El niño llora. Seco sus lágrimas. Nos vamos de allí luego que la piedad nos ofrezca su absolución.

Ya en la nave principal, el contraste es sorprendente: impulsado por un arco iris, el perfume de las rosas traspasa los cristales. Una etérea música nos abriga en dulce trama de indulgencias. Cantidad de niños y de jóvenes se encaminan hacia el altar conducidos por Don Bosco. ¡Es un grupo tan alegre que contagia! El recinto se ha llenado de ángeles risueños. Una compasión embriagadora nos da a luz y somos llenos de inocencia.

Los angélicos cantos producen una transmutación sutil en el espacio. 

Empiezo a sospechar de esta realidad en la que lo único tangible son los interrogantes.

Me inclino hacia mí y decido despertar.

Arropado en sus alas, el niño se ha vuelto a dormir. A su lado, el vendedor de lienzos y el caballo de juguete perdurarán en una soledad eterna. Descubro que el pasado es sólo viento. 
 
 No habrá lugar para el encuentro, me digo, convencida de que estoy siendo soñada.

Entonces sonríes, tocas mi mano. Recoges el libro con ternura, me preguntas por qué he tardado tanto en escribirlo. Confundida, te digo que tal vez quise atrapar el viento. Yo, que sólo soy espectro y anhelo.

Tú me guías con delicadeza hacia el ventanal, me muestras el paisaje. Veo bosques, montañas y arroyos cristalinos recortados contra el cielo azul. Un blanco camino conduce a una ciudad también blanca. Me entregas el libro y me envías hacia allá. Insólitamente, obedezco. De pronto no me afectan los interrogantes.

Alguien me pregunta quién eres y respondo –sin apartar la vista del paisaje- que no tiene importancia. Que eres Tú. Pero que entre Tú y yo, nada que ver.   

Tú no te inmutas, me miras con dulce gravedad y perdonas mi retraso en los tiempos interiores.

Una ligera brisa nos enlaza frente al ventanal iluminado. En el balaustre, aquella copa agobiada por sus muchas rajaduras ha sido restaurada.

Ingresé a tu Amor y su puerta selló mi entendimiento tal como lo conocía. 

Hay otros lugares. 


8 comentarios:

  1. Un sueño muy bello, muy imaginativo y muy declaratorio. Sí, declarar tu amor en tan bello paisaje es declararlo para la eternidad.
    Me ha gustado tu texto.
    Un abrazo

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    1. Hola, Jesús. Gracias por tus palabras. Sí, fue un sueño bello y raro de hace años, cuando estaba alejadísima de todo lo de Dios. Sus imágenes e hilo fueron tan poderosas que aún sin comprender, apenas desperté lo escribí. Te cuento que en la primera catedral, la de muchos escalones, se leía "Nuestra Señora del Socorro". Y en el lecho del dolor del mundo yacía Don Bosco que después, ya despierto va cantando con los jóvenes. Lo loco de esto es que desconocía la historia de Don Bosco. Y más loco aún fue que al contárselo al otro día a una colega de trabajo, me comentó que el cuerpo incorrupto del santo estaba en Buenos Aires, bastante cerca. Yo ignoraba que estuviera incorrupto el cuerpo, o sea que lo soñé tal como está normalmente en la Catedral de María Auxiliadora en Turín. Y no fui a verlo ese día. Aunque hoy es mi santo más mimado. En fin. Un beso.

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  2. Un recorrido que nos lleva hasta dónde juzgarán nuestras acciones.

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    1. Qué buenísima interpretación, Alfred. Muchas gracias. Un beso.

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  3. Delicado, íntimo, envolvente y muy atrayente.
    Escribes extraordinariamente bien.

    Un abrazo :)

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    1. HOla de nuevo, Volarela. Muchas gracias por tus palabras. Otro abrazo.

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  4. Que lugar maravilhoso..voyte seguir.Abrazos con cariño.

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    1. Hola, Lía Noronha. Bienvenida a mi blog. Gracias por pasar y dejar tus impresiones.

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