Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)
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jueves, 6 de agosto de 2020

La fiesta


Automedicación

Generalmente me automedico con cierto grado de eficacia, para espanto de mis amistades. 

Pero los resultados no fueron los mismos cuando me automediqué el casamiento. Tal vez por eso de que “el que sabe, sabe, y el que no, es jefe”. Yo fui ambas cosas, a un tiempo y en el mismo espacio, haciendo caso omiso de todo preaviso expreso, tácito o subrepticio. Allá fui colgada de una ilusión ilusa a todas luces carente de luz, por lo que las secuelas negativas, caídas y recaídas acontecidas en la fiesta son de mi entera irresponsabilidad.

Ya en el atrio de la iglesia, durante las salutaciones post nupciales se respiraba un tufillo de rara dinámica, como de anarquía inminente. Claro que el interesado suele ser el último en advertirlo. Es así, no hay peor ciego que el que no quiere ver.

El Fotógrafo

El fotógrafo —hallazgo mío— era un tipo liberado de atavismos. Filmaba y sacaba fotos a lo pavo, contorsionándose exaltado y risueño. Fotos para las que yo sonreía, tiraba besitos, hacía mohines de vestal griega liberada de sus votos y mostraba la rodilla, ora Cenicienta, ora vedette. No es que estuviera posando para dichas tomas, no. El tipo había especificado que su estilo consistía en atrapar imágenes espontáneas, “mucho más expresivas que las fotos tradicionales en puentes, parques, fuentes de agua y toda esa gilada”. Jorge y yo no pusimos objeciones, nos pareció bien, nosotros también queríamos marcar la diferencia. Nada de convencionalismos, entonces. Se me hizo, ¡y cómo! La persona más fotografiada y filmada, ya sea sola, conmigo o con los invitados, resultó ¡el novio! El fotógrafo quedó prendado de mi consorte, parece.

Cuando fui a retirar ilusionadísima las muestras de rigor, en todas aparecía el novio en primer plano. Canchero, besando botellas, bailando, dándole a los tragos onda lord inglés, haciendo gárgaras, recreándose en gestos recios, tipo duro de matar, ¡todo un macho pistola! ¿La novia? Bien, gracias. Cuando aparecía, era de espaldas. Así que, salvo que el fotógrafo estuviera prendado de mi espalda, lo cual lo hubiera colocado en la peor situación de colegir que me veía mejor de atrás que de frente, sólo quedaba como lamentable conclusión que la que suscribe contrató un profesional que se prendó del novio. Estoy de acuerdo, a mí también me podía el novio, pero de eso a ser su sombra en las fotos, ¡no!

Sin embargo así fue, nomás. Hasta por la ventanilla del infatigable Torino azul de mi tío asomaba en riguroso primer plano la alegre cara de Jorge. ¡Ah!, y mi mano en su hombro con la alianza. Eso sí. Algo es algo.

El Gran Vals

Ya instalados en el coqueto piso de mi tío, pasado el primer round de fotos, junto con los bocadillos llegaron los vinos, tragos y demás bebidas multicolores, según la graduación: amatista, ambarina y blanca y radiante.

Entre mis amigos y familia, abstemio no se registraba ninguno. Los de la contraparte, por lo que pudo advertirse, tampoco. Por lo tanto, entre trago y trago se armó el bailongo.

Mi tío —y mi padrino de bodas en este caos digo, caso—, y yo, inauguramos la sesión danzante con los primeros compases de “Cuentos del bosque de Viena”. Por unos minutos fuimos Sissí y el Emperador. Emperador que, en cuanto pudo, me entregó a los brazos del primer candidato conforme la tradición para sumergirse raudamente en la toilette, de la que emergió renovado y perfumado cual un bosque de Viena andante.

Establecido su radio de acecho contra el dressoir estilo gótico de mi difunta tía, se concentró en el estudio de cada invitada con la mirada felina semioculta en un gesto cuidadosamente negligente, mientras sus manos jugaban distraídas con la copa de vino. ¡Ay, yo conocía de memoria esa postura! No presagiaba nada bueno, ¿dónde se había metido Lola?

Pasados el Danubio Azul y el Vals de las Flores así como varios tragos por su garganta, mi tío se encontraba en su punto justo, al dente, cuando apareció Lola toda chispeante, enfundada en su traje rojo, insinuándosele juguetona. Una leve sombra de pánico cruzó el semblante de Mauro, neutralizada enseguida por un largo trago de vino. Todo un caballero aún en la traición, le devolvió una inocente sonrisa para, tras cartón, ir girando lentamente hasta quedar distante y de espaldas a Lola  que, por más que lo seguía como las agujas de un reloj se siguen, ella llevaba la de la hora contra la del minutero de él. Era un esfuerzo inútil, muy bien lo sabía yo. 

En una fracción de segundo instaló entre él y Lola dos salones y un recibidor. Mi tío ya estaba en otra, y bien concretamente.

Olvidándose de su novia, amnesia que todavía le sobreviene sin aviso previo cada vez que se le cruza alguna cabeza femenina rubia —auténtica, teñida, oxigenada o pasada por manzanilla—, se lanzó en picada como un albatros (quizás debido a una malformación profesional consecuencia de su entrenamiento en la aeronáutica) sobre una amiga mía que quedó fascinada con el aterrizaje.

Los compases de Strauss abandonaron la escena y Lola, cada vez más cerca de alcanzar el título de ex novia, también. Luego de una mueca que presagiaba una tormenta perfecta, pidió que le abrieran el portero electrónico, ya que bajaría a comprar al  kiosco. Varias invitadas se ofrecieron a prestarle el servicio, encantadas. Entre ellas, las dos enfermeras que enfermaban de falsa rosácea cada vez que se cruzaban con mi tío.

Kitty

Mi tía Kitty era una dama entrada en añísimos dedicada a dar testimonio de la sangre aristocrática que corría por sus venas, consecuencia del linaje heredado de nuestros ancestros, según ella.

En consonancia con dicho convencimiento y ayudada por su figura, vestía cual miembro relevante de alguna ignota monarquía en extinción. Alta, delgadísima, rostro fino de finos labios, nariz aguileña y mirada frontal y altiva, circulaba por la vida con su boquilla, abrigo de pieles y glamour un tanto rancios, envuelta en un dejo de altanería y desdén hacia el resto del mundo. Aún así, quienes la trataban no podían evitar el gran corazón que se albergaba bajo tal fachada de provisoria arrogancia.

Mi primo (su sobrino) no era precisamente una muestra de esa genealogía. Con su simpleza y mínima disposición social, se las arreglaba para pasarla bien a costa del descrédito consiguiente para el presunto abolengo de la familia.

Matías fue y es, en este sentido, un individuo práctico y de pensamiento unívocamente lateral. En esta idea, ante síntomas de sueño se echa donde lo sorprende el cansancio o donde descubre una cama, un sofá o cualquier mueble idóneo. Con la comida se sujeta a idéntico protocolo. Cuando tiene hambre se come lo que sea de quien sea, o aun en ausencia de demandas estomacales, si sucede que avizora un alimento a su alcance. Aunque casi siempre tiene hambre y sueño.

Ergo, en la fiesta se abocó a revolotear de un plato al otro como un enajenado, aspirando cual termita todo comestible que encontraba sin respetar las titularidades de los comensales. Detrás de él, en la cima de unos intimidantes tacones de charol y semi oculta bajo su infatigable sombrero estilo reina de Inglaterra, Kitty trotaba indignada pegándole en la mano con el abanico que sostenían sus dedos nudosos, atiborrados de anillos enormes. A mi primo le dolía. Pero, bajo el dominio de su razonamiento eminentemente tangencial, el dolor era lo de menos y la comida lo de más. No dejó aceituna con carozo en su cruzada manducatoria.

El empezóse

El empezóse del acabóse tuvo lugar cuando Lola, ya de regreso, pulsó el timbre para que le abrieran la puerta de calle. Desde el sexto piso nadie se hizo cargo.

Más timbres: seguidos primero, insostenibles después. Nada. Ni atisbos de abrirle, la gente estaba como distraída. 

Enérgica, prolongada y pujante, la opereta del timbre y los invitados no se otorgaban concesiones. Allí estaba Lola, agarrada al portero electrónico, en la acera de tan distinguido edificio, con frío e impaciencia creciente, indignación y una rabia… Una rabia en concordancia con los ya terroríficos timbrazos que se repetían sin cesar y que, no sé si a causa de la música o por algún pacto telepático mancomunado, generó la pícara indiferencia general.

Hasta que desde el sexto piso se oyó un claro, terrible y feroz grito de guerra proveniente de la planta baja: “¡Abrí, impotentee!"

Siguió una pausa que no anticipaba más que horribles preparativos.

— ¡Abrime, milico de cuarta!

El balcón se convirtió en un palco improvisado repleto de cabezas encimadas mirando hacia abajo.

— ¿Ah, no querés abrir? Pagame, entonces. ¡Pagá, que es lo único que sabés hacer!

Alguien le arrojó un pedazo de soufflé con kétchup.

— ¡Abrí, cornudo! —aullaba Lola, con el dedo apuntando hacia el sexto piso.

—¡Por favor, qué escena tan desagradable y ordinaria! —comentaba Kitty, frunciendo los labios con asco. Es que el sonido, igual que el calor, sube.

No sé si aclaré que mi tío es sordo; todo lo sordo que lo requieran las circunstancias del momento. En este caso, fue muy sordo. Pasado el primer minuto de sorpresa se hizo el desentendido y encabezó un trencito al son de la música, tendiente al desalojo del balcón indiscreto. Al rato bailaba como un adolescente con cuanta rubia se le cruzaba —y se le cruzaron todas, incluso las morenas— a las que les alababa los ojos claros. Pero no había morenas de ojos claros en mi casamiento, salvo… Bueno, no importa.

El fotógrafo, embriagado de arte y de vino, brincaba arrebolado, solo o con compañía, mientras la cámara descansaba en un silloncito Luis XVI. La madre de Jorge, espantada, se refugió en la cocina detrás de una botella de sidra “Manzana Verde” cuyo caudal disminuía con celeridad.

Mis amigos y los parientes de la contraparte estaban pendientes del culebrón; ninguno oprimía el botón del portero eléctrico, entusiasmados con los distintos tonos y letras de las lamentaciones acusadoras de una Lola al rojo vivo que reptaban hasta el sexto piso, como cornetas de campaña. Alguien comparó sus gritos desde la vereda con una serenata innovadora. Hay gente mala, ¡sí, señor! 

Finalmente, un alma anónima, caritativa o sibilina, le abrió.

Lola hizo su entrada hecha una hiena enfundada en su traje que ya era rojo sangre, los ojos inyectados en ídem y un dedo. Un dedo en alto, afilado y acusador apuntando derecho al ojo izquierdo de mi tío que habría ido directo como un misil a enterrarse en el mismo, si éste, con sorprendente plasticidad, no la hubiera detenido tomándole la muñeca.

— ¿Qué te pasa changuita? ¡Ay, te sentís, mal! Vamos que te llevo —susurró broncamente, con una sonrisa a lo Capone. Y la cargó literalmente, desapareciendo por la puerta del recibidor, no sin antes guiñarle un ojo a una de las enfermeras con un gesto cómplice, tipo “ya vengo, no te vayas”.

El estupor generalizado degeneró en un silencio infame, interrumpido —gracias a Baco— por el fotógrafo que en estado de total ebriedad y enloquecido, disparaba fotos en cascada sobre mi esposo. Que no se enteró, ensimismado como estaba a su vez, en una improvisada fiesta de la Vendimia.

Una vez agotado el cateo, Jorge —entonado por los efluvios de Dionisio y los entremeses anteriores— no tuvo mejor idea que trenzarse con todos mis compañeros de baile, acusándolos de querer seducirme, incluido mi primo al que no reconoció, quien alarmado, corrió a refugiarse detrás del sombrero de Kitty.

— Ay, yo le dije a ella que no se casara tan pronto. Mirá como muestra la hilacha. Resultó un loquito, ¿viste? Era como yo decía, nomás —farfullaba Kitty, a quien quisiera escucharla.
Mientras tanto, un marido ajeno que gateaba en el mayor de los anonimatos entre las piernas forradas en seda de Kitty, en busca de sus anteojos perdidos, chilló:

—A ver si hacen callar a la vieja, ¡ja!, ¿marquesa, dice? ¡Por favor, que me desconcentro!

Y Kitty escuchó. Porque si algo tenía Kitty bien aceitado, era el oído. Y, como esa noche, a sus setenta años había tomado más de setenta veces siete, reaccionó descargando una mirada de desprecio infinito sobre el infeliz que, enfurruñado, la observaba desde el piso como un can de casa, asomado entre sus rodillas tapizadas en sedas de Dior.

Muy despacio y sin dejar de fulminar a su víctima con la mirada, al tiempo que estremecía sus hombros con elegancia, Kitty metió una mano de porcelana en su bolso de noche. Los invitados cercanos a ella retrocedieron unos centímetros, conteniendo la respiración. Ajena al interés que había despertado, Kitty retiró de la cartera su puño derecho cerrado, exacerbando la expectativa de los testigos. Con gran parsimonia y para la sorpresa de aquéllos, de la palma de sus manos brotaron unas originales castañuelas traídas de su reciente viaje a la tierra flamenca. Sin dar tiempo a reacción alguna, con inesperada gracia Kitty tomó de la correa —digo, de la corbata— al señor de las gafas perdidas, conduciéndolo en la lamentable postura de cuatro patas hacia el cuadrilátero danzón, obligándolo a rendirse al son de “Soltera pa toa la vida" que ella misma se encargó de cantar, para felicidad del hombre sin lentes. Lástima que se superponía con los acordes de My Way. Pero una confusión la tiene cualquiera.

En eso volvió mi tío con un par de rasguños en la cara, el pelo tirado para adelante, el ojo izquierdo medio cerrado, unos feroces chupones en el cuello con más bárbaras huellas de rouge en la cara. Lola lo había devuelto con el terreno demarcado. Él no le dio la menor importancia. Bailó, brincó y sedujo hasta a los jarrones que quedaron resecos, aclaro. Ni el agua de los floreros se salvó.


Fideo Fino

Con la complicidad de tanto salto sorpresivo, una espesa nube cargada de confusión y finísimos vapores etílicos se había adueñado del ambiente.

La gente se divertía como loca.

Mi futuro ex esposo contribuyó a la sobrecarga ambiental en forma instantánea: agarró de la mano a mi tío, que se entregaba ya casi a cualquier payasada, y cruzando ambos sus brazos entrelazados brincaron Fideo Fino, cantando a viva voz “dos elefantes se columpiaban sobre la tela de una araña, como veían qué resistían, fueron a buscar otro elefante”. Enseguida sacaban a bailar (es un decir) a cualquiera de entre los presentes sobrevivientes. Yo me reía no sé de qué.

Le doleur exquise me recordó que necesitaba cambiarme los zapatos. Pero tuve inconvenientes. La puerta de uno de los dormitorios me fue cerrada en la cara. "¿Podrá ser posible lo que estoy pensando?", me extrañé, escandalizada. Tomé distancia asegurándome de la ausencia de testigos involuntarios y arremetí contra la puerta de una feroz y efectiva patada. Se abrió dejando a la vista a mi primo, rodeado de helado y bocados, abstraído totalmente en la exhibición de Superman II. Abandoné los zapatos a su propio azar, pedí perdón a mi primo que ni me escuchó y me fui dispuesta a acabar con aquella fiesta desmadrada.

El gran salón comedor era para entonces un enorme saloon del Oeste en el que un número incierto de varones desaforados de todas las edades y profesiones de bien, hacían Fideo Fino, entonando “veinte elefantes se columpiaban sobre la tela de una araña, como veían que resistían fueron a buscar otro elefante”.

El fotógrafo era la estrella de la noche. Se lucía con algo así como capoeira en el centro de los bailarines del Fideo Fino. Aunque en realidad parece que se había agachado y no lograba erguirse.

El brindis

Yo fui corriendo a buscar la torta para atemperar el dislate. Justo cuando la partíamos, mano sobre mano, “uno para ambos y ambos para mí”, nos juramos Jorge y yo, irrumpió una insólita Lola en jeans y sandalias, con el rimel corrido y muy desbocada, gritando que "ese impotente" no iba a desalojarla así nomás de su lado, ni de "su" fiesta.

Sobrevino un incómodo silencio.

El cántico masculino se interrumpió cuando ya andaba por los sesenta elefantes, mientras algunos bailarines azorados eran ayudados por sus esposas a levantarse del piso. Fue un momento sacrosanto, diríase, por la armonía que imperó, leve y fugitiva.

De pronto y al unísono, el movimiento se reanudó en una uniforme y tumultuosa carrera hacia los guardarropas. Algunos invitados empezaron a despedirse diciendo que al otro día viajaban, otros que al otro día partían de viaje, ¡todos viajaban! Incluso el fotógrafo.

El acabóse

En la confusión, mi tío no pudo esquivar a Lola y fueron a dar al fondo de un mullido sillón, con tan mala suerte que quedaron abrazados. No tardaron en hacerse mimos y ya ninguno de ambos se acordó quién empezó qué cosa.

La enfermera se despidió dedicándole a mi tío una mirada resentida. Sus últimas palabras, antes de irse "porque en unas horas tengo terapia, hoy me toca”, fueron que Mauro era "un típico milico de cuarta."

Mientras, la vecina del séptimo, cansada de golpear la puerta, nos avisaba a través del balcón que ya había llamado a la policía a causa del griterío. Aunque creo que dijo “puterío”. No sé, la verdad.

Jorge y yo nos miramos, agarramos los zapatos y en puntas de pie abandonamos el campo de guerra.

Baile de disfraces

Como las llaves del auto las tenía mi tío que estaba perdido en los brazos, piernas y uñas de Lola, nos paramos en la esquina del Jardín Zoológico a las 4 AM, esperando un taxi salvador.

No sólo ninguno se detuvo. Un par que amagó hacerlo, después de mirarnos curiosamente, viró sin volver la marcha atrás.

Hasta que uno medio achispado se apiadó.

Durante el viaje imperó un silencio sepulcral.

No obstante, intrigadísimo por nuestro aspecto, el chofer no nos quitaba la vista de encima por el espejo retrovisor. A mitad de camino no pudo más con la curiosidad.

— ¿Y chicos, estuvo bueno el baile de disfraces? No sabía que el Zoo abría de noche. ¿O fue en el Botánico?

—¿… ?

— ¡Qué buena iniciativa, la de esta intendencia! Los voy a volver a votar.



domingo, 26 de julio de 2020

Raíz de abedul



La biblioteca del tiempo

Salta, 16 de diciembre de 1945

Con mantilla de menta después de la lluvia, la mañana se desperezaba detrás de los cerros. Arturo respiró hondo y se dispuso a recorrer el campo, como siempre que regresaba a su tierra. Aunque esta vez se dirigió primero a la biblioteca para dejar la carta.

Esa biblioteca enchapada en raíz de abedul era un armario misterioso. Escudriñó pensativo al mueble que, silencioso y arrogante, generaba respeto desde su imponente claustro. Arturo se sacudió un sesgo de sobrecogimiento. Lo importante era la carta. De allí la retiraría el empleado de correos. Pensó en Clara, en lo lejos que estaba y en cuánto tiempo faltaba para su retorno. Sonrió con nostalgia. ¡Ay!, esos momentos en los que el piano y los libros los separaban del mundo; cuando entre besos, letras y partituras el tiempo era apenas un convidado olvidable ¡cómo los atesoraba!


Setenta años después

Santa Fe, agosto de 2016

La noche helada pegaba extrañas figuras en los vitraux de un delicado degradé ambarino. Hacía frío en la espaciosa sala y los pies de Clara se movían inquietos, en un esfuerzo inconsciente por entrar en calor. En tanto, apresuraba la lectura de los últimos capítulos de "Desiré". 

Con solo 22 años, ya era bibliotecaria diplomada y al otro día tenía trabajo. Consultó el gran reloj de pared: las diez de la noche. Cerró el libro y con un suspiro de cansancio fue a dejarlo en la biblioteca. Su perro la siguió con pereza. Era un mueble bien singular aquella biblioteca traída desde Salta muchísimos años atrás. Según el abuelo, su adquisición estuvo plagada de misterios. Detuvo la mirada en la estantería acusada: totalmente enchapado en raíz de abedul, el precioso mueble —además de la población de libros que albergaba con la confianza de la habitualidad— exhibía en su frente la leyenda: “Para Dios un día es como mil años, y mil años como un día”. Clara sacudió los hombros. Los párpados le pesaban. 

Al guardar el libro, sus dedos tropezaron con un sobre de papel bastante añejo. No estaba antes allí antes, eso era seguro. Tras una vacilación, lo abrió despacio, como si tocase algo ajeno. Contenía una carta cuyas hojas hubo de separar con cuidado de no rasgarlas, dado su envejecimiento. Extendió el papel y comenzó a leer.

                                                  “Salta 15 de diciembre de 1945.

Mi queridísima Clara:

Ya ves, lo primero que hago al llegar es escribirte. Es tan difícil aceptar el hecho que luego de unas cuantas horas esté tan lejos de ti. Siento aún la alegría de saber que anochecía y que tenía que ir a verte. Me desespera el pensar que todavía tengo que permanecer un mes aquí, mi querida Clara, y me causa una humilde alegría saber que por estas líneas estamos conversando; me parece verte apoyada en la puerta de tu casa. Son como las diez de la noche y yo estoy sentado encima de la cama, escribiéndote, teniendo como mesa la radio que está en pleno funcionamiento. El piano se cuela con una de tus favoritas: las Bagatelles. Afuera está lloviendo fuerte. Te digo esto para tener la ilusión que estoy contigo y sepas lo que hago en este momento. Me pasé casi todo el día leyendo el libro “La Esperanza” que me diste y que resulta bastante bueno, trata nada menos que de la guerra civil española. ¿Y tú cómo vas con “Desiré”? Te envío la foto que nos tomamos la tarde que nos despedimos.

Bueno, mi querida Clarita, con toda el alma deseo que estés completamente bien en compañía de los tuyos. Te besa, Arturo.”

Clara quedó atónita. ¿Cómo podía existir una carta fechada setenta años atrás, dirigida a su persona? ¿Y esa foto de un hombre moreno junto a ella? Eso no era posible. Miró hacia el ventanal: una lluvia monótona y helada invitaba al relax, aunque era lo que menos sentía en ese momento. Prendió la radio a fin de tranquilizarse un poco pero no lo logró: las Bagatelles de Beethoven derramaban sus dulzuras, ingenuas y desafiantes.

Advirtió que el ambiente había variado sustancialmente.

Más que nada, los olores y los sonidos. Eran como ecos de un tiempo rescatado del olvido. Se asomó a la ventana y no pudo creer lo que veía: en la vereda, niñas con trenzas y vestidos floreados jugando a la rayuela y niños con pantalones cortos tirando bolitas contra la pared. Por la calle adoquinada se desplazaban vehículos de colección a velocidades incomprensiblemente lentas. Afanoso, el carro del lechero se detenía de puerta en puerta dejando un botellón verde e, indiferente, un tranvía daba pasos de ciempiés. El aire olía a menta fresca.

 

El sol se filtraba a raudales por los alegres vitraux de la sala dibujando asteriscos de luz sobre el rostro durmiente de Clara. Los amables lengüetazos que su cachorro le dedicó, a modo de lavado de cara, la despabilaron con algún sobresalto. Se incorporó con la carta todavía en la mano y observó el reloj de pared. Era tardísimo. Examinó al impertérrito mueble de raíz de abedul con gran desconfianza. “Debo estar enloqueciendo”. Intrigada, se asomó a la ventana: ni rastros de tranvías ni de niñas con trenzas; tampoco de carros de lechero. En cambio, pudo ver el paisaje habitual de su cuadra: motos estacionadas en la vereda y el local de internet con las luces de neón girando sin fin. En la esquina, flemáticos, parpadeaban los semáforos. Sacudió la cabeza, incrédula. No le sobraba el tiempo para elucubraciones, debía llegar sin demora a su trabajo en la biblioteca.

El día transcurrió con el suficiente movimiento de estudiantes y lectores como para impedirle un análisis concienzudo de los acontecimientos recientes.

Un joven irrumpió en la sala deteniendo sus cavilaciones.  

 —Buenas tardes. Perdón por la hora, señorita. ¿Tengo tiempo de registrarme? Quisiera llevar un libro en préstamo—, dijo el muchacho, agitado por el apuro, al tiempo que le alargaba su documento para el trámite.

Clara accedió y le entregó el formulario para rellenar con sus datos.

Mientras disponía todo para cerrar, lo miró de reojo. Era bastante atractivo. Además, le resultaba vagamente familiar... La foto junto a la carta ¡era el!

El joven entregó la ficha ya completa.

— ¿Qué libro va a llevar? — preguntó ella, con un progresivo temblor en la voz.

— La Esperanza. Es un libro sobre la guerra civil española, no recuerdo el autor.

Clara apenas se inmutó. Semejante cadena de ¿casualidades? la sobrepasaba. Y aunque el corazón le daba saltos desacompasados a su pesar, trató de ignorarlo. Tomó el ejemplar de la estantería y lo entregó al flamante socio, no sin antes anotar sus datos en la tarjeta de la contratapa. Nombre: Arturo Fernández, oriundo de Salta. Ocupación: Estudiante.

— Acá tiene. La Esperanza, de André Malraux.

Salieron juntos de la biblioteca. Ella llevaba en la mano la novela “Desiré”.

Arturo tocó el libro rozándole los dedos y sonrió.

— Una buena lectura. — Y mirándola pensativo, agregó:

— Me pregunto si tendrás un rato para… ¿Hablar de estos libros que nos hemos traído?

Ya entrada la noche, se separaron con la promesa de otro encuentro. La figura de Clara, apoyada en la puerta de su casa, abrochó con ternura el corazón de Arturo.

El aire olía a teclas de piano. Si es que eso era posible.





miércoles, 22 de julio de 2020

Una boda complicada


 Los tacos agujas
Amo los tacos aguja. No me incomoda declarar que no me incomodan, salvo esa vez que ¡me casé!

El pelo
Todo estaba primorosamente listo: los zapatos con guardas griegas, el vestido de gasa griega y la trenza de perlas y raso, para lucir mi melena ¡tan griega!

Lástima que con esa habilidad que algunos tenemos para arruinar los momentos perfectos yo hice maravillas, ratificando así una pacífica y continua jurisprudencia personal.

Se me ocurrió ir a la peluquería una semana antes de la boda, sólo para recortar las puntas. Cabe señalar que mi cabecita ostentaba para entonces una melena al hombro, lisísima, rematada por un flequillo liso también importado directamente del Peloponeso a mi frente. Imaginen esa guirnalda de perlas y raso reposando en semejante melena. Una diosa griega, eso iba a ser por una noche.

Pero siempre alguien o algo suele malograr los planes.

El peluquero, al que todavía ando buscando, se dedicó a la labor con el apasionamiento de un genio delirante: entresacaba mechones armado de unas tijeras desdentadas dando saltitos de satisfacción al compás de una frenética música retro mientras las tijeras, desenfrenadas, no se detuvieron hasta dejarme con el pelo indignado y contestatario. Además pagué por el disgusto, retirándome errabunda, furibunda e iracunda, a lo que adicioné una pelea tremebunda con mi futuro ex-esposo.

Claro que ahora me río del río de consecuencias que por un pelo corrió por los bordes de esa boda. Pensar que era sólo el principio.

Los padrinos
La boda sería apadrinada por mi tío y la señora madre de mi ex esposo, que debía viajar desde tierra adentro hacia la capital.

Mi tío, un bon vivant en toda la regla —aunque con una sordera que lo deja a salvo de innombrables inconvenientes—, es en esencia una buena persona. Dicha calidad es la que permite perdonarle los yerros más espantosos que comete empecinada y reiteradamente, sin variar un ápice su mirada cándida y sorprendida.

Es necesario destacar, antes de pasar al desatino siguiente, que entre los invitados al evento se contaban las damas de honor: un par de enfermeras amorosas, de edad incierta y presencia agradable, a quienes yo guardaba singular aprecio y gratitud, dada la abnegación con que cuidaron de mi madre en su larga enfermedad. Ambas, solteras y sin lobos a la vista contra su expresa voluntad, eran incondicionales admiradoras en secreto a voces de la fina estampa que todavía exhibía mi tío.

— ¿Va a viajar la madre de Jorge? —preguntaba Chela, cada dos por tres, estudiándome a través de una pesada cortina de rimel.

—Sí. Sí, Chela. No te preocupes.

— ¡Ay!, querida —susurraba Elena por detrás— ¿No te das cuenta? Se desespera por ser la madrina. Le encantaría salir de la iglesia del brazo de tu tío.

—Basta, che, no seas así —contestaba yo, fastidiada.

— ¿Así, cómo? No, tesoro, ella sería ideal para ese papel. Aunque no sé si cuenta con la ropa adecuada. Yo, en cambio, no tendría inconveniente, ¿sabés? Sólo para que te quedes tranquila, te digo que madrina no va a faltarle a Jorge.

Me cayó la ficha: las dos aspiraban a dicho papel, no por Jorge ni por mí, estaba más que claro. ¿Qué esperarían obtener de mi tío, en caso de desfilar a su lado al cierre de la ceremonia?

El consorcio
Era mejor no lidiar con tales elucubraciones, bastante liada estaba yo con mis preparativos y los enredos generados en el edificio donde residía mi tío, en cuyo noble piso tendría lugar la fiesta.

Parece ser que mi tío y su novia del momento protagonizaban escandalotes variopintos a altas horas de la noche, despertando a los vecinos, la ira de los vecinos y las quejas de los ídem. Concretas. Y en grado de incremento. De todo eso me desayuné cuando fuimos con mi consorte a disponer los arreglos para la fiesta.

En el elevador, no nos saludaron. Y fuera del elevador, tampoco. "¡Qué raro!", pensé.  "Si esta gente a mí me conoce".

El portero develó el intríngulis: los vecinos, con la paciencia colgando de un hilo, enterados que habría fiesta, evaluaban llamar a una asamblea extraordinaria para impedir el festejo. “¿Ah, sí? No me diga, Alberto. Bueno, no se preocupe. Y gracias por el dato. Ya le haremos llegar un poco de torta y champagne”.

Respiré. Entre que se convocaba a asamblea de consorcistas, se enviaban las notificaciones del caso y demás diligencias, nosotros ya andaríamos en plena luna de miel.

La novia de mi tío
No sé si lo mencioné. Mi tío es un militar retirado por obra y gracia de un paracaídas que no paró su caída, allá por el año 1950. Ergo, le fue otorgado el retiro de la fuerza, beneficio éste que lo lanzó al ruedo de la noche y festicholas de todo tenor. Y a los brazos de señoras de todo rango y pelaje.

La novia de mi tío, Lola, conforma un capítulo aparte que no le dedicaré. Es suficiente con que indique que no es una mala  mujer, que ya no trabaja como dama de compañía, digamos,  pero con las mañas intactas de cuando estaba en actividad.

Mi único miedo, francamente, se centraba en el atuendo que podría escoger para la ocasión. Y las ideas que pudiera aportar. No me equivoqué: convenció a mi tío de que para la ceremonia religiosa vistiera el uniforme de gala de la Aeronáutica ¡en nuestro país!, en el que el resentimiento post proceso militar no tenía, tiene, ni tendrá un fin consensuado en el corto plazo. Además, por principios propios que no vienen al caso, yo me resistí tenazmente a semejante despropósito.

Finalmente, primó la cordura y abandonaron la idea, creo que por cansancio. Me relajé. Sólo faltaba un día. En cuanto a su propia vestimenta, ella declaró: “Yo voy de rojo. De traje sastre rojo”. Listo. Si era traje sastre, estaba todo bien.

Los ajetreos previos
Mientras tanto, la madre de mi futuro-ex no llegaba, lo cual exacerbaba las expectativas de las damas de honor que se volvían cada vez más paranoicas una respecto de la otra, en regla directamente proporcional a la falta de noticias de mi suegra y a las vestimentas que se estaban preparando por las dudas, a escondidas.

El día D estaba previsto que yo arribaría a la iglesia a bordo del infatigable Torino azul de mi tío, del que no se separa ni para ir al sanitario. Inútiles fueron los intentos de disuadirlo. Lo que no supe hasta último momento — ¡menos mal!— era que no tenía pensado colocarse al volante. Por lo tanto, cuando anunció sonriente que el chofer sería mi primo —un muchacho con ciertos desencuentros mentales— casi me infarto. No porque no supiera conducir. Sino por las escenas que solían protagonizar padre e hijo cuando se suscitaba alguna diferencia, que era casi siempre. Entre la sordera de mi tío y sus gritos que se estampaban contra la especial  tozudez de mi primo, conformaban un dúo de locos que no pasaba desapercibido en ninguna parte.

Llegado el gran día, mi futura ex suegra seguía sin dar señales de vida. Tampoco se dignó hacer una mísera llamada telefónica, aunque por sus parientes supimos que estaba en viaje. Lo cual acarreó más de un inconveniente, todos enojosos, quejosos, odiosos y progresivos en tanto pasaban las horas, dando lugar a deshonras entre las damas de honor, amiguísimas hasta hacía muy poco tiempo.

Por mi parte, desestimé cualquier arrime de comadreo y me concentré con esmero en el vestuario nupcial. No contenta con el macabro episodio protagonizado en la peluquería —soy insaciable— me metí en aquellos zapatos blanquísimos, ribeteados por guardas en zig zag de una especie de tul firmemente entramado. Dichos ribetes iban a arañar durante toda la noche, concienzudos, mis piecitos manicurados, sin pausa ni piedad, haciéndome experimentar el dolor exquisito, hasta el extremo que de diosa griega no quedaría sino una brumosa intención.

No obstante, pasé con creces el examen del espejo. Aunque no el de mi tío, que pretendió sin éxito que me maquillara con más énfasis; como una puerta, de ser posible. Fue complicado, pero no demasiado por suerte, hacerle comprender que no nos esperaba un baile de boliche. Menos, un salón de tango. Sino una boda, y que su sobrina era la novia.

Las flores
Cuando ya soplaba un airecillo benévolo en los ánimos y faltaba apenas una hora para la ceremonia, un llamado desesperado de mi futuro ex esposo desequilibró tan precaria paz: el sacristán se había emperrado –según sus palabras- en cobrar el arreglo floral que mi príncipe, sencillamente, no había pagado. Y en ese momento –ni en ningún momento, según pude experimentar- tenía un peso partido por la mitad. ¡Madre mía! Telefoneé al sacristán para explicarle que las flores se le abonarían sin falta después de la ceremonia (una vergüenza), que por favor nos comprenda. No hubo caso. El hombre casi clamaba en una irritante letanía: cambiaría todo y colocaría unos arreglos de plástico. “¡Pero no elegimos eso!” protesté.

Soy incapaz de recordar cómo se solucionó este asunto. Sé que se arregló, no sin una previa seguidilla de llamados histéricos que se estrellaron contra las flores (pero no las del Mal) y una tarjeta de crédito exhausta de último momento.

Las madrinas
— ¿Vamos, chiquita? — dijo mi tío, sonriente y cariñoso, ajeno a la pequeña hecatombe recientemente neutralizada.

En eso, sonó de nuevo el teléfono. Otra vez Jorge.

—Che, nena, ¿mi vieja fue para allá?

—Hola, no. No, Jorge.

Un silencio sepulcral imperó detrás de la línea. Luego, un suspiro resignado.

—Mira, estee …  Acá madrinas no faltan, pero hay algunas discusiones. No sé cómo decirte —casi lloró mi príncipe.

— ¿Dónde corno estás? —le susurré, amorosa.

—En una cabina pública. Me escabullí. Es que en la sacristía están Chela y Elena, peleando por mi madrinazgo y me piden que decida. ¿Qué hago, Moni?

Ah, no. En ese momento me fui al éter. Y me asaltó un interrogante extrañísimo. ¿Qué película pasarían por la tele? Siendo las diez de la noche de un sábado, capaz  exhibían algo como un casamiento, qué se yo. En ese instante, un montón de gente se disponía, armada de pizza y helado, a meterse de cabeza en alguna peli. Y yo allí, en semejante embrollo.

Un lamento masculino del otro lado de la línea me regresó a la dulce realidad. Salí del paso con una mentira piadosa:

—Quedate tranquilo, mi amor; vas a ver que tu madre vendrá. Dale, amor, que ya salgo para allá. Un beso.

Me aflojé un poco. Después de todo, qué más daba. Quizás volarían algunos manotazos, pero  alguna dama triunfante saldría del brazo de mi tío por la nave central.

Camino a la iglesia
Abordamos el Torino azul los tres. En el asiento de atrás, mi tío, de impecable ambo gris oscuro y yo, trasformada en una anti-diosa griega desmechada. Al volante, mi primo, súper trajeado. Respiré hondo. “Tengo que disfrutar esto”, me dije, entre encantada y temerosa. Esa intuición que pocas veces me falla no me dejaba en paz. Exhalando lentamente el aire, giré la cabeza hacia la ventanilla, descomprimiendo el cuello.

"¡Qué...!" El estupor reemplazó mi incipiente descompresión. “La plaza. ¿Qué hacía allí la plaza?" No podía ser.

— ¡No, Matías! Este no es el camino a la iglesia, ¡estás yendo para el lado contrario! —grazné etéreamente.

¡Dios mío! Era tardísimo.

—No pasa nada, prima. Todo bien, vamos a buscar a Lola.

— ¿Cómo? —musité afónica y agónica ante la noticia.

—Sí, prima, tranquila vos.

—Pero… —me volví desesperada a mi tío —Mauro, es muy tarde. ¿Lola no iba por su cuenta? —le grité al oído que alojaba el audífono de mejor funcionamiento.

— ¿Qué sucede, mi amor? —se sorprendió—. ¡Ah, estás nerviosa, chiquita! —concluyó emocionado, colocando su mano en la mía.

Me horroricé.

—Mauro, no hay tiempo de ir por Lola. ¡Mirá la hora! —Imploré con desesperación—. ¡Encima el cura está enojado por lo de las flores! —gimoteé desencajada.

Mi tío me contempló entre absorto y sobresaltado.

—Chiquita, no grites que me retumba el oído. Olvidé cambiarle la pila a este aparato.

(¡Dios!)

A todo esto, ya estábamos en la puerta del edificio de Lola. Matías venía de tocar el portero.

—Papi, dice Lola que hay que esperar porque no encuentra las medias.

Esperamos veinte largos minutos. Finalmente apareció con su traje rojo. Un poco llamativo, pero debo reconocer que no estaba mal.

No bien nos vio, se plantó al costado del Torino con cara de bóveda, iniciando un insólito altercado con mi tío: ella no viajaría adelante, al lado del chofer, de ninguna manera. Su lugar estaba junto a su hombre. Vanos fueron los desesperados intentos míos y de mi primo para que se ubicara en el asiento delantero "y lo resolvemos en el camino, Lola, ¡por favor!"

Mi tío, más rápido que la luz, ya tenía puesta su conocidísima mueca de sorpresa e incomprensión, el muy ladino, que incluía la mirada perdida en lontananza. Claro que para cuando las papas quemaron, no tuvo más remedio que intervenir.

Ignoro hasta el día de hoy bajo qué clase de soborno, pero me imagino, la convenció de que el más elemental protocolo impedía arribar a la iglesia en esa disposición. Y ella aceptó. ¡Bah!, es un modo de decir.

La susodicha protestó todo el viaje tocándole a cada rato el brazo a mi primo para asegurarse de que era escuchada. Esto puso nervioso a Matías, que empezó a colocar mal las marchas conduciendo erráticamente, lo que a su vez arrojó como consecuencia una prolífica siembra de insultos de todo calibre en la población automovilística inmediata, mediata y colindante.

Mi tío se sumó a la cruzada gritándole furiosa e inútilmente.

—Pero, Matías, pedazo de crustáceo, doblá de una vez. No, por ahí no. ¿No ves que no se puede girar? ¡Ay, qué chiquito tan desorientado este! ¡Si será opa!

Y mientras decía esto le sacudía la butaca para que reaccionara, al tiempo que se aflojaba y ajustaba el nudo de la corbata como un enajenado. Mi primo le contestaba a todo “Está bien, papi.”

— ¡Pero, no! ¡Doblá! ¿No ves, chiquito, que nos vamos al carajo?

El auto se movía como una coctelera.

—Está bien, papi. Prima, ¿Jorge ya habrá llegado?

Antes de que yo pudiera reaccionar, mi tío volvió a la carga gesticulando como un poseído.

— ¡Matías, querido, doblá de una vez! Ay, ¡pero qué desgraciado había sabido ser este chango! —, se lamentaba, agarrándose la cabeza.

—Está bien, papi, quedate tranquilo — Mi primo sonreía. Estaba contento con el casamiento. 

Un insulto de otro automovilista se mezcló en el monoambiente vehicular sin que ninguno nos sorprendiéramos.

Mi tío, que tenía el semblante descompuesto de la rabia y los nervios y el control perdidos, se despachó con una brutal palabrota al conductor del vehículo aledaño que, ahí nomás, gritando toda clase de improperios, plantó el freno listo para tirársenos encima.

— ¡Seguí Mati! No te detengas. Dale, ¡acelerá! —supliqué, aterrorizada por el giro que tomaban los acontecimientos.

— ¡Acelerá, chango! —ladró mi tío, dándole un golpe rápido en la nuca a mi primo, al tiempo que dedicaba un feroz corte de manga al embravecido automovilista agredido.

Para no ser menos, Matías, repentinamente fascinado con los hechos, mandó a  paseo al tipo enseñándole el dedo del medio hacia arriba, tras lo cual aceleró como un bólido, mientras un semáforo ¿en stop? quedó atrás como un suspiro. Mi tío, ensimismado, soltaba una batería de juramentos que mis oídos jamás habían tenido el disgusto de escuchar.

— ¡Doblá de una vez, Matías! Ay, este changuito, pobrecito, si será tan infeliz.

—Está bien, papi.

Yo estaba azorada y trataba sin éxito de hacerme escuchar en la refriega.

—No importa, Mauro. Dejalo que vamos a llegar igual —le chillé al audífono casi sin pila, desorbitada y con mis mechas desmechadas como alambres de púas.

Lola, ajena a todo, se limaba una uña del dedo meñique.

Súbitamente, mi primo dobló.

"Sí, quiero"
Por fin, llegamos. De pronto, al avizorar la iglesia, todos nos callamos y sonreímos en un tácito composé. La puerta azul se abrió y yo descendí, grácil como una vestal griega. Algunos flashes oportunos inmortalizaron el momento y mi sonrisa en cinemascope.

Un monaguillo malhumorado salió corriendo a dar la orden de abrir las puertas de la iglesia y otro, más malhumorado aún, nos indicó el punto exacto de partida.

Cuando me vi delante de las imponentes puertas aún cerradas, un temblor involuntario me recorrió de pies a cabeza. Aunque poco duró el principio de emoción nupcial. Cierto murmullo creciente detrás nuestro hizo que me volviera. Lola y el sacristán en progresivo estado de irritabilidad discutían acaloradamente. “¿Y ahora... qué?”, me dije, mirando la incomprensible escena.

En ese instante, la voz del sacristán se impuso sobre la de ella.

—No señora. No puede ingresar del brazo del hijo de su novio por la nave central. Solo la novia y el padrino. Haga el favor de dirigirse por la entrada lateral.

Lo que faltaba. Estaba loca en serio.

No había caso. Insistía como una poseída, agarrada a la manga del pobre sacristán que se libró del absurdo apresamiento de un tirón espectacular. De inmediato pegó media vuelta encrespado, con la vista fija en su reloj de pulsera.

De repente nos miró a mi tío y a mí, como si reparase en nosotros por primera vez.

— ¡Entren! —ordenó con cara de pocos amigos.

Se escucharon los acordes del Ave María.

Mi tío y yo, empujados con cristiana caridad por el sacristán, hicimos pie bruscamente en el pasillo central. Detrás y casi sobre nuestros talones un sonoro portazo selló la entrada principal en las narices de Lola, que ya se había colgado del brazo de mi primo, lista para colarse.

Puestos en la marcha sobre la alfombra roja, mi tío me codeó para que aflojara el gesto. Entonces sonreí, mientras avanzábamos con la solemnidad que el caso requería. Sonreí lo más bien a los concurrentes. Lástima que desde los bancos sólo recibí miradas de cansancio y reproche de quienes no dormitaban, tipo: “Vos siempre igual, ¿eh? Tarde, para variar. Ni siquiera hoy..." Y, sí. Llevábamos un atraso de una hora y media. Pero al pie del altar estaba Jorge, visiblemente conmovido, ¡escoltado por su señora madre!

Ah, ¡qué alivio, por Dios! ¡Qué alivio sentí cuando la vi!

El dolor exquisito
Ya saliendo de la iglesia, acosada por Pompas y Circunstancias, con el dolor exquisito en pies y cabeza, solo quedaba inerme mi vestido de gasa griega.

Pero no. Era mayo, generalmente un mes de temperatura media o templada por estos lares, menos esa noche. Doce grados escoltados por un vendaval sureño me congelaron el alma, los dedos, la espalda, los hombros y la sonrisa, que se volvió de tiza, hecha trizas contra todo intento de elegancia. Que para entonces, ya era rancia y de pretensa arrogancia.

Epílogo
Entre los besos, salutaciones, abrazos y puñados de arroz que alborotaron el atrio, no pude evitar ponerle el oído a cierto chisme. Parece que dado el atraso de la madre de mi consorte, y ante la inminencia de la ceremonia, ciertas señoras muy aseñoradas llegaron a no dirigirse la palabra en el fragor de la pulseada originada cuando, justo a tiempo e inocente de todo el alboroto desatado, arribó mi futura ex suegra, saludando como si fuera Evita.

Y mi tío no se enteró jamás -o sí, y se hizo el gallo distraído-, de los suspiros, quejas y ofensas que generó entre las damas, a punto de dejar de serlo, en la bajeza de la disputa. Él, sólo avanzó a mi lado orgulloso y emocionado, guapísimo, con un par de zapatos impecables, brillantes y ¡de un color diferente cada uno!

Y esto no es todo. Pero la fiesta, es otro cuento.

¡Todavía no me acostumbré a los éxitos que acumulé en una sola noche!

Aunque algo aprendí: desde esa época, uso melena. Y cuando voy a la peluquería, lo hago acompañada de un infaltable dolor exquisito.