Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)
Mostrando entradas con la etiqueta Prosa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Prosa. Mostrar todas las entradas

martes, 22 de septiembre de 2020

El camino a Sepultura

 

Praia da Sepultura, municipio de Bombinhas, Brasil 


El arbitrario camino a la playa de Sepultura hace siglos que navega arrastrando el continente sin reconocer puertos de cordura.

 Se conduce entre raíces aéreas, barreras de silencio y chillidos, sombras agotadas de gotas luminosas y tramos donde reina un extraño crepitar: son peces aprendices de pájaros convocados al ruego de un mar ambarino y persuasivo, invisible para el pasante silencioso.

Interrumpen el cónclave mariposas trasparentes o completamente azules empeñadas en desandar una y otra vez el andén aéreo, surcado por andariveles envueltos en jade y por cañas jadeantes de caireles azucarados.

El camino a Sepultura estira sus dedos membranosos al cielo y con uñas de roja flor araña el corazón del atardecer ronroneante y dulzón, atrapado en las redes que tiende una botella grávida de anochecer. Esa que vierte lágrimas de ron sobre el tapete del horizonte, que a veces se da vuelta y, colocándose un collar de perlas, practica ballet a la luz de la luna. Al contacto de sus pies de plata ¡la fría piedra reverbera!

Luego desciende por desvaríos de agua hacia un depósito de madreperlas custodiado por un esclavo y un buzo entregados a un litigio que lleva siglos ausente de resolución. Ambos se pierden y se encuentran una y otra vez,  examinando sus venturas y desventuras en confines acuáticos, bajo la arena póstuma de cuarzo y estrellas, acosados por bailarinas desvencijadas de aletas y amantes de mirada amatista, todas extranjeras.

El camino a Sepultura confunde y remite a error induciendo al arrepentimiento y al regreso por las dudas, por temor y por certeza. Y porque está sellado justo en el acceso, donde la única urgencia es que se nace un poco cada día.

Los incautos que ingresan, se comenta, quedan atrapados en una suerte de encanto del que no pueden sustraerse. Forzados a volver, o a tener noches de sueños recurrentes.

Aunque no se puede vivir volviendo.

Porque los efectos del vino que escancian sus escalones resinosos son de absolución irreversible. Y porque los cántaros donde se guarda reposan encadenados al cuello de una tortuga que navega hace siglos y que nadie ha logrado ver.

 Tal vez debido a que, al igual que su Autor, está demasiado expuesta.


sábado, 12 de septiembre de 2020

Entre Tú y yo


“… porque donde esté tu tesoro,
allí estará también tu corazón”.
(Mateo 6, 21)


No sé para qué traigo este libro si se me cierran los ojos.

Desligo mi mirada del pasado y devuelvo la arena a la ventisca. 

El libro se deshoja ceniciento de argumentos. Prescindo de él y me instalo en un recodo ausente de ternura.
                                        
Sin embargo, Tú me esperas.

Una terraza anticipa el encuentro. Hay una hamaca blanca en la que un niño dormita cuentos de bosques escondidos. Lo despierto, le pregunto por Ti. Me dice que te has ido conmigo, que debiera yo saberlo bien.

Abandono esa respuesta y me reanudo en silencios. 

La cordura me implica en desconciertos crueles. Pero no me detengo, conozco bien las trampas de la inercia, en el interior la penumbra es espesa. 

Avanzo a tientas y dejo atrás varias puertas. Llego a una recámara dominada por la amplitud. El cielorraso exhibe maderas de oriente y tapices de exquisitos azules. Los admiro incrédula: la seda es tan ligera que parece camisa de ángeles.
 
De inmediato me gana un dolor insoportable y pierdo equilibrio a pasos agigantados.

Tú me abrazas, sonríes y enlazas mi cintura tiernamente. Yo no me percato, dudo sobre qué debo sentir.

En tanto, ya es el mediodía. 

Los amplios ventanales me seducen y te olvido. Ya no deseo encontrarte.

Perdóname.

A mi lado, en el balaustre, reinan dos copas de cristal. Una de ellas está minada por imperceptibles rajaduras. Vacilo, ante la inminencia de una herida que no llegará nunca, porque ya se ha instalado entre tú y yo mucho antes.

He malgastado mi inocencia.  

Salgo de allí empujada por congojas antiguas y arribo a una playa de topografía accidentada. Eso me exaspera. Enseguida advierto el fraude de un sueño intruso y hostil.

Libero los sentidos de toda confusión y empiezo a caminar.

El niño que dormitaba cuentos de bosques escondidos viene detrás. También una niña que se confunde conmigo y que, a ratos, pierde brillo y docilidad. Me tiende las manos. Intento mirar las mías, pero sólo veo las tuyas. Y entre Tú y yo, una ternura que me aprisiona y enloquece, por reacción de mi propia rebeldía.

Un poco más alejado, un hombre vende lienzos de colores. Los ha tendido en hilos apenas visibles y, no sé por qué, se me antojan ilusiones errantes condenadas a la soledad de los arenales. El hombre me ignora.

Prosigo mi marcha. El niño viene, aunque ahora me irrita su presencia.

Ante mi vista se extiende un conjunto de catedrales enclavadas en esa playa pesadillesca, en la que incluso el río desluce, ausente de armonía y sonido. 

             Necesito salir.

Pero estoy afuera, de pie ante una catedral de fino mármol claro e infinitos escalones que, como encajes de aquella seda, rematan en un atrio espectacular.

Me invade una frustración enorme: son tantos, pero tantos escalones que declino la absurda invitación y decido continuar. Sin embargo, un destello me encandila. Elevo la mirada y ya no logro apartar los ojos de las rosas esculpidas en la magnífica piedra. La delicada arquitectura de la fachada me resulta perturbadora. 

         Yo dudo, pero mi alma está encantada y desea entrar. Advierto que el niño se encuentra bajo igual fascinación.

Vuelvo sobre mis pasos e ingresamos.

Y por segunda vez, en este extraordinario día, soy seducida por los cielorrasos. Éstos conforman una sucesión de bóvedas que, disipándose en soleadas ondas de nube y rosa, se resuelven en una pureza abrumadora.

Me acerco con pasmo y reverencia. Cruzo delante del retablo, me pierdo entre cúpulas estrelladas y ángeles de mirada grave congelados en vitraux, hasta que una urna de cristal se interpone en mi camino. Me dispongo a eludirla, pero no puedo. Reparo entonces en su pequeñez; parece que adentro yace una niña vestida de blanco. O tal vez sea una muñeca.

“Es la Virgen niña”, musita extasiado el niño que, sorpresivamente, lleva alas.  
 
             Quisiera arrodillarme, pero me consume un desgaste atroz.

Precedida por el niño ensimismado, salgo envuelta en presagios de finitud. Apresuro el andar, tengo que ir hacia la serenidad. Intento olvidar que debo perdonar, aunque algo me lo impide.

Giro sobre mi hombro y lo veo: un caballo de terciopelo azul y arneses rojos. Un caballo de juguete que cuelga de su columna de bronce, solitario, a la espera inútil de ser montado. Supongo que abandonó su carrusel. Lo cierto es que no tiene caso, pende en el aire como si la gravedad le resultara indiferente. Es de mal gusto, considero, ese caballo de juguete en medio de la nada. Evoco en ese instante a mi padre, casi puedo tocarlo. Me lo regaló un lejano, borroso domingo de agosto. Aunque no puedo llevar recuerdos allá donde voy.

Es tarde, la prisa domina ahora mis sentidos.

Sólo queda tiempo para un santuario. Entro con el niño y avanzamos hacia la nave lateral. El silencio es agobiante y apenas se respira. Delante de nosotros hay un lecho blanco y grande en el que yace el dolor del mundo. 

El niño llora. Seco sus lágrimas. Nos vamos de allí luego que la piedad nos ofrezca su absolución.

Ya en la nave principal, el contraste es sorprendente: impulsado por un arco iris, el perfume de las rosas traspasa los cristales. Una etérea música nos abriga en dulce trama de indulgencias. Cantidad de niños y de jóvenes se encaminan hacia el altar conducidos por Don Bosco. ¡Es un grupo tan alegre que contagia! El recinto se ha llenado de ángeles risueños. Una compasión embriagadora nos da a luz y somos llenos de inocencia.

Los angélicos cantos producen una transmutación sutil en el espacio. 

Empiezo a sospechar de esta realidad en la que lo único tangible son los interrogantes.

Me inclino hacia mí y decido despertar.

Arropado en sus alas, el niño se ha vuelto a dormir. A su lado, el vendedor de lienzos y el caballo de juguete perdurarán en una soledad eterna. Descubro que el pasado es sólo viento. 
 
 No habrá lugar para el encuentro, me digo, convencida de que estoy siendo soñada.

Entonces sonríes, tocas mi mano. Recoges el libro con ternura, me preguntas por qué he tardado tanto en escribirlo. Confundida, te digo que tal vez quise atrapar el viento. Yo, que sólo soy espectro y anhelo.

Tú me guías con delicadeza hacia el ventanal, me muestras el paisaje. Veo bosques, montañas y arroyos cristalinos recortados contra el cielo azul. Un blanco camino conduce a una ciudad también blanca. Me entregas el libro y me envías hacia allá. Insólitamente, obedezco. De pronto no me afectan los interrogantes.

Alguien me pregunta quién eres y respondo –sin apartar la vista del paisaje- que no tiene importancia. Que eres Tú. Pero que entre Tú y yo, nada que ver.   

Tú no te inmutas, me miras con dulce gravedad y perdonas mi retraso en los tiempos interiores.

Una ligera brisa nos enlaza frente al ventanal iluminado. En el balaustre, aquella copa agobiada por sus muchas rajaduras ha sido restaurada.

Ingresé a tu Amor y su puerta selló mi entendimiento tal como lo conocía. 

Hay otros lugares. 


viernes, 4 de septiembre de 2020

Cuarto creciente

 

No debiera el inconsciente ser depositario de nuestros males. 

 

Quizá sí, el contable de los créditos y débitos que acumulamos de error en error hasta arribar al acierto, cuyas transferencias no se han completado por puro abatimiento del niño que atiende nuestra patria interior. Esa que debiera ser intangible pero que negociamos sin piedad.

 

Ese territorio donde las ecuaciones se resuelven y disuelven bajo patrones arbitrarios, salvo en la necesaria pausa del periódico deshielo.

 

Es en la quietud reparadora de la media luz interior donde el niño se presenta a entregarnos sus quejas e ilusiones. Y espera, esperanzado de toda esperanza. 

 

Nuestro ropaje adulto no lo protege. Y él no le teme. (Debería...) 

 

El niño está solo, pero no lo advierte. Su memoria se eterniza en la ausencia de movimientos. El silencio lo estrecha en un abrazo pleno de suspicacia que lo consume y lo aleja. Es la oportunidad que espera el espantapájaros adulto para unirse a cotilleos pueriles con pretensiones de solvencia. Aunque apenas son meras presencias insolventes.

 

Empero, apelamos a cualquier recurso a fin de impedir la primera lágrima que abrirá el grifo del dolor. Que con seguridad lo hará, si atendemos las quejas e ilusiones ignoradas. 

 

No hay tiempo que perder. Desplazamos hacia un cuarto menguante al inocente mensajero y nos condenamos a la apatía de las flores muertas; aquellas que sepultó el tiempo entre las hojas de libros que nunca terminamos de cerrar, ni de escribir, ni de leer y que nos sonríen desde estantes desdentados.

 

Mientras, eclipsado por el silencio evasivo, el niño espera, dada su condición de niño, su cuarto creciente.

 

Nosotros no cedemos.

 

Nuestro estropajo adulto ya se ha mirado para entonces en demasiados espejos de trucos de kermés. Ilusionista consumado, se convenció en algún momento, entre edades y abalorios, que estaba listo para la travesía. Esa que ansiaba, aunque intuyó fraudulenta. Y que, efectivamente en ese rumbo, devino truculenta.

 

Hemos negociado sin misericordia nuestra usina interior.

 

Desdeñamos al niño, que todavía estira la espera, al abrigo insuficiente de piedades caducas.

 

Y por primera vez tenemos miedo. 

 

Nuestro espantapájaros adulto nos ignora. Cirujano de trapos, iluso para todo uso, el muy cobarde pretende un indulto sin ruido y sin precio.

 

Pero la prórroga de los tiempos no habrá sido vana.

 

El niño gana espacio simplemente porque no se ha ido. Su espera se resuelve en la primera lágrima que abre, cruel, aquel grifo del dolor postergado y sofocado por la fatuidad de juegos engañosos.

 

Es el punto de inflexión que llegó para quedarse. 

 

Aterrados, alterados y alertados, abandonamos prestos el black jack que domina nuestra vida y nos presentamos ante el tribunal de los viejos reclamos pendientes.

 

Atendemos, dóciles de toda docilidad, las quejas e ilusiones de nuestro niño que aguarda, imprescriptible y decidido.

 

Pagamos algunos precios dolorosos y las resolvemos. O quizá las resuelve, por simple agotamiento, la agonía postergada.

 

Finalmente, quedamos solos, el niño y nosotros. Ambos esperamos en andenes distintos.

 

Cesaron las luces de colores y se extinguieron los fuegos de artificio.

 

Hemos saldado las cuentas del pasado para beneficio de nuestro equilibrio ulterior que por fin, será una página en blanco.

 

En un tardío deshielo, la lágrima de nuestro niño es alojada en un cuarto creciente. Su corazón se mueve libre, manso y vigoroso en los dedos de Dios.

 

¡Tenemos crédito!

 

Es verdad que estamos más expuestos. Pero arrastramos menos lastre.

 

Y tal vez, con suerte (no la de la muerte) alejemos de nosotros el a veces inevitable tropiezo con la misma piedra.


viernes, 28 de agosto de 2020

Reencuentro



El tesoro volvió a mis manos,
con la naturalidad de la ola
que regresa al mar.


Antes, no sabía nada de amores. Aunque sí de desamores.

Creía firmemente en el amor a primera, segunda y siguientes vistas. Todos amores irresueltos, irredentos e imposibles, por ausencia del componente esencial, el amor. Rareza profana, si la hay.

Sucedió que en virtud de mi sapiencia sobre desamores y, con sustento en mi ignorancia acerca de amores, decidí tentar a un cupido en el cual, paradójicamente, jamás creí. Así, por causa de esa insensata variación, él se quedó llorando en una esquina del mundo. Y yo me sentí una bestia antediluviana.

Me retiré entonces a escribir en hojas de agua al  amparo de una lluvia interior azul eléctrica, sin saber que, en verdad, estaba delineándote en medio de una tempestad íntima.

Y si bien es mucha torpeza dibujar en el convencimiento de que se está escribiendo, en ese singular y borrascoso yerro, mi corazón te invocaba.

Ya situada en la transparencia de los puntos cardinales, por encima de la serpentina que ciñe el desespero y muy lejos del tedio del mundo, encontré tu espejo, casi por casualidad. Detrás de portones colosales, bajo una bóveda estrellada de ángeles plateados, reconocí de inmediato el querido Resplandor. 

El que me soñó, mientras era tejida en la discreción de sus penumbras y del que alguna vez fui suya.

Tanto, que no supe distinguir si Tú me guiaste hacia tu reflejo o si yo te dibujé primero, cuando escribía sobre el renglón azul que habilita en mi alma la luz de tu mirada.

Lo cierto es que allá, en los tiempos iniciales, justo en el paso que se produce ante la ausencia de certezas, hay un lugar deshabitado de insomnios donde persevera el tesoro al  que volví sedienta,  tal como la ola  regresa al mar.

Y que, por obra y gracia de ángeles celestiales, me fue otorgado en la fortaleza indeclinable de tu abrazo. 

Ese, que me diste dos mil años atrás, en lo alto de una Cruz.

 

 

jueves, 13 de agosto de 2020

Ángelus



Es la hora del Ángelus.

           Y pienso si también es la hora de los milagros.  

Salgo al patio escapando de tales pensamientos. Paso delante del ángel que custodia el acceso; tiene un mensaje, pero no me detengo. 

Me paseo por las lajas verdinegras salpicadas de luz, desando los caminos de improvisados asteriscos vegetales... Y pienso.

Volteo hacia el alcanfor, poderoso señor cuya estafa ha prescrito por la fuerza de los años, a quien agradezco que me permita vivir con él. Me desvío luego hacia las flores —esas tramposas—, siempre amenazando con la toma de la casa. "Debo reforzar mi defensa contra las flores", considero, mientras las atrevidas ríen con descaro, alineadas bajo las alas del ángel.

Apenas sonrío, regida por el sombrío eje de un equilibrio en fuga.  Y desespero.

Vuelvo la mirada hacia la enamorada del muro. Ella es vivo testimonio de que no hay nada más obstinado que el amor. Se ha trepado por el muro, lo rodea sin ahogarlo e incluso seca sus lágrimas cuando la lluvia arremete contra la impávida piedra, cómoda amante de una planta que sólo sabe de abrazos.

Me tumbo en la hamaca de red y evalúo el enfrentamiento que me proponen las flores. Ni por broma tengo oportunidad. El jazmín del aire se precipita en lluvia de azahares, la corola de novia oscila, eximida de amores y los pensamientos claudican ante el crepúsculo incipiente.

Necesito alejarme de la hamaca. No confío en sus vaivenes, se me antojan infernales. Lúdicos, pero infernales. 

En tanto, se ha presentado la estrella vespertina. 

Giro, descolorida, hacia el sauce y saturo mis ojos con lágrimas de clorofila y sangre; lágrimas especiales para ángeles en crisis, prestadas de confesionarios barrocos y de altares abandonados: son lágrimas vencidas. Sin embargo me urge retenerlas. Porque hay más tesoros ocultos en este sauce que llora maderos de cruces que en los silencios que habitan las páginas de la inocencia.

Y recuerdo. 

Te vi amanecer. Eras alba y nube. Eras niña. Eras almohadita de caramelo y sendero de lunas multiplicadas por el antojo de tu risa, por el encanto de tus ojos verdes como el mirto salvaje (¡ah, eras agua de ángel!) y por tus mejillas rosadas como el vino griego que promete y desespera. Y hoy, que estás desamparada en el espanto del ayer, yo soy un inútil caudal de pétalos marchitos que llora su fracaso. ¿Qué cosas se me escaparon? ¿Qué fue lo que no vi? ¿Qué no sentí, qué no percibí en todos estos años? Si perdí tantas batallas contra las flores, ¿qué puedo esperar de nuestro mutuo, doloroso enfrentamiento?

¿Fue en el infierno o fue en invierno? Descorro el velo de un tiempo adulterado y me asalta la traición de un descorazonador sigiloso, portador de miserias ancestrales, de las que se sirvió para eclipsar tu alma. ¿Cómo se supone que re ordene el cosmos de mi costado izquierdo, con las alas rotas y contigo reformulada en planeta errante?

Trato de ajustar mis coordenadas temporales y espaciales en medio de una súbita, pretérita tempestad de flores rojas. Un copioso reguero de pétalos se escurre por mis pies vaciándome el cuerpo, dejándolo expugnable, dolorido de flores.  Dolorido de Dios. 

De pronto estoy de duelo. De duelo rojo. 

Yo creí saber por lo menos, lo justo y necesario. Pero me encuentro aquí, cruzada en un debate con las flores — ¡mis flores del mal! —, mientras descubro con estupor que, ni justa ni necesaria, la venda de la ignorancia se dejó caer en mis ojos. Mi mirada se fue acostumbrando a las tinieblas. 

Están llamando al Ángelus y pienso si será la hora de las revelaciones.

Es tarde y estoy mortalmente cansada. Quisiera acostarme en un intervalo de silencio infinito dejando atrás toda discusión semántica acerca de la finitud de los intervalos. Pero estoy atrapada en claustros repudiados. Cuelgo involuntaria del trapecio del pasado y, menguante e ingrávida, me desplomo en una vía de dolor. 

(Un cortejo extraño, plagado de maldad,  se apresta a consumar un sacrificio de Cruz).  

Tal vez deba entender que ya no estoy en el mundo de los vivos. Tampoco en el de los muertos. Es posible que exista otro espacio en el que el alma es cazada por infortunios inmundos, mercenarios, perversos. Especulo con encontrar allí a tu descorazonador. 

 Los velos del pasado se agitan y se agigantan desvelados, más no develados. 

 Están llamando al Ángelus. Y al igual que el sauce, lloro.

En medio del follaje de lágrimas contemplo impotente cómo te alejas, cómo desapareces en la oscuridad del horizonte. 

De pronto una fuerza poderosa tira de mis hombros hacia atrás. Trastabillo y caigo hasta quedar de rodillas bajo un cielo oscurecido de ira. 

Aquel cortejo inicuo consuma el sacrificio de un Hombre que, desde la Cruz,  regala su perdón a todos. Me apresuro a recoger ese perdón. El descorazonador, visible por fin, no lo tolera y se aleja, descompuesto en un torbellino infame.

(Me acomodo en un atisbo de esperanza).

Advierto con sorpresa que, en el infierno o en invierno, la hora de la oración ha estado presente todo el tiempo, desvelada. Aunque ahora, develada, te devuelve la inocencia.

— Ella debe conocer el amor de Dios—, anunció el ángel, mientras cosía con hilos de olvido sus alas quebradas.

        Súbitamente, se me revoca la excelencia. Me reanudo vulnerable, errante, errónea. 

— Dime, niña mía, ¿Dónde estaba yo por aquel entonces?

— Allí mismo, a escasos metros. Pero me dabas la espalda—, reprochaste entre llantos, igual que el sauce, aunque con lágrimas propias.

— ¡No a ti, sino al descorazonador!—, alcanzó a exclamar el ángel, antes de transformarse en luz; en una regia escultura traslúcida que, sonriente y alada, levantó vuelo hasta perderse en el azul de una aurora incorruptible. 

Es la hora del Ángelus. 

Sopla un viento suave quién sabe de dónde y naces por segunda vez. 

Tu risa te ha sido devuelta purificada, cristalina.

Es la hora del Ángelus. Están llamando al olvido y al perdón.

Y pienso que, por gracia de la Anunciación, es también la hora de los milagros. 


sábado, 25 de julio de 2020

Fugacidades


A mi madre 



Sucede cuando el sueño se aleja, desvencijado entre las luces del alba.

Entonces me doy vuelta, te siento, pero no abro los ojos.

En cambio retengo tu ausencia, cuya presencia me lastimará, pero mucho más tarde.

Mientras, descanso en la sutura de un tiempo vacilante.

Te siento tal como antes. Como casi todos los días, en esa región ambigua del despertar incipiente, donde se habilitan instantes de milagros. Y me digo que es una suerte que estés arropando con tu voz el silencio de la noche en fuga.

¿Nunca te fuiste?

Arrastro pesares que no cierran y resulta que sigues aquí, cosiendo fatigas con tu sonrisa, sentada al borde de la última estrella y resistente a las amenazas que derrama el horizonte.

Los párpados me pesan, doblegados por tu ternura. En el aire se ha instalado la placidez de una canción de cuna.

Me abandono en la abertura a medio camino entre la vigilia y el sueño que, por primera vez, no me importuna. Porque huele a tu perfume.

Todavía no sé. No deseo saber.

Estiro las manos y te llamo, como cuando estabas y yo solo conocía certezas: "Ya verás que todo irá mejor a partir de hoy", me dirás. Y yo te creeré.

Me gusta llamarte. Me gusta mi voz cuando te nombra. Me gusta la ventana con olor a fresias y la suavidad de tu mano cuando tocas mi hombro. Giro hacia la luz, por fin abro los ojos buscándote. Entonces recapitulo bruscamente.

Es el turno de las lágrimas. 

Otra vez me quedo a solas con las ferocidades de la realidad. Pero soy dócil, sostengo la decepción.

Hay otras vidas de este lado, debo entender.



— Madre, has estado, ¿verdad?

Porque el abismo que nos separó aquel día, cuando trastabillé ante tus ojos apagados, hoy remite a Maderas de Oriente.


miércoles, 15 de julio de 2020

Regla de Tres Simple (Primera Caricia)



¿Cuántas sinfonías deberé tripular para volar hacia tu mano?

¿Cuántos conciertos deberán surcar mis horas sonoras para que atiendas esta caricia?

¿Cuántas escalas, crescendos y alegros me faltan para regresar a tu amor?

Ya no te acuerdas: después de la Primera Caricia, mi alma se alzó en fuga un día de lluvia. Resbalé y caí una y mil veces en pentagramas borroneados, ausentes de fusas y otras notas nobles.

Es verdad que fui salvada por un adagio curioso venido de tus palacios musicales, pero resultó invisible solo por el perverso placer de hacerme quedar mal.

Aun así, ¿cuánto más habré de soportar el vértigo de mis días, acosados por la mordedura del piano?

Te he amado sin reparos.

Ahora, soy irreparable en ambos sentidos, y en cualquier otro. 

Ahora, sólo pienso en ti. En tus manos y en tu mirada directa, cálida, salvaje por momentos. ¡Cuánta noche en tus ojos, cuántas espinas en mi pecho, cuánto dolor en el regreso, cuánta resignación en la partida!

La distancia no se mide, acabo de comprender, en cuadras o kilómetros, sino en caricias por lágrimas sobre vida. Regla de tres simple.

El resultado está a salvo en intervalos envejecidos. No será menor el rito que los anule, (una avanzadilla de aquella rusa, la "Patética" sería suficiente) de ser anulables, que comprobado aún no fue.

Si no quieres riesgos, no recurras a los abrevaderos de la música. Cualquiera puede quedar herido, por sabiduría excesiva —o justa, nada más— del absurdo juego del solfeo y de las terribles escalas del piano que, como gendarmes de frontera, patrullan conflictos adueñándose de blancas y negras.

¿Las teclas? ¡No! 

Los otros.

Los que no miran, los que no miden, los que sólo están, suenan, sueltan, suceden, suelen suceder, por omisión pensada o por acción impensada. Esos que moran en brotes de resentimientos escondidos, huérfanos de perdón.

El error insalvable es que aposté a mis miedos y no a tus ilusiones. Los miedos son fáciles de cosechar, aun ausentes de siembra. No es el caso de las ilusiones que crecen solas, sin agua ni dióxido de carbono, pero son de difíciles frutos. Así de impertinentes se vuelven con los corazones que las alojan.

Vuelta a mi camino de ida no te encuentro y me desangro, mas no muero; la sangre se renueva y no entiendo adónde va o de dónde viene tanto rojo. Estallan flores carmesíes por todas partes. Me reanudo en un atardecer flanqueado de púrpuras agresivos, pero no del todo. Perduro en el instante decisivo y te veo. Es tu abrazo el que se tiñe de rojo, se aparta y me deja imágenes de besos y risas, como cuando yo te quería.

No importa. ¿Sabes? He abolido los espejos. Vivo en la lámpara de neón de tu esquina. Azul, azul, eléctrico azul lleno de azulejos gritones que de lejos me aúllan. Que pugnan por entregarme el camino al olvido.

Yo no cedo. Aún te amo. 

Si te parece bien puedes traer tus alas y prometer que volarás.

Entonces estos versos caducarán. Estaré en tu abrazo, tu beso me devolverá esos ángeles rosados que nunca se fueron del todo y te traen, sí, porque estoy de vuelta y esta vez te llevo.

El tiempo, ya te dije, es un engaño de los sentidos. Y ese engaño hoy toca con los acordes exquisitos del Réquiem.

Amor por tiempo sobre vida. Regla de Tres Simple.

martes, 14 de julio de 2020

Ausencia (A Rocco)



Quería escribirte y depositar la carta en la Cajita de Joyas (encendido caudal de la Cruz del Sur y gentil custodio auxiliar) pero pasa que no te escribo, porque se niega a razonar mi corazón y a sentir mi entendimiento.

Y, aunque sé que Dios habita en los rincones del desconsuelo, debo admitir que me rebela esta arbitraria huelga de los sentidos y la razón.

Ni siquiera son obedientes los dedos en las teclas. Esas teclas florecientes de versos coloridos, menos o más felices según el destinatario y la causa, hoy son negros escalones hacia el subsuelo olvidado, donde guardo los trastos en desuso, pero que tampoco tiro por las dudas de uso. Y me encuentro allí por involuntario impulso de las teclas, las negras, sin letras.

No sé bien dónde empezar a buscarte. Comprendo que es una exploración inútil porque para esta clase de pesquisa no se valen las candelas ni los camposantos. Y te adivino allí, donde descansan, olvidados, tus dioses cotidianos.

Ahora estás sentado, callado y sensitivo, somnoliento y abordable por cualquier caricia que te retaceo, de apurada, de la prisa que no es risa, y que es injusta la prisa en tanto me empuja a escena. Y por la cena, el quehacer, el hacer qué y la reunión, endoso el presente en favor de beneficiarios abusivos. Así, voy ganando intereses que no me interesan, que no deben, pero resulta que de no deber me dejan débitos y hábitos malogrados, porque no estás, y cuando estabas no te acaricié lo suficiente, no te cuidé lo necesario. Si yo te quería, ¿cómo no te aseguré contra el mundo?

Esta noche me aguardan tus deidades en la oscuridad, aunque descreo que la luz las disipe. Hay interrogantes que practicaron por siglos la resistencia. Y sé, por acción y reacción, que mañana estarás con ellos jugando a los bolos en la montaña. Para cuando regreses, en vez de minutos habré contado siglos.

Ya conoces del tiempo su fama de invento necesario para ordenar deberes y derechos; no está probada su existencia, aunque su falta, en cambio, es ostensible. Crúzate al planeta siguiente y lo verás claro. La muerte de los calendarios no es tal; nunca fueron, salvo en la clandestinidad que nos entrega, abusivo, el aburrido impuesto de encasillarlo todo.

Si aún estás por acá -y estás, porque me duele- quédate y abjura del espacio; es simple utilería que explota el narcisismo de la materia (no debí decir “aún”).

Aún -¡Ay, Aún!- eres mascarada incierta, eres plazo de gracia del destiempo.

Si estás, demoleré la estafa del Hades.

Prefiero el silencio de Pompeya, el sueño de lana de Penélope, la penitencia de Nínive, a tener que inclinarme ante altares fraudulentos solo porque se te ocurrió irte al mediodía, y porque yo ignoro qué clase de cielo se honró con tu llegada.

Pero he abolido el tiempo y vuelto por defecto esencial. Devuelto el efecto inicial, nunca te has ido. Extraño, entonces, tu ausencia, porque este tipo de presencia me duele.

Y eres nueva excusa de teclas ya sombrías y de lágrimas nubladas.