En esta extraña
noche
en la que los
recuerdos,
sentados en mi ventana,
se desperezan,
estimo que apenas
son pájaros
que deberían volar.
No son cosa mía.
Mientras,
en la entrada se
agolpan planes.
Pacientes y gastados
algunos,
aún antes de su
estreno.
Y pienso que son
solo plantas
que crecen a la
vera del camino.
Tampoco son cosa
mía.
Adentro llueve
siempre.
No atino a dar
con las goteras,
parece que el
techo se burla de mí,
sus tejas
inquietas y los tragaluces
nunca duermen.
Igual que los recuerdos.
Animo a éstos a
levantar vuelo:
“la luna está tan hermosa
con ese vestido plateado
que quién no querría habitarla”,
les digo.
Ellos,
sin embargo,
me ignoran.
Qué me importa.
Intento salir,
pero casi no puedo pasar
entre tantos planes hacinados
contra la puerta.
Se ven en tan
malas condiciones
que me dan pena.
“Déjanos entrar”,
suplican.
Ahora mismo nada
puedo hacer,
me urge terminar
con las goteras.
“Déjanos entrar”,
insisten lastimeramente.
Agotada
a causa de la lluvia interna,
les permito el ingreso.
Entonces sucedió algo extraordinario:
Los planes se
adueñaron del interior,
lo secaron y
renovaron todo.
invitaron a volar
a los recuerdos
y, a los que no
pudieron,
les prodigaron refugio
en el pasado
con la clara advertencia
de que en el presente no hay sitio para ellos.
“Dios, ¡qué maravilla!”.
Aunque todavía está
el problema de las goteras
que son la única
cosa mía.
Los planes rieron
descaradamente
ante mi bizca consideración.
¿Qué goteras?