“Mi amado es
para mí una bolsita de mirra” (Cantares 1, 13)
Radhi no experimentaba miedo. Tampoco coraje.
Las sensaciones lo habían abandonado hacía tiempo,
desplazadas por la saturación del horror en aquel rincón de África.
Sólo quería terminar. Sus movimientos se sucedían
nerviosos, enérgicos, mimetizándose con los ruidos nocturnos. Hasta que un resonar
de detonaciones lo puso en alerta.
Durante un instante permaneció inmóvil, aguzando los
sentidos.
Con sigilo viró sobre sí escudriñando las profundidades de
la oscuridad… Nada. Las sombras yacían impávidas en la quietud del amanecer inminente.
Sin embargo, el silencio era tan abrumador que un sudor
frío recorrió su cuerpo lastimado. Podía oler la trampa de la muerte más que
cualquier otra cosa.
Tras un momento de vacilación, retomó la acción con furia, desbordado
por lágrimas interminables.
Junto con la última palada de tierra sobre los cuerpos de
su madre y de su hermana, asesinadas por los bárbaros, la inmediatez del espanto ya no necesitó
confirmación. El fragor inconfundible de las ametralladoras y las camionetas repletas de fanáticos drogados de barbarie,
enardecidos bajo el estímulo de estribillos revolucionarios, se aproximaban a
paso agigantado.
Radhi no dudó. El instinto de conservación más precario
bastó para que escapara de allí en una marcha frenética, dificultada su visión
tanto por lágrimas propias como por la sangre todavía fresca de sus muertas
queridas.
La ciudad, reducida a cenizas y escombros, albergaba hordas
de verdugos listos para el exterminio de la etnia condenada, hasta hace
poco, vecina y hermana.
Radhi intentaba poner la mayor distancia entre él y el
momento de su propia muerte. Ni por asomo se le ocurría la vida como opción.
Aferrado al saco de mirra que su madre llevaba al morir, corrió directo al
puerto, como todos. Como si el mar fuera una providencia milagrosa.
A sus espaldas, la milicia separatista se entretenía
saqueando lo poco que quedaba en pie, avanzando cada vez más cerca del puerto,
en el que aún se apostaban algunas fuerzas internacionales garantes de la paz,
aunque sin autorización para intervenir en la contienda interna.
Radhi no se detuvo hasta llegar al espigón principal. El
tránsito se veía complicado por la tripulación de un buque mercante que, aunque
recién atracado, se aprestaba a soltar amarras en un brusco cambio de decisión.
Y de rumbo. Nada ilógico, ante la cercanía de la masacre imperante.
Radhi observó la desesperación en los rostros de los
miserables refugiados en las dársenas, el desconcierto y el pánico desatado
entre las tropas de la ONU, el caos en los escasos mercados y estimó que
estaba ante el principio del fin. Ese bastión ya no era garante de nada.
También el espanto de aquella tripulación era patente, mientras intentaba soltar
amarras a toda prisa. No se lo pensó dos veces. El también metió los dedos,
sumándose a un puñado de marineros que luchaba contra los nudos enganchados en
los fierros del malecón. Ese insólito escollo resultó determinante para su
suerte. Conocía ese malecón como la palma de sus manos. En un santiamén se
colgó debajo del muelle y fueron sus manos precisamente las que, hábiles,
liberaron de ataduras a la embarcación urgida por abandonar cuanto antes aquel
infierno ajeno.
Quien parecía el capitán, un hombre rudo y dueño de una
mirada intimidante, clavó sus ojos en la amarra redimida, para luego fijarlos
en Radhi. No le resultó difícil adivinar las intenciones de ese adolescente que
apenas se tenía en pie. Sin decir palabra lo empujó a cubierta. De inmediato,
al grito de “a la mar”, zarpó el buque a toda máquina, dejando atrás aquella
tierra de infamias.
Radhi siguió al hombre por instinto, sin apartarse de él ni
un solo minuto.
Un poco de ron sobre sus heridas y otro poco en su
garganta, una cucheta en la cabina más recóndita, comida diaria y nada de
preguntas a cambio del aseo de cocina, baños y pasarelas a discreción del
capitán, le supieron a gloria. Sólo le fue retenido el saco con mirra, que le
sería devuelto al dejar la nave. Radhi no protestó. Bien sabía que volvería a
sus manos oportunamente. No obstante, luego de cuarenta días con sus noches,
estaba irreconocible debido a las infecciones de heridas que, pese a
los cuidados recibidos, no habían cicatrizado.
Es así que al arribar al puerto de destino, la nave depositó
retazos de sus dieciocho años junto a su único equipaje –el saco de mirra- en
una tierra extranjera. Pero que, a juzgar por las apacibles idas y venidas de
los barcos y la disposición de las gentes, olía a paz. A rutina diaria.
¡Ah, qué tesoro, la rutina diaria! Aún la ajena, la extranjera,
la incomprensible. Era una bendición. Y si lo esperable sucedía en
libertad, era sinónimo de felicidad. De vida. Para él, así era. Ya había
abandonado la idea de que nada podía ser peor que lo vivido. Siempre podría sobrevenir algo peor. Por eso valoró el ajetreo indiferente de ese puerto desconocido, en el que su anonimato le proporcionó un improvisado y bienvenido cobijo.
Lo primero que hizo fue ocuparse de sus heridas rebeldes
empapándolas con mirra. Al poco tiempo cicatrizaron sin problema.
La providencia se inclinó a su favor. Siendo su lengua de origen el francés, quedó
excluido de los esfuerzos que alcanzaban a otros polizones y mendigos que rondaban el puerto de Buenos Aires. La sensación de
una educación superior que trasmitía con sus gestos, palabras y actitudes, le
abrieron enseguida caminos de aceptación.
Muy pronto se ubicó en la
taberna portuaria propiedad de un matrimonio conformado por un ex marino francés, Joseph,
y Marie, una bordadora de seda a tiempo parcial. Allí recibiría cama, comida y una paga justa por asear el lugar y atender a la clientela.
Joseph y Marie ocupaban casi todo su tiempo libre en buscar
una solución médica para su único hijo de casi un año –Emanuel- que padecía de
sordomudez congénita. No se resignaban al futuro de silencio que aguardaba al niño y pasaban visitando especialistas en procura de un milagro para
Emanuel. Así que Radhi sería de gran ayuda para ellos.
Aunque el joven ingresó a sus vidas bajo el sufrido perfil de
los desplazados, Joseph advirtió enseguida los curiosos efectos que producía en cualquier ambiente la presencia del muchacho. Clientes y proveedores expresaban lo bien que se sentían cuando eran atendidos por Radhi. Otro detalle llamó asimismo su atención. En la primera
jornada de trabajo, Radhi sufrió una quemadura
bastante fea en la muñeca izquierda. Sin embargo, al día siguiente la herida ya era una
cicatriz en vías de desaparición.
La inmediatez de la Nochebuena interrumpió sus
elucubraciones. Las tareas se duplicaron con los preparativos de la cena
especial que se ofrecería a los concurrentes, casi todos nostálgicos marinos de
paso, alejados de sus tierras de origen.
Un problema aparte lo trajo la iluminación del pesebre dispuesto
en la esquina del comedor que daba a la terraza. Las luces navideñas, todas de alegres tonalidades, iluminaban
los personajes del Belén, generando una muy adecuada ambientación. Pero la
lamparilla mayor que debía coronar el ángel de la Paz, no encendía. A Marie se
le dio por girarla, consiguiendo que se apagara el resto de las luces. Riendo,
Joseph reparó el fallo, comentando que tampoco era tan importante la lámpara para el ángel.
Ya en la tarde del 24 de diciembre, se le confió a Radhi el
cuidado del pequeño Emanuel, dado que sus padres debían disponer lo necesario
para el menú de la noche.
Joseph y Marie no dejaron detalle librado al azar y la
comida salió perfecta.
Pese a ello, el festejo culminó en un grotesco emporio de
la loza y de comensales beodos dirigiéndose unos a otros los más variados
adjetivos; totalmente alejados de los sentimientos que debieran de imperar en
tan magna noche. Finalmente, cada cual marchó a su cueva con el alma manchada, aunque
con la esperanza intacta. No se comprende. Pero así sucedió ese 24 de diciembre.
Aunque Joseph aseguraba, bastante molesto que, si Radhi se hubiera encargado
del servicio, otras habrían sido las consecuencias. Este, sin embargo, debió
cuidar de Emanuel.
Una vez dormido el niño y ya entrada la madrugada del 25, Radhi
quedó a cargo de lavar la loza y adecentar el recinto. Para cuando acabó con la
faena, un silencio pacífico y reparador cayó sobre la casa como un liviano y
piadoso manto de perdón.
Radhi suspiró. Se
quitó despacio el delantal mientras recorría el lugar con la mirada. Advirtió con sorpresa que la lamparilla fallada, la que coronaba el ángel de la Paz, esparcía
ahora, impávida y risueña, una serena luz azul sobre el pesebre.
Encogiéndose de hombros ante el misterio, salió a la terraza y se enfrascó
en la bóveda celeste, recordando a su madre y a su hermana en las Nochebuenas
en familia, cuando todavía creía en la bondad del mundo. Ese mismo que de un zarpazo
traicionero le había quitado lo que más quería, anulando sus polos y
entregándolo –con la sumisión de los muertos- al primer barco que se le cruzó,
sin distinción de banderas.
Ensimismado en tales reflexiones, Radhi no advirtió la
presencia de Emanuel que se había acercado gateando, colgándosele de la
pierna. Ahora le dirigía una mirada tan suplicante y elocuente en su mutismo,
que el corazón del joven se comprimió de dolor al pensar en el silencio cruel
que, en su sordomudez, recaía sobre esa criatura inocente. Inquieto ante la
insistente mirada del niño, acarició con ternura sus mejillas rosadas
disponiéndose a devolverlo a la cuna, pero la gravedad y firmeza de esos ojos
infantiles anclados en los suyos lo descolocaron por completo. Pensativo, lo
observó a su vez. Predominaba en él la certidumbre de que ese momento era
el efecto de un evento mayor.
Mientras Radhi trataba de componer sus ideas, Emanuel se había
hecho del saco de mirra y lo manipulaba con interés. El joven se lo quitó con la excusa –mediante
gestos- de abrirlo; cosa que efectivamente hizo, extrayendo un puñado de mirra.
Luego, sujetando con suavidad la carita del niño, aplicó el polvo rojizo en los
oídos y labios infantiles, al tiempo que oraba al Dios recién nacido.
Emanuel quedó dormido con placidez. Su manito aferraba el saco del especial polvo,
sin que Radhi atinara a entender en qué momento se lo había agenciado. Sonrió ladeando la cabeza y arropó al niño junto al pesebre, dispuesto a
continuar sus interrumpidas cavilaciones.
Pero entonces se percató de la potencia de la luz. Frunció
el ceño confundido. Más la confusión mudó hacia el asombro cuando la lamparilla
del ángel que presidía el Nacimiento lo encandiló, convertida en una brillante
luz índigo que, habiendo ganado intensidad, se asemejaba a una estrella.
(Un lucero semejante guiaba a tres magos hacia el Niño de
Belén).
Por asociación mecánica de ideas escrutó el firmamento en
busca de alguna respuesta. Pero un fuerte e inusual viento lo sorprendió, envolviéndolo de pies a cabeza, mientras era acunado por dulcísimos coros
que entonaban himnos de alabanza.
En el día de su cumpleaños número uno, Emanuel amaneció
dormido junto al pesebre, tal como lo había dejado Radhi. Marie se alarmó al
hallar a su hijo fuera de la cuna y lo sacudió levemente. El niño despertó y su
mano se abrió soltando el saco de mirra. Al ver el rostro preocupado de Marie, sonrió pícaramente.
Una vocecita infantil salió por primera vez de su garganta:
— Mama, ¿ete bebé e el nene? —preguntó con la claridad
esperable, mientras señalaba al Niño Jesús de cerámica que yacía en el pesebre.
Marie lo miró estupefacta.
— Mama, ¿ete bebé e el nene?
Marie no atinaba a articular palabra. Emanuel en tanto,
repetía la pregunta una y otra vez, atento a una respuesta que tardaba en llegar.
Marie, inundada en lágrimas, ahora sonreía como una enajenada.
Finalmente reaccionó.
— Sí, mi amor. ¡No! Espera… ¡Sí, sí! Ese bebe es el nene
—decidió, balbuceante y feliz, mientras abrazaba a su hijo loca de alegría.
— ¡Joseph, ven! ¡Ha sucedido un milagro!
***
En tierras de Belén, el carpintero y su mujer estaban
cansados de peregrinar en busca de un alojamiento complicado a causa del
desplazamiento constante de gentes, con motivo del decreto de César Augusto
“para que toda tierra habitada se registrase”. Un pastor, advertido de que la
mujer estaba encinta en grado avanzado, cedió el pesebre de sus animales a la
pareja de caminantes. Y allí se instalaron.
Muy cerca, unos reyes astrónomos seguían el rumbo trazado por
una estrella de extraordinario brillo, escoltada por un ángel.
Aunque algunos aseguraban que en realidad la alineación de
Júpiter con Saturno era la que dotaba al fenómeno cósmico de tan particular resplandor, lo que daba pie a discusiones sin fin entre los parroquianos de las
tabernas.
Pero los reyes estaban seguros. Venían siguiendo la
estrella desde Oriente y conocían su significado: Júpiter, la estrella del príncipe
del mundo y Saturno -la estrella de Palestina- se encontraban en la
constelación de Piscis, evidencia del final de los tiempos. Y esta señal era de
una única lectura. El Salvador, el Señor del final de los tiempos, nacería este
año en Palestina *. Persuadidos de lo extraordinario de ese suceso irrepetible,
los sabios se dirigían a adorarlo.
El trayecto, sin embargo, fue largo y agotador.
De los tres extranjeros, el más sufrido era el que provenía
de África. Baltasar verdaderamente acusaba un cansancio extremo. Aún así, se
aseguraba a cada instante que la caja de mirra a ofrendar se encontrara a buen
recaudo.
Baltasar afirmaría, tiempo después, que el viaje había
sido muy fatigoso para él; tanto, que albergaba la alocada idea de que, tras adorar
al pequeño Jesús, ante una orden de Éste, un ángel lo había transportado a otras
dimensiones.
Los pobladores de los altos en el trayecto, cuando
escuchaban tal explicación de boca de Baltasar, se miraban entre sí con
inteligencia. “Nunca nos reímos tanto, como de esta historia”, fue por un
tiempo el comentario jocoso más popular.
***
Marie y Joseph no saben cómo hacer callar a Emanuel…
Tampoco les interesa en verdad.
Radhi nunca más
apareció, pero por esas insondables motivaciones que sólo el corazón conoce, la
pareja no se extrañó. Ni siquiera lo buscaron, adivinando que no lo hallarían
en ningún momento de este tiempo.
Ambos están persuadidos que Radhi tuvo que ver con la
curación milagrosa de su hijo. Y se sienten agradecidos. Saben que es mejor
callar ciertos milagros. A veces utilizan un poco de mirra que toman del saco,
en casos de heridas graves. Y por inadmisible que parezca, su cantidad no
disminuye.
Por eso tampoco se preguntan a qué se debe que cada año, al
colocar la luz del ángel de la Paz que preside el Belén, esta despide una
intensa luminosidad índigo sobre Aquel que tiene el nombre sobre todo nombre.
El saco de mirra reposa en el mismo lugar
donde lo dejara la mano abierta de Emanuel, junto a un pesebre que no volvió a
desarmarse, en reconocimiento a Quien derramó sus bendiciones sobre su pequeño,
a través de Radhi.
Porque, aunque perfumada, la mirra tiene forma de lágrima y
es de color rojizo. Como la sangre.
Y, porque mientras tales señales persistan, ellos intuyen
que Radhi se encuentra cerca. Aunque bajo otra clase de luz.
*