Cuando fundo mi ciudad, corrijo la arena. Después corrijo la ciudad. Y de corrección en corrección marcho hacia Dios.
(Antoine de Saint Exupery)

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ejercicio inapelable de la No Niñez


A mi padre

Cuando sentada frente al río acosado de poesía, confiaba en el mundo como un lugar seguro, era una niña.

Cuando las Bagatelles de Beethoven me tendían alfombras mágicas bordadas de secretos, era dueña de certezas fabulosas.

Fue una época de reinventar juegos en barcos sometidos a eternos remiendos, de rodar por arenales indispensables para el abordaje de balsas atestadas de camalotes, reticentes a desalojo alguno.

También era una niña cuando amaba sin reparos las hermosas manos de mi padre en mi cara y, al mismo tiempo, recelaba de sus libros en mis planes.

Cuando resistía en silencio, como a un rival invencible, “su” concierto para piano en Do Menor de Rachmaninoff, mientras con sus ojos en los míos me hablaba de historia, perdido en los siglos por el monte Olimpo, entre pensadores precoces e ilotas imprescindibles, yo era una insurgente asilada en el Oráculo de Delfos.

 Cuando mi padre llegaba contento trayéndome “un trueno que a la distancia rodaba su peñón” en una tormenta de Lugones, el reposo en una rima de Bécquer, o tres filósofos estoicos encorsetados en tomos de cuero, yo era una aprendiza contrariada.

 Cuando me impulsaba a escalar los cerros más allá del azul en busca del legendario ojo de agua oculto en la montaña, yo era una desertora frustrada en abierta y airada rebelión.

 Mas tal rebelión resultaba lastimosamente manipulada por:

—La abrupta fuga de la tarde.

—El cerro invencible.

—El complot de las luciérnagas.

—Las estrellas de pompa irreverente.

—El acecho enardecido de grillos, sapos y chicharras.

—Las tijeras sorpresivas de la luna.

—La lluvia impertinente.

Y la noche, claro.

 Bajo tales encantamientos dominando nuestra épica travesía, yo era una niña preocupada por mantener un enojo necesario irresponsablemente devenido en hechizo irresistible.

 Para cuando mi padre defendía las propiedades del inofensivo berro atrapado en las caídas de agua y nos trenzábamos en discusiones bizantinas, así como cuando yo no entendía por qué perseguíamos cascadas a fuerza del narcisismo de la montaña, era en verdad una niña encantada.

Cuando pude salirme de todo eso, la niñita partió sin un adiós.

 Desde entonces, todos los días festejo mi No Niñez. 

 Ahora, por lógica consecuencia del paso del tiempo, ese médico y juez inexorable, albergo para mí el libre albedrío.

 Dispongo de desolaciones y consolaciones, de decidir llegadas y partidas, de absolver quebrantos y otras ausencias, desde el mirador indulgente de mi alma.

 Pero no es tan fácil.

 Principalmente, porque vengo muy ocupada en celebrar cada día mi No Niñez, lo cual me consume casi toda la energía, por resultar mi No Niñez un hecho irrebatible. Se trata, por ende, de una gala un poco aburrida, por reiterada.

 El ejercicio constante de la No Niñez es agobiante en realidad.

 Si bien tengo piedra libre para decidir, no ignoro la relatividad de tal libertad. Es decir, ¡vamos!, puedo pronunciarme por el temperamento de vida que mejor me quepa; no estoy obligada a ese pasado de música clásica, poesía y cerros azules repletos de albahaca y romero. No. 

Soy libre de renegar de ello y disponer de mi futuro inmediatísimo: decido qué callar, qué decir o hacia dónde dirigirme. Incluso, con qué hilo de perdón suturar mis heridas. Sí que se puede. Todo se puede.

 Y todo tiene un precio. Ya que, como es comprensible, en la patria de la No Niñez se complica el atlas de la libertad cuando se trata de decidir los precios a pagar.

 Sé de permanecer o salir de un cuento de Grimm. Lo que me está vedado en mi No Niñez es detenerme; me encuentro imposibilitada de abjurar del tiempo. 

En realidad, apenas elijo qué no hacer. 

Así, durante mi No Niñez pagué algunos precios. Decliné las bagatelas de piano porque después de todo, mucho tiempo no tengo. Aunque las muy obstinadas siguen tocando al oído de mi alma. Con relación a la arena, simplemente no es compatible con el ritmo citadino. Aunque mi otro yo cambiaría cualquier cosa con tal de establecerse en alguna playa sometida a la vigilancia de los botes y las balsas, frente a una isla todavía adolescente.

 El río sigue allá lejos, con sus barcos en lista de espera para reparaciones que, tal vez, nunca lleguen. Pero, aun así, quisiera visitarlos. 

Por su parte, los camalotes son bastante complicados e imprevistos como los amores de la isla, así que fueron embestidos por las rutilantes piscinas con hidromasaje y los spas artificiales.

 La montaña azul y el ojo de agua escondido resultaron aptos para desmontes hoteleros. Ya están en los circuitos de turismo, convenientemente maquillados: el ojo de agua fue sujeto pasivo de diseñadores enfrentados y la montaña cedió sus azules lloviznas a fiadores importados.

 La albahaca se mudó a granjas que cotizan en bolsa, igual que el berro, ese ahijado anónimo del solitario mecenazgo de mi padre.

 Los laureles, el olor a tomillo y el primer rocío en el cerro conforman, al fin, una conjetura para soñadores periféricos que buscan la piedra filosofal envueltos en una nube mística y milenaria. No es mi caso.

 Rachmaninoff se transformó sin embargo en un refugio inesperado.  (En este instante, las manos de mi padre en los libros se me antojan milagrosas).

 Aunque si hay algo concluyente, es la presencia decidida de tres genios: Aristóteles, Séneca y Diógenes, que se sacan la lengua cómodamente instalados en la bruma azul del cerro, ahora perfumado de menta y romero, mientras el obstinado ojo de agua me perturba con su camisa de ángel. ¿O son alas? 

 Y anochece. 

No donde, ni cuándo, ni cómo yo hubiese esperado. Pero, si me adapto al hecho de que las cosas son como son, Dios formula el milagro y la montaña se transfigura en camino.

De pronto descubro siete ángeles que, en busca del tiempo perdido, se desperezan entre los dedos de mi padre. Ese sabio incomprensible y querido que aún debo encontrar en el cerro azul.

Recién entonces, la mujer que hoy escribe hará las paces con la niña que sabía mucho más, pero que se extravió algún tiempo en el mapa del tesoro. 

lunes, 11 de octubre de 2021

Quebrantos

 A mi tío (in memoriam, 2010) protagonista de Una boda complicada y de La Fiesta 



Hoy, el planeta pesa menos. Apenas unos gramos.

 

Se siente en la sencillez del aire, en la ligereza del calor, en la penumbra habitada de silencio y de ritos. De ritos que no fueron. Que no serán, que no llegaron.

              

Y vos, allá. Donde Dios atisba. Donde no se atreven las grullas ni los colibríes. Tampoco las águilas.

 

Estás siendo medido, pesado y anotado en un libro que se alimenta de soledades y fatigas. Un ángel diligente anota en los márgenes, lo que de ti has dado. Mientras, sordos, ciegos y mudos, arden los incensarios en dolorosa sucesión de seis tribulaciones. A la séptima se romperán los cántaros internos y habrá liberación.

 

Los cristales del horizonte estallan en tantas lágrimas que ha debido venir el ángel a recogerlas. No sea que la noche se extravíe en el abrazo de tus constelaciones imposibles. O que la mañana se ahogue por exceso de rocío.

 

Y que, el crepúsculo sea, en tu piel, atardecer incorruptible.

 

Mientras, yo soy sombra, debate y quebranto. Y tierra que tiembla.

 

 Remiendo del cielo, sueño de estopa, cuaderno de niña; de clausura, la risa y de vino, el olvido que, en no ser víspera, coloca su empeño.  Son planteos de ludo.

 

Y de luto.

 

De luto ignorante, abro la puerta, me ubico frente al mantel. La mesa está dispuesta, con esa engañosa paz que deviene en cobijo obligado de cualquier amenaza.

 

Impera, pues, sobre el mantel, el descanso de las cosas cumplidas, el sosiego de las liturgias domésticas observadas, el orden de los estantes, el vino que aguarda y el pan que suspira detrás de las copas.

 

Del cristal de las copas.

 

¡Ah, el cristal! Nubla asombrosamente las miradas. Y, aunque la mesa está dispuesta, me consumo en llagas que todavía no ha construido el corazón. Derrapo, sombría, por calles sin salida y me entrego a mil juegos de atajos lacrimosos. Reflexiono entonces que tu peso, en estas dos horas, habrá mermado junto con el del planeta.

 

Pero vos no obedecías sino a la intensidad. Y el mantel, tan conocido, tan recurrido, estrujado y bendecido por tu risa, hoy reina bajo cierta urgencia sofocante que deja, a su paso, corazones abrasados.

 

Porque no estás.

 

Porque nunca pensé que podías no estar.

 

Y menos, que yo iba a estar, en detrimento de tu ausencia. Esa, la incalificable. La que duele justo en el centro del pecho y en las plantas de los pies.

 

No los míos. No los tuyos. Sino los de los ángeles.

 

Por eso, hoy, el planeta pesa menos.

jueves, 19 de agosto de 2021

Borrón y cuenta ¿nueva?

 

No son menos las veces

que me pregunto por qué la vida

nos separa una y otra vez

para luego juntarnos

desde las antípodas

y sacudirnos en ese mar

de fervor y urgencia

ante nuestros ojos

de miradas distintas,

que, de opuestas,

jamás se encuentran.

 

¿Qué si todavía pienso?

¿Qué si siento?

No. Lo siento.

 

Irreconciliable amargura

nos resume, desune y reúne

en el muro que tu corazón y el mío

levantaron una noche

apresurada y precaria,

y que acabó siendo definitivo.

 

¿Todas las murallas

se asientan en este tipo

de arenal tramposo?

No lo sé.

 

Lo grave, lo importante e ineludible,

es que en ese arenal estamos tú y yo,

aunque no nos queremos,

ni nos odiamos.

Tampoco nos ignoramos.

A veces, lloramos,

a escondidas uno del otro,

sabedores de que el otro sabe

que sabemos.

 

Y esta experiencia,

que no es nueva,

asoma y se renueva,

nos domestica a su antojo

hasta que nos rebelamos

y te digo y me dices:

¡Ya te he olvidado!

 

¿Qué si te he querido?

¡Claro que te he querido!

¿Qué si todavía te quiero?

Sí que te quiero.

Aunque no quieras.

 

Porque aún nos interroga

aquel amor que,

obstinado y divertido,

se instaló entre nosotros.


Igual da.

Si no nos amábamos.

 

¿Qué donde se ha ido el amor?

Si yo supiera, iría en un coche

descapotable a buscarlo,

vestida de fiesta

lo llevaría de paseo a la plaza,

evitaría que diera vueltas

en el carrusel de las mentiras,

le compraría una casa en el árbol

y aprovecharía para robarle

aquella herida que guarda,

celoso,

el bolsillo roto del corazón.

 

Le entregaría a cambio

una guirnalda de rosas,

una pulsera de plata

y un sueño escrito en la página

de un cielo amanecido.

 

Que no permitirás.

 

Sólo que no puedo dejarte

vagar a tu antojo

por mis ojos y mi alma,

nada más porque eres

tú quien me mira, y yo,

quien ama tu mirada

mientras nos sorprende

la noche de los tiempos.


miércoles, 4 de agosto de 2021

Presagio

 

Al principio fue un soplo …

 

 

Un presagio de ofensa mortal

oscurece el límite del día

contra la muralla vegetal.

 

Recargado de fétido aliento

el aire oprime el silencio

inflamado de punición.

 

Ejércitos de delfines

yacen sobre la arena,

del disco solar,

formidable carcelera.

 

De granizo las flechas 

rasgan cordilleras,

bajo la lluvia mineral

agonizan selva y desierto,

 

Una malévola purpurina

saquea constelaciones

y en flagelo de sangre  

colapsan los océanos.

 

Bajo ígnea cerrazón,

convulsionada y herida,

incapaz es la tierra 

de retener la gravedad.

 

Hacia los imanes de los polos

huye la rosa de los vientos 

abandonando los vigías cardinales

a la suerte inapelable de los infiernos.

 

Ante la anulación

de las pautas naturales,

avasallados por ciclópeo brío,

enloquecen espacio y materia.

 

El tiempo es sólo una quimera 

del primer instante de los mundos,

desaparecen territorios y mares.


Se avecina el fin.

De la convexidad nocturna

infinitud de oquedades

ocupan el lugar de las estrellas

reformuladas en cruces mudas

bajo la bóveda desposeída,

purgatoria y fatal.

 

Desidia, encono y soberbia

sufren la venganza de la lava,

sonriente de Dioniso la barba

les tiende la mano traidora

embriagada de sangre y dolor.

 

Mientras,

en un punto olvidado del cosmos,

al paso de la milicia celestial

se arremolinan vientos

de misericordia y contrición.

           

Al principio, 

fue un soplo.

 

martes, 27 de julio de 2021

Soy la que pasa

 

 


El viento nocturno

barre la luz del sol

y enmudezco,

reducida a la inclemencia

de estrellas congeladas.

 

Llevo contadas mil y una noches de hastío.

Mil y una noches de condenas.

 

Me pregunto si el averno

ha montado una estafa

premeditada y descomunal,

si será puñado de escarcha

esa sentencia que me arrojó

a las emboscadas del desierto,

forzando puniciones.

 

¿Cómo se desaprende el cautiverio

bajo la embriaguez de un intervalo

que es espada arbitraria

extendida en la arena?

 

Mil y una noches de apariciones

y desapariciones esclavizan

los despeñaderos de mi alma.


Siento el despojo infinito

de antiguos juegos de pelota,

mas no percibo el sacrificio.

 

Desvarío,

cortejando un espejismo,

otrora oasis redentor,

que se desvanece airado

en las sombras del silencio.

 

Me vuelvo prisionera

de pausas que lastiman.


Así, me desposa el penitente

de un templo provisorio.


Recorro sus aposentos

arrastrando el peso inaudito

de un amor reclamativo.


Pero soy la que pasa.

 

Me descalzo de lágrimas tardías,

retomo el camino al principio.

Noche y día

duermen en mi huella.

 

Las hostilidades del mundo

van quedando lejos,

fundidas en ansias de poder,

en impaciencia de controles,

en ritos de vigilar y castigar.

 

Noche y día

Despiertan en mis pies,

absuelven la venda de mis ojos.

 

Soy la que pasa.

sábado, 26 de junio de 2021

Sinfonía ambarina

 

 

 

De cómo el océano anhela

vestir de plateado y aurora

lo sé de una sirena pintora,

del mar, encantadora acuarela.

 

Hartos de su encierro ambarino

se rebelan, prematuros, los oros;

de la Alhambra, solemnes, los moros

claman un brindis al limbo marino.


Sonoras pompas, de seda las ropas,

abordan el estuario al oriente,

en la proa triunfa el poniente

es dorado el cristal de las copas.


Sobre la bahía en reposo

un pícaro bosquecillo de rosas

esconde besos, arenas y risas

que el rocío sacude frondoso.


Del viejo marino está muy sola

la barca ¡y de tornasol la ola

pretende una florida corola!

 

Del horizonte violetas gentiles

desbaratan jactancias de azules,

el mar recoge cristales de soles.

 

Con esplendor el estío galopa

en el cielo, ofrece una copa,

viste de fiesta, baila en la popa.


viernes, 11 de junio de 2021

La llegada

Comparto con ustedes, queridos amigos de letras,  la satisfacción del primer galardón obtenido por este poema en el marco del Encuentro Literario Internacional Solidario 2020/21 Zona B del Rotary Club




Hay un ejército extraño

pródigo en alas y nubes de colores,

que subordinado a mi cintura

viene para acá.



Entre el sosiego y la vigilia

es insistente la acechanza

de sus breves escarpines

y apremiante el aumento

de intramuros.


Hay signos cardinales

que sacuden concienzudos

el portal de mis estanques:

Un inopinado céfiro azul

solivianta rumores y risas,

lágrimas y prisas,

y conspiran desbordadas

la gramática y la gracia.


Entre pares y entre lunas

nueve ángeles inmutables

remontan diligentes

el hemiciclo lácteo

hacia Dios y sus ternuras.


Está urgida de impaciencia

la contracara de mi vientre.

Bastaría que esta noche

escapara del insomnio

frente a la inminencia de tu arribo,

insospechado soldado del reposo.


Te anticipas entonces

resuelto en magníficos

compases cardíacos

cual dominó de madreperla y rosa

que avasalla y que doblega,

más tan dulcemente,

que es imposible

rehusar tal añadidura.


Y eres revelación sin par,

término y génesis de la siembra,

ventana abierta al asombro,

al día y la noche, a la tierra y el mar.


Te propones caprichoso

el reglamento de las estrellas

y ahora, prodigioso,

te precipitas contra mi pecho

a favor del corazón.


De tal modo eres búsqueda,

duda y misterio,

y conocimiento anterior

que abruma y que se cierne,

en tenue alborada

que precede y que sucede.


(Es querido este viajero,

geómetra erudito de mi talle).


Has llegado al principio.

Descansa en el hueco de mis manos.

Yo interpretaré el rumbo

de tus playas silenciosas.


Patrullaré para ti mi desierto,

ahora capturado bajo tiempos tan sutiles,

y dispondré una custodia de ángeles

para el terciopelo incierto de tus pasos.


Pero como has venido por mi sonrisa

y has hecho de mí tu condición,

serás centinela, señor y mendigo

del reparto del futuro,

del culto del amor y la ternura,

del retorno y la libertad de los milagros.



martes, 9 de febrero de 2021

Divagaciones

 

Es una noche mágica.

Es mi casa, la más hermosa jamás soñada.

Es mi patio, el más atrapante jamás imaginado.

 

Extraño esta casa, aun antes de dejarla.  Me gusta como es, como fue y, tal vez, como será.

Añoro su olor, su postura, su increíble comprensión.

 

Es como una madre grande sentada en su sillón, muy señorona y gentil. Muy fresca y perfumada. Huele a siesta de verano y a sandía tierna, huele a siesta de antes, a siesta de Santa Fe. A abuela recién hecha, a luces con capota de papel.

 

Pero la esencia dulce de los laureles revela otra clase de milagro. También el alcanfor, el jazmín y el cielo, en el pedazo que se adivina desde el patio y la terraza. Y las chimeneas con sus caprichos y sus ocurrencias. Con sus sueños furtivos. Y la ternura de los tejados que, como párpados huérfanos de todo abrigo que no sea inmensidad, se ciernen sobre los tragaluces indiscretos.

        

Entonces la veo: la Cajita de Joyas, fiel guardiana de mis secretos. Me pregunto si será refugio aceptable para mis sentidos hoy algo atrofiados por el acoso de los laureles.    

 

No es culpa mía. Es sólo mi intelecto que está rebelde. Tal vez con razón.

 

No es locura, no. Dios no lo permita. Es algo de resistencia. Un poco de desconcierto. Todo de nostalgia.

 

¿Todo de noche?

Nada de día.

La noche. Ese hechizo distinto.

Ese anhelo. Ese jardín.

Esa ventana espiada y perdonada.

Esa puerta abierta al azul, confesionario de todo lo que me importa.

 

Noche: yo te disculpo. Solo por tu existencia soporto el día.

 

Sólo de noche ensayo la cordura.

 

Señor Juez: necesito una medida cautelar urgente. Entienda, Señoría, que el perfume de los laureles avanza sin piedad junto con la aurora. 

 

¿Paranoia?  No, no.

 

Debe, su señoría, ordenar al tiempo que vuelva dentro del plazo perentorio de cinco días bajo apercibimiento de ejecución. Cinco días es todo lo que puedo esperar, sólo en el lapso de esta noche. Ofrezco como caución real mi patio, de noche y en verano, con más los atardeceres –en verano también- que estime para accesorios. El invierno no vale la pena. Llevo demasiado dentro de mí en el lenguaje del perdón.

 

“Se perdona tanto como se ama”, sentencia  un cuadrito de madera pirograbada que me regaló mi madre. ¿Será verdad? ¿Uno se reconocerá después de eso, después del cuadrito, colgando como él, de algún clavo? No me parece. Sí creo que se perdona tanto como se ama. Pero no creo que se pueda amar a la grupa del señor Perdón. Aunque me pregunto si acaso hay otra clase de amor.

 

Es de noche y divago. No deje volar su imaginación, Doc. Es un proceso de insania más.

 

Pero dese prisa. Mire que amaneceré. La poesía escapará sin remedio de la cordura y ya no la encontraré, sino que ella me perseguirá, como siempre.

 

¿Se da cuenta que no es paranoia?

martes, 24 de noviembre de 2020

Goteras

En esta extraña noche

en la que los recuerdos,

sentados en mi ventana, 

se desperezan,

estimo que apenas son pájaros

que deberían volar.


No son cosa mía.

 

Mientras,

en la entrada se agolpan planes.

Pacientes y gastados algunos,

aún antes de su estreno.

Y pienso que son solo plantas

que crecen a la vera del camino.


Tampoco son cosa mía.

 

Adentro llueve siempre.

No atino a dar con las goteras,

parece que el techo se burla de mí,

sus tejas inquietas y los tragaluces

nunca duermen.

Igual que los recuerdos.

 

Animo a éstos a levantar vuelo:

“la luna está tan hermosa 

con ese vestido plateado

que quién no querría habitarla”, 

les digo.

Ellos,  

sin embargo, 

me ignoran.

 

Qué me importa.

 

Intento salir,

pero casi no puedo pasar

entre tantos planes hacinados contra la puerta.

Se ven en tan malas condiciones

que me dan pena.


“Déjanos entrar”, suplican.

 

Ahora mismo nada puedo hacer,

me urge terminar con las goteras.

 

“Déjanos entrar”, 

insisten lastimeramente.

 

Agotada 

a causa de la lluvia interna,

les permito el ingreso.

 

Entonces sucedió algo extraordinario:

Los planes se adueñaron del interior,

lo secaron y renovaron  todo.

invitaron a volar a los recuerdos

y, a los que no pudieron,

les prodigaron refugio en el pasado

con la clara advertencia 

de que en el presente no hay sitio para ellos.

 

“Dios, ¡qué maravilla!”.


Aunque todavía está el problema de las goteras

que son la única cosa mía.

 

Los planes rieron descaradamente

ante mi bizca consideración.

 

¿Qué goteras?